
“Giran a muerte, a besos, se los traga un tiempo y los devuelve a gritos. ¿En qué rincón de esta casa/ los escondes? Los malditos, los pájaros ciegos, /los recuerdos”
Alejandro Aura
Me gustaría ver al
maestro Monsiváis regresar al mundo de los vivos, o al menos, a este compartimento de la vida que transcurre entre porreros; curiosos;
okupas; artistas y pseudo artistas; gente que parece normal, pero también paseadores de perros, burócratas del anarcosindicalismo y
adelitas.

De pie
frente al altar que Rosalinda ha hecho esta noche -hoy es 2 de noviembre- en honor a Carlos Monsiváis, un chico con
dreads y mochila fuma y come un bocadillo de chorizo. Dice no haber ido jamás a un cementerio, pero lo que tiene en frente ha de parecerle lo suficientemente
místico, porque avisa a los que están a su alrededor que va a
hablar un rato con el espíritu de su abuelo.
Mientras tanto, yo examino la página completa que le dedicó
El País a Carlos Monsiváis el día de su muerte, y que
Rosalinda, una mujer de ojos verdes y gruesa trenza de cabello oscuro, ha encolado sobre una tabla de madera color violeta que se alza sobre una manada de gatos, flores y calabazas.
Veo a Monsiváis. A veces silueteado en punta roma, otras cual reliquia. Me adelanto, me acerco. Lo miro, otra vez, y se me hace un prócer escayolado, el
camafeo triste de un espejo de alcoba, una manualidad afectiva en el velador de una casa antigua. Las dos, Rosalinda y yo, fumamos en exceso. Platicamos. Primero sobre su altar -uno de los tres que ha traído para esta noche-, después sobre otras cosas.
Rosalinda tiene las manos maltratadas; manazas de dedos grandes vestidos con gruesos anillos de plata.
Hace mucho tiempo tuvo un restaurante, un esposo y una hermana, pero nada de eso existe ya. Lleva aquí en España más de 20 años. Primero en Madrid, ahora en Alcalá de Henares. “Fui la primera en montar estos Altares aquí”.

Rosalinda no necesita volver al D.F, dice. Adonde va, lleva consigo su patria de
muertos dulces y vivos perpetuos. “Esto es mi México”, dice extendiendo los brazos hacia las flores de papel y los platos llenos de
calabaza tacha, frijoles, maíz y arroz. Nos rodean enormes tallas de gatos -Monsiváis vivía rodeado de felinos-. En los entrepisos del altar -los altares mexicanos pueden tener hasta siete niveles- hay diminutos siameses de plástico y cerámica. Alrededor, catrinas y flores de
cempasúchil, que es como llaman a las flores de los muertos en
náhualt.
Doy un trago a mi Coronita y sigo el recorrido por la
Noche de los Muertos, que por
tercer año consecutivo organiza
La Casa de Zacatecas en Madrid. Es la primera vez que vengo a una. Han escogido esta vez como sede La Tabacalera, un centro autogestionado en el barrio de Embajadores. Y creo que han dado en el clavo -los organizadores, no
los tabacaleros-. Nada mejor que el esqueleto de un edificio como este para ensayar estos pequeños rascacielos de difuntos.

No he terminado aún de dar una zancada sobre las velas del altar de Rosalinda cuando me topo con una
alfombra compacta de caramelos en cuyo centro alguien ha colocado un portarretrato verde lima con la foto del actor canadiense
John Candy. Un niño duda entre coger un caramelo o darse a la fuga con una vela, y una pareja de adultos contempla el asunto sin estar muy seguros sobre si se trata de algo serio o de un
saboteo místico.
Y he allí lo que
Natalia Figueroa,
Nella Franco y
Ana Belén García Mula lograron, por un momento, con su magnífico felpudo de golosinas: quitarle a la muerte su autoritaria solemnidad. Haciéndose las invisibles, estas artistas -una colombiana, venezolana y española- se mantuvieron al margen de la situación y dejaron que su propuesta actuara sola a través de un elemento tan sencillo como arriesgado, el humor como
mecanismo sentimental.

En el altar a John Candy, una brevísima y minúscula cartela explica al espectador cuántos sufrimientos padeció el actor a causa de su sobrepeso. Y lo que parecía justamente el rasgo por el que se le atribuían aquellos papeles bonachones y entrañables era, en realidad, motivo de angustia y vergüenza. Hecha la referencia, el espectador es invitado a agacharse, coger un caramelo (
Candy) y oficiar el gesto como una reverencia.

Todo esto, los caramelos en el suelo, el agacharse, la situación de detenerse... es una propuesta lo suficientemente vistosa, que logra
deletrear la estética del altar centroamericano pero con la dosis necesaria de sencillez e ingenio para separarse del conjunto que lo rodea. Con esta propuesta, Natalia Figueroa, Nella Franco y Ana Belén García Mula se desmarcan incluso, de
Anónimo, otro altar -mucho más convencional- que presentan en esta edición y que apuesta por el discurso convencional y de la proposición espacial de la instalación clásica, dentro de una retórica más sobria.

Con medios completamente distintos
Ulises Culebro cambió el guión. Participante también en ediciones anteriores de la Noche de los Muertos, Culebro planteó un dibujo impecable, basado en la repetición de personajes que terminan reduciéndose a la silueta, a un perfil -el rostro, el cráneo, el individuo- en sus distintas variaciones: el perfil, la máscara, el retrato, el manchón... como una especie de serie sobre un mismo motivo, el retratado. Una especie de alfabeto donde
cada individuo es, a la vez,
signo y desvanecimiento.

En principio, me explica
Andrés del Collado, el altar mexicano posee 4 elementos fundamentales:
el agua, que representa el ciclo de la vida; el
fuego;
la tierra y el
viento. La mayoría de los altares por los que me paseo esta noche respetan esta constante que en el altar de Collado se me hace especialmente poderosa, no sé si por
su blanca y piramidal ascensión; si por ese algo pictórico que tiene su altar o si se trata más bien del árbol que trenza vida y muerte en un viaje vertical que comienza en
césped artificial y termina en algodón de
primeros auxilios.Doy casi ya por terminada mi noche, mi Coronita y mi recorrido cuando un folio prendido en un tendedero me detiene. En realidad no es un folio, son tres. Están impresos en papeles de colores y llevan por títulos la palabra tambor numerada. Leo el primero.
Tambor interno 13. Leo.
"No soy yo este que te habla/ sino este, todo, que te besa;/ este,/ prendido, en vuelo,/ de tu cuerpo./ Este soy/ que, artesano de tu cuerpo,/ atónito enmudece”.
Paso al siguiente.
“Que venga y que te bese,/ que haga en tus ojos remolinos/ y en tu vientre/ remolinos de espuma./ Yo voy a estarme quieto./ Qué honda es la garganta de la muerte”. Me queda uno, sólo uno, el tercer y último folio, Tambor interno 15. “Giran./ a muerte,/ a besos,/ se los traga un tiempo / y los devuelve a gritos./ ¿En qué rincón de esta casa/ los escondes? / Los malditos, / los pájaros ciegos, /los recuerdos”. Los tres poemas están firmados por
Alejandro Aura, un nombre que escribo rápidamente en mi Moleskine junto a la rápida y tosca transcripción del
Tambor interno 14.
No me enteraré de que lo que acabo de leer fue escrito en medio de una quimioterapia hasta que
Estibaliz Bravo, autora de este altar , me cuente que Aura, este ensayista, poeta y dramaturgo mexicano murió hace poco, en 2008, a causa de un cáncer de pulmón.
Los tambores, los que acabo de leer, fueron escritos por Alejandro Aura justamente en los días de tratamiento contra el cáncer del pulmón que ahora le trepa a este altar y que fueron recogidos en un
blog que mantuvo prácticamente hasta el final de sus días.Escucho la historia como los bobos y los impuntuales, con la boca abierta.

Aún tengo en la mano mi botella de Coronita vacía y no sé qué hacer con ella. La gente entra y sale. Mira las catrinas con la fascinación de quien encuentra un objeto exótico. Repaso el Tambor 14. “Qué honda es la garganta de la muerte”. Me doy la vuelta. Sigue de pie el árbol de neón, como un reclamo santo o una pirámide médica.
Finalmente, el niño que dudaba entre las golosinas y las velas se ha llevado todas las velas del altar.
John Candy se ha quedado sin luces. Miro mi botella vacía de Coronita. Ha de ser que todavía estoy esperando a que venga Monsiváis para levantar el altar por la sociedad civil en la que, pienso ahora, creyó demasiado.

Doy un par de vueltas. No sé porqué no logro reunir el valor para preguntarle a Rosalinda cómo se apellida, siento que no viene a cuento, que es anecdótico, que en una mujer con sus ojos un apellido no tiene espacio... Revoloteo por lo altares, me asombro del bigote montaraz de Zapata y del olor dulzón que adquieren las flores cerca de los velones. Finalmente, enciendo un cigarrillo y me quedo, de pie, enamorada -a solas- de un tamborcito impar y quizás, porqué no, de una catrina.