miércoles, 12 de octubre de 2016

Un día como hoy, hace diez años

La víspera del 12 de octubre de 2006. Caracas, Venezuela.

Llegué a España un 12 de octubre de 2006. Atravesé el enorme vientre de la T4 a las siete de la mañana de un jueves que entonces, y todavía hoy, recuerdo como un domingo. Vestía una camiseta blanca con una palabra estampada en el lugar del corazón, cual matasellos: Sudaca. La prenda era una provocación bobalicona. No había nada de desafiante en ella, porque entré con un pasaporte español, un documento de identidad –palabra ésa, ay, complicada- que indicaba mi ruta: el viaje contrario al que habían emprendido mis abuelos y mi padre en la década de los cuarenta,  cuando llegaron a La Guaira desde el Puerto de Harvre. Aun así, lo de la camiseta me parecía épico. Me gustaban además, y mucho. Las fabricaban mis amigos de la Facultad,  personas con quienes me había fundido los días leves de un país que se caía a pedazos, aunque no lo supiéramos todavía. Gente con la que me había estrenado, torpemente, en un periodismo a empellones, hecho en una sociedad donde los muertos no eran lo que hoy. Entonces los cadáveres no caminaban vivos por la calle. Hoy sí.

Llegué a España un 12 de octubre de 2006. Atravesé el enorme vientre de la T4 a las siete de la mañana de un jueves que entonces, y todavía hoy, recuerdo como un domingo

Antes de salir de Caracas, la víspera del 12 de octubre de 2006 –no olvidéis, se viaja de noche y hacia la noche, como el poema de Vicente Gerbasi-, me hice una foto en la fisicromía de Cruz Diez que se despliega en el suelo del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, una foto que ya no me gusta pero que es el único documento que conservo de aquel día. En el fondo, siento rechazo hacia ella, porque se ha vaciado de su sentido emprendedor y guerrero –al menos el que tuve entonces- para convertirse en la instantánea licuada de los países que se desangran. Una versión vulgar, frívola, de una diáspora de la que por alguna razón no termino de sentirme parte, aunque me contenga y me explique. No me marché de Venezuela huyendo del chavismo, sino de la persona que fui en aquel país. Y aunque ahora me doy cuenta de que viajaba de una guerra a otra, me hice la fotografía con mi cámara Canon y con la firme idea de que nada podía salir mal.

La víspera del 12 de octubre, me hice una foto ya no me gusta pero que es el único documento que conservo de aquel día

Aquel 12 de octubre de 2006, arrastré mis maletas por los pasillos de la T4, aquella terminal que a mí se me antojaba preciosa,  moderna, tan distinta de la vulgar y oscura T1 que había conocido en viajes anteriores. Así era España entonces, una fiesta del estreno. Todo era nuevo; todo brillaba. Caminaba tirando de mi equipaje como quien saca a pasear animales ultrajados dentro del estómago de una ballena. En Caracas, a pie de pista, la Guardia Nacional había registrado mis dos samsonites hasta el último centímetro -recuerdo que escribí esto, la primera entrada de este blog-. Y aunque yo había crecido en una guerra en la que a todos nos rajan el vientre en cada semáforo, no entendí que aquel sería el primero de los cortes importantes con los que la vida me abriría en dos. Porque a todos nos abren en canal, a todos. Tantas veces como sea posible, Yo, que andaba muy chula y blandía mis certezas, atravesé la terminal como la versión veinteañera y necia de Jonás. Dejaba tras de mí la traza, una línea punteada hecha con la sangre que ya había comenzado a salir del navajazo y que yo dejaba, sin saberlo, alborotando a la vida para que fuera a buscarme, a ajustar las cuentas pendientes de tanta y tan cursi determinación.

Aunque yo había crecido en una guerra en la que a todos nos rajan el vientre en cada semáforo, no entendí que aquel sería el primero de los cortes importantes con los que la vida me abriría en dos. Como a todos. 

De todo cuanto llevaba aquel día conmigo conservo una decena de cosas, algo más en realidad: la poesía completa de Miyó Vestrini editada por Monteávila y su libro de relatos Órdenes al corazón; cinco libros de crónicas de Elisa Lerner –Vida con mamá, que incluía todo su teatro; Carriel para la fiesta; Yo amo a Columbo; En el Entretanto y Crónicas ginecológicas-; el libro de Luis Pérez-Oramas, La cocina de Jurassic Park y otros ensayos, que todavía uso como biblia ciudadana, un texto sagrado que alimenta mi fe en un país mejor; un reloj de acero que he vuelto a  vestir; una libreta Moleskine y una bandera de Venezuela que jamás he usado, acaso porque la compré un 11 de abril de 2002. Sacarla incluso de la bolsa de plástico donde viajó me parecía descabellado, como salir a la calle blandiendo un sudario. Aunque debo ser sincera y admitir que la usé, una vez, para celebrar la primera victoria en territorio transplantado: la décima del Real Madrid. Porque el fútbol fue mi primera decisión política. Incluso religiosa. Una feligresía.  Hoy, como en todas las iglesias y credos, tengo mis días, aunque mi Fe en Guti sigue intacta.

Conservo todas esas cosas y dos más: mi acento y la potente costumbre de escribir para poner en orden las cosas que ocurren en mi vida. La pastilla tranquilizadora de un punto y final. 

También conservo una colección de pequeñas notas, las que me dejaba mi madre en mi habitación cuando compraba flores para mí los miércoles y las notas con las que mi padre avisaba que se había marchado temprano de viaje o felicitándome por mi cumpleaños. Eran ecos, sonidos manuscritos de una casa que no volvió a ser la misma y que no piso hace ya mucho tiempo. Conservo un poema que me escribió mi hermana la víspera de mi viaje y un ejemplar de Confesiones del estafador Félix Krull, de Thomas Mann, que me regaló mi hermano con billete de 50 euros dentro, para que lo usara como último recurso antes de arrojarme a la M30. Hasta hace unos años guardé un juego de llaves de un apartamento en Ciudad de México, pero las tiré hace ya un tiempo cuando me di cuenta de que aquella había sido, desde el comienzo, una casa clausurada. Conservo todas esas cosas y dos más: mi acento y la potente costumbre de escribir para poner en orden las cosas que ocurren en mi vida. Para darles algún relato, algún sentido. Todo cuanto he escrito está en este blog. Los barbitúricos, ese puñado de grageas esdrújulas que te llevas a la boca para ocasionarte una sobredosis o  para sobrevivir al mal trago empujando a diario la pastilla tranquilizadora de un punto y final.

Cuando llegué a España hace diez años, un 12 de octubre de 2006, tenía 23 años y estaba cumplir los 24 en apenas meses; los socialistas gozaban de prestigio y tenían dinero a manos llenas para gastar; el trabajo abundaba –todos eran albañiles o constructores, por cierto- y había papel periódico suficiente para envolver tres toneladas de atún o merluza a diario. Había de todo, a granel y lo mejor es que se podía pagar a plazos. Todo el mundo poseía cosas que no eran suyas. Abundaban las fiestas pagadas por alguien más. Carlos Fuentes, el Gabo y Monsiváis vivían y yo recorría las calles de Madrid con una pequeña cartita para Mario Vargas Llosa, una nota que terminé tirando, como las llaves mexicanas, escarmentada por la borda de la que se arrojan la cursilería, los golpes maestros y la ñoñez.

En los 10 años que llevo en España ví cómo dos países se licuaban en una rara sopa donde el hogar cambia de mar y a los pajaritos muertos que flotan en el caldo se les llena el vientre de gusanos.

En los 10 años que llevo en España ví cómo dos países se licuaban en una rara sopa donde el hogar cambia de mar y a los pajaritos muertos que flotan en el caldo se les llena el vientre de gusanos. En esos diez años cambié de casa siete veces. Lloré la muerte de un dictador, sin saber muy bien por qué, pero lloré. Tuve pesadillas con caballos negros, disparos que me hacían morir desangrada en un charco de jugo de guayaba y la pesadilla constante de nadar en un río de mierda y muertos. En esos diez años me casé y me divorcié. Ejecuté una carnicería afectiva. Aprendí a usar zapatillas. Me compré mis primeras Converse. Dejé de maquillarme. Perdí el derecho de hablar de mi país –fui relevada por la lógica de una división adicional, los que se quedan y los que se van-. Ví las cristaleras de Barajas hechas pedazos por los últimos coletazos de ETA y también los ardores del 15M y su espíritu de la Tierra de Nunca Jamás. Recuperé el periodismo, el oficio que tenía cuando salí de mi ciudad. Aprendí a callar, algo completamente desconocido para mí; también a resistir. La mayoría de las veces con las apuestas en contra, aunque ayudada por la generosidad con las que las familias corrigen la estupidez de sus vástagos.

Fui descubriendo, como quien arranca el moño de un obsequio, una España que había dormido en mi lengua durante años, sin yo saberlo. 

Me gustan las heridas de todos estos años. Tanto como la sana costumbre que he adquirido de comer de pie en los bares; pelar gambas; sorber caracoles; beber cerveza, vino fino y escuchar a Camarón; de aprender a leer a Cervantes, a Lope y a Pla y elegir nuevas óperas que relevaran mi escaso repertorio de música para llorar a gritos. También adquirí la costumbre de cantar villancicos y escuchar a Maelo en Navidad. En Madrid, durante aquellas largas marchas de quien veía fracasar un plan maestro,  me batí  a duelo con los bulldogs de la Plaza Dos de Mayo; aprendí que a casa siempre se vuelve solo; que la crónica es lo único que sujeta y que no es tan malo vivir ciertas demoliciones. Aprendí a amar locamente a Larra y a Isabel II; me refugié en Malasaña como quien pide una tarjeta de crédito para despilfarrar sin miramientos y fui descubriendo, como quien arranca el moño de un obsequio, una España que había dormido en mi lengua durante años, sin yo saberlo.  Y aunque a veces diga que de mayor quiero ser andaluza, podría decir que una geografía entera me cabe en los ojos.

Mantuve mi acento, pero aparqué los diminutivos. Mi habla se hizo, a veces agria, y en otras solo directa. Fui afilando mi lengua como un puñal. La convertí en un corazón que me metí en la boca para que latiera mejor, para disparar con él cuando fuese necesario o arder cuando la vida así me lo pidiera. Hice mío un país que ya no recibía por la vía de los abuelos emigrados ni del padre musiú. Aprendí y recorrí una geografía que guardaba libros bajo cada piedra. Allí donde fui, descubrí un autor en el largo trasiego del paisaje -y los que quedan-: Azorín, Ortega, Chaves Nogales, Cela, Salinas, Barral, Gil de Biedma, Machado –con Lorca nunca he podido-, Galdós, Valle Inclán, Quevedo, Góngora, Ana María Matute, Marsé –ay, Marsé-, Mendoza, Regás, Ferlosio, los Goytisolo… Todo unido, en un fuerte beso de olvido y estreno.

Como Fante en su relato Mi perro Idiota, puedo decir: esta es mi casa, mi perro y mi voluntad. Aunque sería, en este caso: esta es mi casa, mis libros y mi voluntad.

Que la vida me siguió los pasos, mejor dicho, que la vida olisqueó las gotitas de sangre que dejé aquel día en la T4 creo que se da por hecho.  Y que mis costurones son ahora bastante más, es una certeza que me da paz, aunque no mitigue la rabia y la ira que me  acompañan a todas partes, ese sentimiento que llevan a cuestas quienes no saben del todo de dónde son. Ya no le reprocho nada a nadie. Tampoco espero nada. Ni exijo ni regalo y llevo con una euforia inagotable el hecho de volver siempre sola a casa. Mi reino guerrero de soldada con libros cuyo número nunca tendré que justificar y a los que no tendré que defender de nadie. Como Fante en su relato Mi perro Idiota, puedo decir: esta es mi casa, mi perro y mi voluntad. Aunque sería, en este caso: esta es mi casa, mis libros y mi voluntad.

"Guayaba. Algo tenía que quedarme de aquel país extinto del que salí la víspera de un doce de octubre hace ya diez años. Algo, aunque fuera un charco para desangrarme  en sueños"


Hace unos días, Javier Rodríguez Marco recitó  un poema de Borges que desconocía por completo. Una pieza hermosa que se me clavó en el corazón y que me hizo soltar lágrimas lentas en medio de un auditorio repleto.  “Me legaron valor. No fui valiente”. Aquello me retumbó en la cabeza, como la diana de un pelotón fusilado.  Sé que no soy como ninguna de las mujeres de mi familia, que no poseo ni un poco de su valentía; a mis venas no las recorre el plasma de los fuertes. Yo, todavía diez años después, me desangro en un charco de jugo de guayaba, esa fruta agusanada; eso que suena a  manjar estrellado en una acera al que lo revolotean avispas hambrientas. Empalagarse, picar. Azúcar y veneno. Guayaba, esa cosa que me sabe a infancia  y destierro. Porque yo, a las Guayabas como mi tierra, ya no puedo volver. Guayaba. Algo tenía que quedarme de aquel país extinto del que salí la víspera de un doce de octubre hace ya diez años. Algo, aunque fuera un charco para desangrarme  en sueños.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Charles tiene una pistola

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Son las ocho de la tarde de un verano que llega a su fin. En el número siete de la calle Alejandro González una paila de torreznos bulle. Huele a cerdo. A grasa.  En el bar, cinco personas –incluyéndonos- miran una pantalla en la que el Sevilla gana a Las Palmas en una remontada durante el tiempo descuento.  Carlos ha querido entrar. Le apetecía un botellín. Quería beberlo ahí, en ese bar donde hacen los torreznos que más le gustan y tres cabezas de toros sin cuerpo brotan de las paredes como muñones.

Se han acabado los botellines, dice la encargada. Sólo quedan cañas o tercios de Alhambra. Carlos pide la caña; yo la Alhambra. Él da sorbitos a un vasito de cerveza, yo largos tragos a una botella verde que se vacía por segundo. Al fondo, el Sevilla gana, los torreznos se fríen. Grasa y vapor. Puro verano.  

Entonces no sabía que los países también mueren ni que ése, Browning, era el nombre de aquel revólver.

Le cuento a Carlos que en estos días sostuve una Browning. Era fría y oscura, muy parecida a la que examinaba de niña en la casa olvidada de un país extinto. Entonces no sabía que los países también mueren ni que ése, Browning, era el nombre de aquella pistola. Lo que sí recuerdo es aquel peso frío de artefacto que mata. Un objeto que tenía prohibido tocar –rompí la regla, varias veces- y que miraba con curiosidad, doblada por ese influjo que ejercen las serpientes. Me gustaba aquella pistola; y mucho.

Por eso comenzamos a hablar de armas Carlos y yo. Sí, de armas, de las muchas que él ha dejado atrás y que ya no puede sentarse a limpiar con aquel bote de aerosol de aceite tres en uno mientras miraba, por octava o décima vez, Harry el sucio, aquella que daban en TNT todos  los domingos. Carlos  está lejos de casa y ya no puede, ya no puede limpiar sus armas.

Le pregunté cuál de todas echaba de menos. La mirada se encendió, de golpe. Me miró con esos ojos vidriosos que adquieren quienes se hacen mayores. Esos luceros antiguos que iluminan el rostro de hombre de 78 años. Como si hablara de mujeres hermosas, de amores perdidos, Carlos pasó revista a su guardarropa, a su arsenal; a su colección de hombría y sueños.

Por eso comenzamos a hablar de armas Carlos y yo. Sí, de armas, de las muchas que él ha dejado atrás y que ya no puede sentarse a limpiar con aceite tres en uno

Las enumeró, una a una; sin errar el tiro. Un Winchester frontier original. La Luger de acero blanco. La bayoneta de la Wehrmacht –de tan solo oírlo describirla, piensa quien escucha en un revoltillo de riñones-. La cerveza de Carlos se calienta, parece haber olvidado que deseaba beber una bien fría. Ahora, mientras enumera,  parece desear otra cosa. El revólver Smith & Wesson, calibre 32, de acero blanco y cacha de nácar. Y claro, la suya: la Browning, de colección. Hace una pausa y apostilla, casi con redoble de batería: de doble cañón, 7,65 y 9 milímetros.

Sentada en una banqueta del bar, el peso entero recostado en un hombro como un comisario que nunca seré, le pregunté si recordaba cuál fue su primera arma. Los ojos de Carlos se volvieron de pronto transparentes, puro brillo de ventana recién lustrada y metal pulido. Una luz inexplicable y ensordecedora.

-Sí, la recuerdo, como si fuera ayer. Fue en Pessac. Yo era un muchacho –dice-. Recuerdo que era invierno. Estaba buscando lombrices en la huerta, para pescar. Habían removido con una pala toda la tierra, por las heladas. Así que aproveché y comencé a rebuscar, hasta que me encontré un objeto de metal. Y me dije: ¿qué vaina esta? Era un revólver.
-¿Te lo quedaste?
-¡Claaaaaaro! –Carlos estira las vocales reclamando la obviedad de la respuesta-. Me lo guardé en el bolsillo. Pesaba muchísimo. Al llegar a casa lo metí en agua, para que soltara la tierra que tenía. Como yo había visto a mi papá  hacerlo antes, le puse un poco de aceite. Era un pedazo de arma. Un pistolón así –Carlos simula una escala con los dedos índice de sus manos carniceras; esas manos enormes y manchadas con pecas pardas-. Era un pedazo de arma: tenía seis tiros. No me acuerdo de la marca, pero sí de que era un pistolón.
-¿La escondiste?
-Sí. Al día siguiente, cuando pasaron a buscarme para ir a la escuela mis compañeros,  cometí la huevonada de contar lo que había conseguido. Como no me creían, fui a buscar el revólver para que lo vieran y me lo  llevé  para la escuela. Había un jalabola con quien había tenido un peo. Porque, ¿sabes algo? –Carlos coge el vaso medio lleno de cerveza, hace amago de beber, pero lo deja en la mesa nuevamente-. Había franceses a los que no le gustaban los españoles que vivíamos ahí. Por eso, el huevón ese me dijo un insulto feo, muy feo. Yo le respondí: como me vuelvas a llamar así, te mato.
-¿Qué insulto te dijo? ¿Lo recuerdas?
-¡Claaaaaro! –otra vez el largo túnel de vocales y obviedad-. Me llamó sale race. Raza sucia. Así nos llamaban a los españoles.
-¿Por qué?
-Porque éramos españoles recién llegados a Francia… y porque, además, éramos republicanos. Sale race, lo recuerdo perfectamente: sale race –repite-. Raza sucia. Raza mala. Sale race.
-¿Qué edad tenías?
-Siete años, quizá ocho. Eso fue poco antes de marcharnos a Venezuela.
-Pero… ¿le sacaste la pistola por eso?
-¡No! Ese incidente del insulto fue mucho antes de encontrar la pistola. Por eso me sapeó. Porque nos caíamos mal. Pero calla y déjame contarte. Ese día, cuando llevé el revólver a la escuela,  mis compañeritos decían: Charles… Il y  a  a revolver! Charles tiene un revólver, decían. Él, el muchacho del que te hablé, estaba ahí. Habían pasado seis meses desde el incidente del insulto y, ni corto ni perezoso, el jalabola ése corrió donde el maestro para contarle que yo tenía un arma.
-¿Recuerdas el nombre del chico?
-Phillippe –respondió, de golpe, como si la memoria descerrajara todo aquello-.
-¿Cómo era?
-Igual que nosotros, un niño ni gordo ni flaco, porque en esa época nadie era gordo.
-¿Y qué pasó?
-El maestro me mandó a llamar. Me dijo, y me acuerdo como si fuera hoy: Phillipe me ha dicho que tienes un revólver. Eso es peligroso: no para ti, sino para tu familia. Deshazte de él.

Carlos ha olvidado por completo su cerveza. El vaso parece más una muestra de orina que una caña. No tiene ni burbujas ya. Carlos se pierde. Habla de su padre y su madre. Recuerda el paso desde Barcelona hacia Francia. Habla de ellos con esa voz turbia, la voz que adquiere la tierra cuando la levanta una ventisca. Así habla Carlos de sus padres. No los llama inmigrantes. Los llama exilados. Quiere que entienda, muy bien, quiénes y qué eran: exilados republicanos.

 Así habla Carlos de sus padres. No los llama inmigrantes. Los llama exilados. Quiere que entienda, muy bien, quiénes: exilados republicanos.

Un hombre mucho mayor que Carlos, el dueño del bar, se abre paso con dificultad e intenta sentarse en un taburete. Hace lo posible por no perder el equilibrio y en el intento, deja caer la muleta. Me levanto para ayudarlo. Y así, el hombre se trepa a su banqueta y mira alrededor: como si vigilara a sus hijos, que despachan en la barra cervezas frías y tapas de embutidos. A estas alturas, el local es un horno crematorio de tocino, una sauna de sebo. El anciano de la muleta pide una magdalena, un bollito esponjoso que come con mordisquitos de niño candela que en cualquier momento puede liarla.

Ahora que vuelvo a mi silla, Carlos retoma la historia. Al mirarlo, siento que me habla desde otro lugar; uno muy lejano que no llego ni llegaré a comprender del todo, aunque ambos hayamos perdido nuestro hogar. Yo, estrenándome en el exilio. Él reincidiendo en el despojo.

-El maestro me preguntó dónde tenía el revólver. Yo me levanté el guardapolvo y se lo enseñé. Me repitió: deshazte de eso. No me exigió que se lo diera, sólo me ordenó que lo dejara donde lo encontré. Salí del salón y volví a jugar con mis amigos. Estaba con Jean, que era uno de los amigos de la camarilla, con él yo silbaba la Marsellesa, que entonces estaba prohibida...
-Francia todavía estaba ocupada, ¿verdad?
-Claro, pero a nosotros nos gustaba hacer esas vainas… Jean –dice, como si nombrándolo lo invitara a sentarse a la mesa de este bar-. Bueno, lo que te decía, estaba jugando con Jean cuando el director de la escuela me mandó a llamar –Carlos se ríe, hacia adentro. Mira al techo y ríe-.  Entonces pensé que Phillippe, no contento con irle con el cuento al maestro, había ido donde el director. Pero, ¿sabes? Ahora creo que fue el maestro, y no con mala intención, el que fue a avisar que yo tenía un arma. Cuando llegué a su oficina, el director me dijo: tienes un revolver. Eso es un problema para la escuela y para ti.
-¿Y qué hiciste?
-Saqué la pistola y la puse sobre la mesa. La dejé ahí y me fui.
-¿Y ya?
-Sí, y ya.
-¿Tus padres nunca lo supieron?
-No. Si eso hubiese llegado a más, los habría metido en un problema.
-Te habrían dado una buena paliza.
-Peor habría sido el problema que habría causado.

El hombre anciano de la muleta ha terminado su magdalena. Nos mira, como una gárgola con zapatillas. Hace rato que he acabado mi cerveza. Carlos mira sin interés cuatro croquetas desmayadas en un plato astillado. “¡Era un pistolón –dice-, un pistolón impresionante!”, dice con la voz de quienes desean recuperar algo.  “Y sí,  ese fue mi primer revólver, el primero”.

Carlos parece haber recordado, de golpe, que su cerveza se había convertido en un caldo. Apuró un sorbo calentorro y dijo, mirando el grasiento aperitivo: “Sale race. Sale race”. En la tele, el Sevilla sale campeón de su duelo. Los torreznos llegan a la barra, humeantes, en una bandeja de metal de esas que usan en los comedores de los hospitales. Afuera, la noche cae y el calor tuesta los adoquines. En el percutor de la memoria, Carlos da el tiro de gracia. “Sale race", repite. "Sale race”, repite mirando hacia ninguna parte. "Sale race".

lunes, 29 de agosto de 2016

V de verano: volver a casa en un carro tirado por seis toros

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Foto: KSB


Alberto López Simón llega al patio de cuadrillas de la plaza de toros de San Sebastian de los Reyes a las siete menos cinco de la tarde. Es domingo. Y mientras en la vida real todos descansan, parece que sólo él se dispone a emprender un viaje que podría ser mayor que sus propias fuerzas: encerrarse con seis toros; matarlos sin morir y conseguir belleza en esa gesta. Es el único espada de esta tarde de guerra y travesía. El único.

Esta tarde será distinta de las 47 que ya suma López Simón. Hoy no luchará contra seis bestias, sino contra las muchas otras que viven en su interior. 

Hay en el ambiente un eco de cohetes verbeneros, vapor de freidoras y una insistente aroma a expiación -acaso por los 37 grados que derriten los caireles de los trajes de luces-. La de hoy es la reaparición de Alberto López Simón tras el desvanecimiento que sufrió apenas dos tardes atrás, en la Feria de Bilbao, cuando una crisis de ansiedad le arrebató la respiración y el color de la piel. Ese día López Simón dio muerte a su tercer toro y de ahí se fue a la enfermería, de la que salió sobre una camilla, con un parte médico de Alcalosis y 5 miligramos de Midazolam. El reino de la farmacopea abriéndose paso en la sangre de alguien más. Por eso esta tarde es distinta de las 47 que ya suma López Simón en toda la temporada. Hoy no luchará contra seis bestias, sino contra las muchas otras que viven en su interior.

Un hombre que lee a Borges mientras cicatriza una herida de 12 centímetros lo puede todo, incluso reponerse de sí mismo; de las embestidas que pega el ánimo cuando tiñe la melancolía. Contar a López Simón es contar al Dante que va al infierno, al Ulises que vuelve a casa. Y no porque su larga figura y pálido perfil de hombre melancólico lo sugieran. No porque al ocurrir su sonrisa sea más sonrisa que las de otros, sino por algo más silencioso, una electricidad que le recorre el cuerpo y enchufa vida en los ojos de quienes lo miran torear. De luces, López Simón avanza acuchillado, brillante como las exclamaciones y los puñales con los que alguien rasga la uve del verano, esa palabra que rompe en su primera letra con la inclinación de una caída, ese precipicio de las cosas que acaban o resurgen.

"Un hombre que lee a Borges mientras cicatriza una herida de 12 centímetros lo puede todo, incluso reponerse de sí mismo; de las embestidas que pega el ánimo cuando tiñe la melancolía"

La faena del primero –un astado de Daniel Ruiz- ocurre con una espuma de oles en la arena de San Sebastián de los Reyes. Mirarlo es barrer el albero. Contar a López Simón es contar a alguien que completa el viaje de ida y vuelta. Sí, López Simón vuelve a casa esta tarde, se adentra al centro de sí mismo. Hay ganas de verlo resurgir, por eso cada pase levanta la cresta de un mar de tierra y edificios, los que rodean la plaza. El primer toro termina con el esbelto torero señalando con el dedo índice la muerte que está a punto de ocurrir. Hasta que la bestia se desploma y los pañuelos convierten en océano las gradas de una plaza de segunda.

El siguiente, un Vellosino prieto, lo lidió Alberto López Simón descalzo, con los pies bien pegados albero. Avanza la tarde y los pasos impresos en el ruedo escriben una guerra de arena y vida . “Vente bonitoooo, Vente bonitooooo”, vente, dice López Simón como si hablara a un peluche de felpa brava que ha intentado ensartarle los riñones. “Vente bonitoooo”, dice arrastrando la vocal del adjetivo como un raro túnel para un tren bronco. 

Hemos venido a partirnos la cara, una que ya traíamos rota de casa. Estamos tan muertos, dando gritos en el aire

Hay desacuerdo y gresca con la oreja no concedida del segundo. Pitorreo y grito en los tendidos más altos de la plaza. ¡Fuera! ¡Fuera!, al presidente de la plaza. Miro alrededor. Todos somos chusma al sol, pienso. Apuramos, soeces, una vida que creemos para siempre y que López Simón se juega bajo el estruendo de un público al que a veces le falta los dientes y, porqué no, a veces también el corazón. Hemos venido a partirnos la cara, una que ya traíamos rota de casa. Estamos tan muertos, dando gritos al aire. Tan muertos, que nos caemos a trozos. Negada la oreja, López Simón acude a las tablas, lo espera su apoderado, que no dejará de merodear en toda la tarde. Un aliento en la nuca.

Las verónicas del tercero hacen vuelo en el aire. López Simón gira sobre sí mismo. Ese baile de besos y años. Ahí donde todos ven un trapo, yo veo una historia . Veo, como los destinos que las ciudades que cambian de hora en las pantallas de los aeropuertos, al niño del que aún no se desprendido y al hombre viejo que ya es. Apunto cosas en mi libreta. Escribo todo lo que no sé. El toro sin cara, el poco recorrido, los tirones, el poco trapío. La mala hechura. Escribo queriendo saber. Cuando levanto la mirada, siento que lo importante está en otra parte, que vive en ese lugar al que López Simón intenta volver. Llevo ya un tiempo siguiéndolo. Acudiendo a su guerra. Y a veces, como hoy, siento que veo torear a un hombre que ha entendido que la muerte no se posterga; que está ahí. Por eso no duda en caminar sin manoletinas hacia el centro de una vida que él entiende incompleta si no se la juega en los medios. 

"A veces, como hoy, siento que veo torear a un hombre que ha entendido que la muerte no se posterga; que está ahí. Por eso no duda en caminar sin manoletinas hacia el centro de una vida que él entiende incompleta si no se la juega en los medios" 
  
“Qué mal afeitado está ese toro”. “Es un toro de rejones”. “Pero si es un animalito”, remata un hombre que vierte un lingotazo de ron en un vaso de litrona. En el tendido de sol una banda interpreta una música estropeada para la faena que está por ocurrir. Tras brindar el tercero, López Simón se hinca, entierra las rodillas en la tierra parda. Cita de rodillas. Una parte del siete berrea, la otra pide silencio. Quien observa desde la grada, protegido del sol y la muerte, se pregunta a qué ha venido y con quiénes comparte asiento. Quien ve torear desde la grada siente ve a alguien que se desnuda mientras otros le arrancan el vestido a dentelladas.

López Simón avanza en este recital de sí mismo y aunque encuentra aspereza en el cuarto y el quinto, llega erguido –apretado como un alambre- al sexto toro, el último de la tarde. Hay alegría en su palidez, algo del niño que mostró hace unas semanas en Puerto de Santa María –alguien que se siente libre y desata tormentas en cada capotazo-. Descalzo, con los pies otra vez bien plantados en el ruedo, Alberto López Simón dio sus mejores pases de aquella tarde. Bailó a todo riñón y todo pulmón, pegadito el cuerpo al animal y olvidado por completo del suyo. 

"El sexto, del Vellosino, habría sido de platino de no fallar con la espada. Y sin embargo, el viaje ya está hecho. El cuerpo exhausto parece atracar en otro mar"

Ahí está el joven matador, pasándose la vida y la muerte por la taleguilla. “Viva la madre que te parió”, se oye medio del silencio anochecido de esta tarde de fritanga. . “Oleeeeeeee, viva”. Resuena la plaza entera. El sexto, del Vellosino, habría sido de platino de no fallar con la espada. Y sin embargo, el viaje ya está hecho. El cuerpo exhausto parece atracar en otro mar. Sonriendo, abraza un hogar que se levanta en el corazón. Ese lugar al que van los que, como Ulises, viajan hacia la muerte y de vuelta de ella.

El domingo, finaliza, con su tufo de pinchos e infierno. Vestido de luces, López Simón sale a hombros de la plaza. Luce su cuerpo magro y acuchillado, brillante como las exclamaciones y los puñales con los que alguien rasga la uve del verano, esa palabra que rompe en su primera letra, ese precipicio de las cosas que acaban o remontan. La rotura que llevan en el alma los que vuelven a casa  en un carro tirado por seis toros.

Nota: Al día siguiente, en la Plaza de toros de La Corredera (Colmenar Viejo), el 29 de agosto de 2016, durante la tercera de la Feria de los Remedios, López Simón, de grana y oro cortó dos orejas. Salió por la Puerta Grande con Alejandro Talavante. 

viernes, 26 de agosto de 2016

V, de verano: el hombre de los días feriados

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Foto: KSB


A las ocho de la mañana de todos los fines de semana y días feriados, un hombre recupera su silla en la cafetería del Dunking Donnuts de Antón Martín. Él hace suya -reconquista, sin saberlo- la mesa pegada al ventanal –sí, la que mira al monumento de los abogados asesinados-; la misma que yo ocupo el resto de la semana.

El hombre tiene, creo, la edad de mi padre; alrededor de ochenta. Su cabellera es blanca y escasa. Unos pocos vellos espolvorean su cráneo escarmentado. Los claros en el cogote delatan cómo la vieja costumbre de pensar -y cubrirse la cabeza de las ventiscas con un sombrero- ha pasado de moda -Azúa dixit-. Él y yo somos la intemperie. Ya no hay armarios tan grandes como para guardar aquellas prendas. Tampoco ventiscas que nos alboroten el alma.

Pienso en su mundo y en el mío, reunidos ante el milagro del reciclaje. Nada nos quema de verdad.
El hombre de la ventana -a sus casi 80- y yo -a mis 34-, nos hemos apuntado al bando de los bebedores de café en vasos de papel. Pienso en su mundo y en el mío, reunidos ante el milagro del reciclaje. Repartidos a ambos lados de la misma soga: nada nos quema de verdad. Y sin embargo, cruje en los dos unas ganas raras de incendio. Lo huelo. Hay algo pirómano en su forma de hojear los folios que lleva, apretados, en una cartera de piel. Ésa que abre con resentimiento y desdén, cada mañana. Esos que descabella con la punta roma de un bolígrafo Bic, el puñal que reserva la economía a escala a gente como él y como yo: hombres y mujeres que no quieren estar en casa. 

Él exprime el corazón sobre la miga de un pan recalentado; yo lo llevo envuelto en una baratija que alguna vez inventó un Dios vegetariano

Él escribe en su papel áspero; yo tecleo en un portátil platinado. Él se escribe y se arranca; yo edito. Él exprime el corazón sobre la miga de un pan recalentado; yo lo llevo envuelto en una baratija que alguna vez inventó un Dios vegetariano. Ese hombre que recupera el lugar que yo le arrebato en días laborables, escribe. Es nuestro aire de familia. Cada palabra que apunta y poco después tacha se imprime sobre el papel como muelas arrancadas de a poco. Una a una, en orden. La filia india y solitaria de un corazón sin dientes que alguna vez retuvo una presa aun viva.

Él, el hombre de los feriados, completa un folio, acaso dos. Y entonces, solo entonces: tacha. Lo hace con una valentía que a mí se me antoja familiar. Ese gesto estropeado de quienes ganan a la ruleta rusa. Poco después, rasga el papel y arroja los trozos en el envase de cartón de 550 mililitros. El mismo que yo bebo todas las mañanas. Una pira blandorra para nuestros mejores fuegos. 

El hombre de los feriados, completa un folio, acaso dos (...) Y entonces, solo entonces, rasga el papel
No conozco su nombre. Sus intercambios son escasos, ásperos. Pocos hablan esta cadena de bollos fritos en la que alguien quiso exhibir bajo focos de alógeno roscas de harina abrillantadas; cosas que sudan la enfermedad; cosas que caducan. Habitamos este lugar que no milita en la felicidad. Aquí nadie apunta tu nombre con rotulador sobre la pared de un vaso de papel. Aquí, los baristas no te rebautizan al llamarte por un nombre inventado que vocean cuando el tibio bebedizo está listo. Aquí no tenemos nombre. Somos café. Café barato.

Sé de este hombre lo que observo. Sé de este hombre lo que llevo puesto: mi insomnio y mis ganas de partirme la cara. Sólo eso. Sé de él lo que olisqueo y reconstruyo. ¿Y qué es mi vida si no eso…? Olisquear a extraños. Sacar de ellos lo que resuena en mí. ¿Y cuál es la suya? ¿De quién es esa vida rota en pedacitos en el fondo de un vaso de papel?

Sé de este hombre lo que llevo puesto: mi insomnio y mis ganas de partirme la cara

El hombre de los feriados viste siempre el mismo pantalón color tabaco y una camisa blanco hepatitis -a veces parda-, esas cosas con las que uno se cubre para salir del portal los domingos vacíos de deseo. Todo en él aúlla con la ira de las prendas que fueron mejores. Más que ropa, lleva un hábito; un sayo de misa, cartón y padrenuestro; una oración que en sus manos anticipa peineta y en las mías promete chupitos de espidifén.

Hoy es feriado. Atravieso las puertas automáticas como si bajara a por quinina, como si fuera hasta las bodegas de un barco de vela llamado Otago. El hombre del vaso de papel elige la mesa contraria a la mía, la misma que elijo día tras día. Él, a diferencia de mí, prefiere dar la espalda al monumento de los abogados, como si los despreciara, como si le diera igual cualquier carnicería distinta a la pergeña en sus hojas gruesas y asalmonadas. Él prefiere ver venir la mañana en lugar de avanzar hacia los números de la calle Atocha. Él da marcha atrás a una calle que va a degollarse primero a Benavente y luego a la Plaza Mayor. Yo apuro en cambio, aprieto el paso con la mirada. Esa esperanza estrecha de quienes jamás han sangrado en una batalla con muertos. 

Su presencia existe en mis días por el solo hecho de quitarle a la mía el ventanal donde cada mañana leo y escribo 

Nunca lo he visto llegar. Su presencia existe en mis días por el solo hecho de quitarle a la mía el ventanal donde cada mañana leo, escribo y me preparo para dejarme arrollar por la furgoneta que venga de paso. Él, como yo, pide un café de 550 mililitros. Él, como yo, no habla con nadie. Él, como yo, mira la calle Atocha con el mismo desdén de quienes, en secreto, quieren arder … Da igual lo que venga a matarnos, el cielo azul de los días de verano o los vencejos enloquecidos que buscan pelea en el aire. Ambos queremos estar ahí, plantados en el cielo mustio de una vidriera sin atributos. Ambos ardemos en el eco de un café recalentado. Ambos somos marinos sin batalla, flotando en la goma arábica a las ocho de la mañana de un día de fiesta.

jueves, 18 de agosto de 2016

V, de verano: no hay que olvidar la noche

Foto: KSB

 No hay que olvidar la noche. Tampoco darse de baja en sus modales de vertedero, mucho menos perder la forma ni  hacerse fofo en la amnesia de la oscuridad, ese sprint que separa la celebración del garrotazo; ese dique que aparta a los vivos de los muertos y confina a los que quedan entremedias a la dehesa del espanto –fantasmas elevados en plataformas; esperpentos tatuados; la tumba de la minifalda sin depilar-. No hay que olvidar la noche ni perderla de vista. No hay que afelparse. No es posible renunciar a la pregunta sobre cuánto de nosotros hay en ella: la lenta frustración de los trenes y los ascensores, los besos agusanados que se dan los desconocidos  y los nudillos rotos de los que se dan puñetazos porque temen volver solos a casa, aunque no lo sepan.

"No hay que olvidar la noche... Ni los besos agusanados que se dan los desconocidos  y los nudillos rotos de los que se dan puñetazos porque temen  volver solos a casa"

Son las cuatro de la madrugada de un 14  de agosto. Las fiestas de verano purgan Madrid con su santiamén de pañuelo y eructo: pasacalle, abanico y borrachera. La pira de los días en el desafuero del sol. Un sujeto de pecho tatuado tira del cabello a una rubia con el alma desdentada; ella intenta golpearlo, él tira con más fuerza. Tropiezan. Ruedan. Se pegan. Llega la policía. Acaba el espectáculo que nunca nadie consiguió grabar con el móvil –fue todo tan rápido, maldita sea-.  Son las cuatro de una mañana sin luz, ni luces. Esa hora en la que todos parecen querer algo que no irían a comprar vestidos de sí mismos.

Un hombre de camiseta roja y aspecto británico tropieza con una chica que parece cobrar en céntimos los malos besos y las plegarias de portal –la calderilla de ponerse de rodillas-. Su rostro me resulta familiar. No es la primera vez que lo veo embestir contra una dama esta noche. Pero a esta hora –ya se sabe- a la hoguera se le olvida que arde feamente. Sentado a una mesa a la que nadie lo ha invitado –la joven de los céntimos está acompañada de algo que podría ser un grupo de clientes o una familia con malas pintas-, el caballero británico de camiseta roja delata estropicio en cada gesto. Luce un bronceado infierno; vacaciones con quemadura de tercer grado. Despliega, cuando la borrachera se lo permite, una sonrisa tiesa y carbonizada. En su sangre, seguro, la ginebra pasó de gasolina a monóxido.

"En la carrera de San Francisco, convertida ya en dehesa de muertos vivientes, los entresijos chisporrotean en los calderos y Pitbull resuena como una ventosidad en los oídos" 

En la carrera de San Francisco, convertida ya en dehesa de muertos vivientes, los entresijos chisporrotean en los calderos y las últimas tiras de tocino se asan sobre una plancha de metal. A esta hora, las cuatro de una madrugada de agosto, todos tenemos algo de San Lorenzo: nos arrancamos la piel a tiras para arrojarla a alguna parrilla dónde arder más rápido. El asunto, claro, es quemarse.  Olvidar que la vida tiene botones y ascensores. Eso: perder el conocimiento mientras ocurre el infierno y un cantante con nombre de perro –Pitbull- resuena como una ventosidad en los oídos.

El sujeto de aspecto británico y camiseta roja prodiga mordiscos a los gomosos calamares de algo que parece sacado de la basura.  La joven que cobra por desabrochar, así sea una mirada, se ríe de la manifiesta borrachera del estropeado señor. Él la mira como si fuera un hombre de trapo, como si cada gota de alcohol lo hubiese despojado de la más elemental inteligencia. La mira y se disculpa. Una y otra vez.  Ella enseña su sonrisa sin muelas y los muslos prietos,  rematados con hoyos de salchicha a la altura de una falda mal cortada. Todo avanza hacia el precipicio; hacia esa línea quebrada que dibujan las uves del verano.

"Él la mira como si fuera un hombre de trapo, como si cada gota de alcohol lo hubiese despojado de la más elemental inteligencia"

En su novela La fiesta de la insignificancia, Milan Kundera agrupó a las personas a ambos lados de una línea: los que al tropezar piden disculpas y los que al embestir al prójimo reprochan y manotean. El caballero inglés de los calamares gomosos y la mirada borracha supera por completo esa frontera. Su territorio es el accidente; y a juzgar por los mordiscos y la bocanada de vomito que parece a punto de derramarse sobre la mesa a la que no ha sido invitado, esto tiene pinta de tragedia. Puro verano, sandungueo. Ganas de pegarse y besarse. Verter. Arder.

Derrotado por el bocadillo, el caballero británico saca de su boca una larga tira de pescado procesado. La arroja al suelo. Se mira los pies deformados en las sandalias. Hay desamparo en la piel roja de su rostro. Tiene algo de pobre crustáceo, como una langosta que por querer escapar de la olla de agua hirviendo fue a meterse en un cazo de aceite requemado. Aburrido, con los dedos llenos de calamar masticado, el caballero de camiseta roja  decide abandonar la mesa. Intenta ponerse de pie. Una. Dos. Tres veces. Parece un rascacielos a punto de desmayarse.

"Intenta ponerse de pie. Una. Dos. Tres veces. Parece un rascacielos a punto de desmayarse (....) Lo rodean las risas de los extraños. Un enjambre de aguijones que celebran con veneno que él sea penúltimo payaso de la noche"

Al inglés lo rodean las risas de los extraños, un enjambre de aguijones que celebran con veneno que él sea penúltimo payaso de la noche –el bufón siempre es el otro, claro-. Si pudieran, quienes ahora lo rodean arrojarían monedas a su soledad. Incluso alguien propiciaría un cuerpo a cuerpo con otra alma perdida, para ver cuál desagracia le parte la nunca la otra. Habría risotada, eructos, pedos. El vapor caliente de las cosas que se pudren abriéndose paso en una nube de aceite.

El caballero de camiseta roja consigue, al fin, lo que los homínidos en algún tiempo: erguirse sobre sus dos piernas. Una embestida más de vómito amenaza con regar el asfalto. El hombre saca un cigarrillo e intenta avanzar por la carrera de San Francisco, ya convertida por completo en un río de peces muertos, una lenta sopa de cosas que no parecen vivas. Una mano anónima extiende una silla, acaso para evitar el destrozo y asegurarse así algo más de espectáculo. Nunca tres pasos tambaleantes fueron celebrados con tan tabernarias carcajadas. Si el caballero inglés quisiera, podría llenar sus bolsillos con la calderilla de quienes ven en él el mejor payaso de la madrugada.

"No hay que olvidar la noche. Hace falta volver a ella. Ponerse  de pie en ese escalón del día donde la vida traviste en fantasma. Ese momento donde surgen los besos agusanados y los puñetazos  de quienes tienen miedo de volver solos a casa"

En el filo de la acera, con los pies llenos de saliva, sangría y azúcar, miro el lento desolladero. Veo la espalda de este hombre sobre el que alguien ha descerrajado una desgracia nocturna. Observo. Me detengo en el morro sangrante de los que beben, de esos a los que se le va la vida en un vómito de pizza y mojito. Me detengo, intento recordar lo que veo.  Celebro con mi silencio de vestal sin vientre la furia de otros. A las cuatro de una madrugada de agosto, viene a mi cabeza una novela de Salman Rushdie que leí hace años, en un país extinto que me olvidó como olvidan los hogares a los que beben sin parar. El libro de Rushdie hablaba de dos gemelos que nacen al filo de la media noche: ese  segundo que antecede al día y la oscuridad, esa posición del segundero donde si alguien nace, lo hace a la mitad de su vida, siendo el anterior y el próximo, siendo todas las horas en una distancia, a solas con su celaje, como una sombra.


A mi alrededor veo espectros, gente muerta que vino a beber para resucitar de otra forma. Me reflejo en ellos. Me pregunto cuándo me tocará a mí la calderilla, el cuerpo a cuerpo contra otra soledad.  Así, en el filo de una acera llena de babas , pienso lo mismo. No hay que olvidar la noche. Hace falta volver a ella. Ponerse  de pie en ese escalón del día donde la vida traviste en fantasma. Ese momento donde surgen los besos agusanados y los puñetazos  de quienes tienen miedo de volver solos a casa, aunque no lo sepan.

domingo, 10 de julio de 2016

Morir en verano: Casta Diva para corazones broncos


Hace unos años ya, acaso por imitación, escuchaba con especial obsesión Madame Butterfly. Siempre he dicho que ami madre le debo las cosas esenciales, la ópera es una de ellas. Con el paso de los años, he aprendido a rebelarme en su ley. He conseguido, de a poco, ampliar el repertorio. Así que sustituí a Puccini por la Norma de Bellini, una tragedia romántica que a mí se antoja una metáfora de las expectativas incumplidas. Algo así como la catedral doméstica del arsénico que Emma Bovary levantó sobre sus comisuras, pero con una hornacina que Flaubert no llegó a conceder a su bella suicida: la esperanza de que seremos capaces de resistir al derribo.

Inserta en el primer acto, Norma acoge una pequeña joya: Casta Diva. Esta aria sido utilizada en comerciales de perfume, películas e incluso para espantar el terror que genera el vacío en los lobbies de algunos hoteles. La versión más conocida la interpretó María Callas, quien la popularizó en el repertorio lírico tras la segunda Guerra Mundial, esos años en los que miles de personas sorbieron su sopa de huesos y muertos.Aquel mundo lleno de fosas debió encontrar en Casta Diva un abrevadero para la culpa; ese desamor que genera la barbarie en quienes han conseguido sobrevivir guareciéndose entre los cuerpos de los que ya no viven.

La versión más conocida la interpretó María Callas, quien la popularizó en el repertorio lírico tras la segunda Guerra Mundial

Por eso la cantamos: para desangrarnos en cada arpegio. Cantamos con la misma intensidad con la que comemos y besamos; con la que concedemos y abofeteamos; con la que gritamos y callamos. Vivimos desgarrando; demoliendo. Nos hemos hecho paquidermos de trompa triste, seres de jaula. Criaturas que pastan en un ascensor de cristal y derriban el mundo cuando intentan un abrazo. Somos bestias de corazón bronco. Somos esa mujer rota que canta en la Scala de Milán. Por eso cuando corremos vamos al lugar arrancado: a la enorme sabana de la que nunca debimos salir. Cuando cantamos, huimos hacia la tierra.

Vestida con un imponente modelo de noche palabra de honor –ay, hueso de mis huesos-, dueña de un collar de piedras preciosas que le acordona la garganta cual bella y suntuosa soga, María Callas interpreta Casta Diva. Despojada de carnes, enflaquecida por amor y vanidad; por miedo a no ser querida -y a la vez por unas ganas locas de serlo-,  la Callas se deja la voz en el desamor de Norma y en el suyo. También en el de quienes volvemos a esta grabación defectuosa de Youtube para llorar a gritos.

Norma pide a la luna otras cosas. Implora algo que la sujete en el huracán doméstico del engaño, esa otra muerte de los afectos.

En Casta Diva, Norma eleva una plegaria a la luna. Y aunque la impulsa la pasión por Polión (su marido, un procónsul romano que ama a otra mujer) quien escucha detenidamente –con  la atención que desarrollan los corazones llagados- podrá percibir de qué forma cuando Norma canta, no pide amor. O no solo amor. Norma pide a la luna otras cosas. Implora algo que la sujete en el huracán doméstico del engaño, esa otra muerte de los afectos.

Cuando canta a la luna, esa escena romántica por antonomasia, Norma pide claridad. Pide fuerza y pide paz. Norma pide lo que buscamos todos en las cintas del gimnasio, en el vértigo de los andenes y los fármacos.  Norma pide esa templanza que apuramos en la última gragea de un bote que ya estaba vacío. Cuando canta, Norma pide la fuera que obra el milagro de las familias y las gestas. Norma pide eso que hace posible las cosas que duran para siempre.

 ¡Casta Diva, que plateas
estas sacras antiguas plantas,
a nosotros vuelve el bello semblante
sin nube y sin velo!
Templa, oh, Diva
templa estos corazones ardientes,
templa de nuevo el celo audaz,
Esparce en la tierra esa paz
que reinar haces en el cielo.
Fin al rito, y el sacro bosque
sea limpiado de los profanos.
Cuando el numen airado y hosco
exija la sangre de los romanos
desde el druídico santuario
mi voz tronará.

Mientras escribo estas cosas que no pagan la renta, el reloj del ordenador marca las siete de una tarde de verano. Un día bronco de muertes y resurrecciones que casi llega a su fin. Un día acordeón en el que cupo por igual  el oleaje de las copas de una noche extinta y los buenos días de un pan abrasado en el plato del desayuno. Son las siete de la tarde y escucho la voz de la Callas.  Mientras las aspas del ventilador mueven el vapor infernal del día, percibo incendio en Casta Diva. Acaso porque algo mío se quema en su sonido.

En el verano, todos los días son un incendio. Escrito con la caligrafía limpia de esa letra quebrada, esa uve que invita al abismo y laresurrección, el verano está hecho para la combustión. Para arder en la paila de la primera vez y el eterno regreso a la ración recalentada de lo que fue nuestro corazón cuando descubrimos el mar. El verano es el tiempo de las fiestas, las comilonas y los excesos. Es la temporada en la que las vestales salen a hacer la compra para comerse a Orfeo a dentelladas.  Son los días en los que las la vida ocurre exagerándose, para parecer más vida.

En verano, la muerte resulta –como la voz de Norma- atronadora, porque la impulsa la vida en su carrera loca hacia el final. 

En verano, la muerte resulta –como la voz de Norma- atronadora, porque la impulsa la vida en su carrera loca hacia el final. En verano mueren los amores, las esperanzas, las personas, los toreros, los niños, los plazos. Mueren los matrimonios. Las promesas que nos hemos hecho. El temple que se nos ha ido por el desagüe de la ducha o en el lento ombligo de una tripa caída. El verano es pudrición y caducidad. Es pura belleza de lo que llega a su fin.  Es la paz que Norma ansía y pide a gritos a la luna. Porque Norma no quiere que Polión vuelva a quererla, sino que sea el de antes. Norma canta para corregir el tiempo. Reclamando ese prodigio, se pide a sí misma. Invoca la rueda maluca del eterno retorno.

El verano es incendio.  Ese tiempo que imprime  en la piel las marcas de un fuego que arrasa y renueva. El estío y el hastío. La uve quebrada: muerte y resurrección

El verano incumple expectativas bellamente. Es la vida que se pudre con las cerezas y las borracheras. Es la estación que nos arropa y derriba. Es ese tiempo que imprime  en la piel las marcas de un fuego que arrasa y renueva. Lucimos morenos porque venimos del chapuzón en la paila a la que vamos a purgar lo que el invierno ha hecho con nosotros. Del verano me gusta el exceso y las óperas cantadas por la Callas, también la sensación del superviviente. De quien ya solo espera que los días se enciendan con la brisa caliente que desatan los vasos con hielo y rodajas de limón cortadas por la mitad.

Escribo mirando el collar de la Callas. Lo miro con codicia y tristeza. Imagino el peso de cada diamante sobre su garganta lastimada y su corazón chamuscado. En la voz de la Callas, el verano se responde a sí mismo. Se revela como realmente es: expansivo, de la misma forma en que lo son las pasiones y el pesimismo. El verano. Una estación iniciática, a la manera de Pavese. En verano, como en las páginas de aquella novela escrita por el suicida más solitario, desgarramos la entrepierna y el corazón, nos preparamos –desde muy pronto- para el mundo crepuscular que nos ha sido concedido.

Cada año que llegamos a él nos descubrimos distintos: un poco más viejos y carbonizados. Nos descubrimos merodeando nuevas formas del incendio. Del estío y el hastío. Por eso Norma. Por eso Casta Diva.  Para pedirle a la luna que nos temple. Que haga de nosotros un clavo ardiente. Para esperar, acaso, que en el camino hacia la muerte todo vaya a mejor.





martes, 21 de junio de 2016

La mucha verdad

    
Cristopher Fourcart, el banderillero de la 'mucha verdad', fotografiado por Juan Pelegrín el 12 de junio de 2016, en la plaza de toros Las Ventas.

En  mi mundo la gente no se desangra; no así. Las cosas van a parar a los sumideros inofensivos: los ceniceros, la transparencia de las copas que se vacían y el aspecto estropeado de las zapatillas después de tanto pulir el asfalto. Pienso estas cosas mientras camino por la planta segunda del hospital San Francisco de Asís, en Madrid. Atravieso un pasillo que se me antoja triste como una tarta de bodas.  Busco la habitación 232, pero ya en la segunda ronda vuelvo al lugar donde comencé, la puerta 202, una habitación cerrada de la que no sé nada excepto una cosa: no es la que busco. De pie, ante dos cunas con aspecto de algodón de azúcar, peleo con la sensación de estar perdida. Miro las canastillas con la curiosidad de quien cree que estallarán en pedazos. Y emprendo mi camino, otra vez.

En la unidad de recién nacidos, busco a los renacidos. A aquellos que viajan hacia la muerte y vuelven de ella

En la unidad de recién nacidos, busco a los renacidos. Bebés y matadores comparten la misma planta de un hospital de la calle Joaquín Costa. En los pasillos busco, no a los que llegan, sino a aquellos que viajan hacia la muerte y vuelven de ella; esa operación de la que solo son capaces los héroes exagerados, aquellos a los que alguien ha contado en un poema escrito en hexámetros. Canta, oh Diosa...  En mi mundo, ya lo he dicho, la gente no se desangra; no así. La vuelta al ruedo ocurre siempre anónima, superviviente, entre intercambiadores  y vagones exhaustos. La gente como yo no va a partirse la cara con lentejuelas bordadas en el pecho. Por eso resulta extraño ir al encuentro de quienes acuden al trabajo vestidos de Purísima y oro, con una espada en la mano.

Son las siete menos cuarto de una tarde que pinta verano. En el Hospital San Francisco de Asís examino el mar calmado de la sedación y las batas de papel. Puerta 202; yo voy a la 232. Faltan treinta números. Así que empiezo, otra vez, la búsqueda de quienes todavía permanecen en el mundo.

Muy de verdad


Guillermo Valencia, fotografiado en Las Ventas por Juan Pelegrín.

La del 12 de junio fue una tarde ferrosa, de esas que saben como la sangre: a metal; a tubería y desagüe.  Esas que dejan el corazón exhausto de puro apretón. En el quinto de la novillada con picadores, Guillermo Valencia, el diestro de Popayán, volvía a Las Ventas por la oreja no concedida un año atrás. Valencia, que ya se había aplicado con elegancia y ganas  dando muerte a Jaquito (el segundo de la lidia) se dirigió con el castaño al centro del ruedo. El diestro lo hizo, a veces lento y a veces desquiciado… de puras ganas. Él, de blanco y oro, ante un astado de 486 kilos.  El toro se llamaba Prendito. Al mirar el programa de mano de aquel día, me pregunto: ¿recuerdan los matadores a los toros a los que dan muerte?

¿Recuerdan los matadores a los toros a los que dan muerte?

Por aquello de morir matando, el colombiano fue de los medios a la enfermería. Lo hizo con una cornada de diez centímetros en la entrepierna. El vestido y el cuerpo convertidos en una misma y escandalosa herida. Su gesto quebrado parecía hablarnos de un dolor que nunca conoceremos. Tendido ahora en una cama del hospital San Francisco de Asís, el novillero habla de aquello con buen semblante, como si todo hubiese ocurrido en otra vida.

En el rostro de Valencia no hay rasgo de dolor, ni siquiera el verde pálido de quienes sienten malestar. Algo extraño le recorre el cuerpo: la fuerza de quienes creen en lo que hacen. Así habla Guillermo Valencia, con la gracia de una verónica. Sí, así habla el novillero. Y lo hace mientras devora con una cucharita plástica una ración de pudín rescatada de la cafetería del hospital. Quien lo mira intenta imaginar a qué sabe ese postre sencillo en una tarde como esta. Viéndolo comer, todo parece nuevo. Lo dulce más dulce, el sol más sol.

Rafael Serna, llegó al ruedo como los mozos de los que habló Gil de Biedma, dispuesto “a llevarse la vida por delante”

Después de la cogida de Valencia, la tarde del 12 de junio siguió maluca, con ese viento que levanta papelillos como si de advertencias se tratara.  El tercero del cartel, el debutante sevillano en Las Ventas, Rafael Serna, llegó al ruedo como los mozos de los que habló Gil de Biedma en su poema No volveré a ser joven: dispuesto a llevarse la vida por delante”. Impositor, el negro listón de Guadaira, atendía a las citas del diestro, humillaba sin emborrones. La bestia se dejaba hacer, de a poco, mientras el novillero se fajaba a trazar giros con la muleta y los pies bien plantados en la arena. “Dejar huella, marcharse entre aplausos -envejecer, morir-, eran tan sólo las dimensiones del teatro”.

En el burladero, Cristopher Fourcart, que saludó tras banderillear con belleza a Lanzallamas -el tercero de la tarde-, aguardaba tras las tablas, listo para echar un capote, ese gesto que marca la diferencia entre un hombre muerto y otro vivo.  De berenjena y azabache, el banderillero arrojó en el aire instrucciones que se abrían paso con la fuerza de los deseos. O al menos él los pronunciaba con la electricidad de las buenas intenciones. “Sácale el pecho. Eso, eso. Así, así, así. Muy de verdad, muy de verdad. Izquierda, izquierda. Es noble. Te va a dejar”.

Burlardero. Las Ventas. Domingo 12 de junio de 2016. Foto: Karina Sainz Borgo
No resultaba fácil saber si Rafael Serna podía escuchar al banderillero de su cuadrilla. Sin embargo, de tan fuertes en el ímpetu, las palabras de Fourcart sonaban como letanías, ese soniquete en el que alabanza y plegaria se confunden. A cada muletazo, acompasado con el aire que levantaba la tarde, Fourcart inauguraba una nueva instrucción. “Sácale pecho. Así, así. Muy de vedad. Eso, eso. Muy de verdad”.  Su retahíla hacía lo que las banderillas bien puestas: sujetar, doblar al más bronco, aplacar una fuerza que proviene de un mundo remoto.  La ruleta rusa de quienes visten de oro o plata.

De berenjena y azabache, Fourcart arrojó en el aire instrucciones que se abrían paso con la fuerza de los deseos.

Muy de verdad. Escucho. Muy de verdad. El viento soplaba, acaso dando la razón a esa frase gramaticalmente imposible, una que no podría existir en la RAE pero sí en el ruedo. La verdad, en este caso la mucha verdad, ocurría como el raro milagro de una tarde que prometía costurones en nombre de lo cierto, de lo auténtico. En dos platos: la mucha verdad, servida con sudor, humor y locura –la que hace falta para lidiar una bestia de casi media tonelada-.

Sentada en la fila uno del tenido nueve, apunté las frases del banderillero  como quien no quiere perderse nada. Ya lo he dicho: en mi mundo, la gente no sangra, al menos no así, no con el olor metálico de los que ofrecen su vida a cambio de otra. ¿Puede ser La Verdad mucho más de lo que es? ¿Puede acaso ser muy verdadera? Sí, puede.  

Entrando a matar, el pitón se hundió en la pierna de Serna. Como quien se palpa al recibir un balazo, el novillero se llevó la mano al muslo, que comenzó a sangrar con la exageración de una fuente rota. Manaba con fuerza: un chorretón oscuro, casi borgoña. Transcurrieron apenas segundos cuando el banderillero, Fourcart, saltó al albero para llevarse en volandas a Serna rumbo a la enfermería.

Rafael Serna sufrió una cornada en el sexto. Fotografía: Cultoro.com 

Aquel domingo, Serna fue operado dos veces, la primera en la plaza y la segunda,  de madrugada, en el Hospital. La trayectoria de la cogida ocasionó lesiones graves en la femoral y la safena. Si no murió fue por milímetros o porque la mucha verdad así lo quiso. Ocho días después de aquella tarde, Serna aguarda en la habitación 233 hasta que el equipo dé el alta médica. En el ala de los renacidos, la paciencia es una urticaria, una penitencia, un trámite molesto para los que solo desean una cosa: volver al ruedo. Eso piensan los matadores mientras se comen un postre con la gula de los niños que aun son.  

Coces en el aire

Un mes antes de la tarde carnicera del 12 de junio, en la séptima de San Isidro, un hombre regresaba a su segunda corrida como matador en Las Ventas. Sí, la segunda, justo seis meses después de tomar la alternativa en la Feria de Otoño. Desde entonces, Gonzalo Caballero se había mostrado poco en los ruedos. Por eso reapareció de aquella forma,  como si hubiese acumulado en todo aquel tiempo las muchas verónicas y lances no prodigados. Movimientos guardados, urgentes… Así, como los largos besos que alguien desea fundir de un  corrientazo.

Gonzalo Caballero hizo el paseíllo de canela y oro: el  cuerpo entero convertido en una exclamación

Ese día, el 12 de mayo, Gonzalo Caballero hizo el paseíllo de canela y oro: el  cuerpo entero convertido en una exclamación; la musculatura como una coreografía por estrenar, esa que se cuece en las heridas que están por llegar. Aquel día, los versos de Gil de Biedma –sí, aquellos- se prendían al vestido de Caballero como lentejuelas. “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde -como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”.

Gonzalo Caballero, fotografiado por Juan Pelegrín (Las Ventas)

Lo de venir a darlo todo no siempre es un latiguillo, sino el mismísimo látigo de Truman Capote en Música para Camaleones: aquello que Dios reparte con los dones para que quien los posee no olvide jamás que vencer exige atizarse. Así llegó Caballero a su primer toro: elegante y enajenado, chulo e invencible, más torero que cualquier otro de los que ha salido a hombros de Las Ventas hoy.  Los que saben de toros dijeron, durante casi todo San Isidro, que los animales de la feria tenían poca fuerza y bravura, que se trataba acaso de ovejas resabiadas; animales sin trapío, ya estocados incluso con el lomo perfecto sin pinchazos ni picas. Astados sin belleza, decían. Eso no soy capaz de verlo. No así. Acaso por eso mi libreta y yo nos damos ánimos. En sus páginas apunto cosas que comprobaré más adelante. Pero una cosa sí sé: puedo oler a distancia el sudor de los que, aun temiendo, se plantan en la arena.

Aquello de  que Dios reparte con los dones un látigo, para que quien los posee no olvide jamás que vencer exige atizarse

En el tercero de la tarde del 12 de mayo, el primer toro de Caballero, la grada se prodigaba entre el ¡Ay! y el ¡Ole! El aplauso convertido en vértigo, en puro asombro ante la forma hermosa que adquieren ciertas modalidades de la locura. El látigo lacerando al don para subrayar que la gracia se recibe a la vez que se forja. Caballero lo quería todo. A cambio, debía dejarlo todo. Y así fue. AL entrar a matar,  pasó lo que pasó: el toro, de la ganadería de El Ventorrillo, tiró un derrote seco y prendió al torero por la cara interna del muslo izquierdo, lanzándolo por los aires y pasándolo de pitón a pitón.


Otra vez la pierna hecha un guiñapo, el diestro se resistió. La cuadrilla intentó llevárselo a la enfermería. El muchacho no se dejó. Como una bestia, dio coces en el aire. Tenía que matar. Y así fue. Después de zafarse, de puro cabreo, Caballero cogió la espada, otra vez. Verlo matar, bien colocado, con la pequeña corbata prieta en el muslo rojo, ha sido la forma más humana que jamás he visto del látigo de Capote. Mató, claro, y de ahí directo al Hospital.

Pienso en estas cosas una tarde del 19 de junio, cuando observo a Caballero salir por la puerta grande junto a David Mora, en Torrejón de Ardoz. Uno tiene 24 años, el otro 35. Los separa una década: pero todavía más los varetazos y costurones que se producen en el tiempo que uno ha vivido y que el otro está por vivir. Ha de ser lo que decía Fourcart. La mucha verdad, aquello desconocido que mantiene de pie a quienes podrían doblar. Quién sabe cómo. Quién sabe de qué forma.  Es la mucha verdad, haciéndose ver.