sábado, 23 de febrero de 2008

Ejercicio de memoria para un seminario de novela




La última persona que vio a Jorge Ibrahím Tortoza Cruz con vida sólo empujó el percutor. Ese día, él no vestía el traje de chaqueta de siempre. Llevaba puesto un chaleco negro. El reportero gráfico de sucesos del diario 2001 fotografiaba al cadáver de Jesús Orlando Arellano cuando una bala se incrustó en su cabeza. Su cuerpo quedó en la avenida Baralt, en la esquina de la Pedrera, a tres metros de la esquina noreste y dos de la acera.

El 11 de abril del año 2002, tercera jornada del paro cívico nacional convocado por la Confederación de Trabajadores de Venezuela y Fedecámaras, el día de la marcha al Palacio de Miraflores para solicitar la renuncia del Presidente Chávez a su cargo, El Gallo –así solían llamarle, por su parecido con Tito Rojas- no volvió a casa, tampoco a la redacción. Quedó tendido en la acera; él y 18 más.

“El 11 de abril no ha terminado aún”. Después de ese día, Henry Solórzano abandonó el reporterismo duro para montar una empresa de fotografía de turismo. “Al verlo en el suelo pensé: no es posible, Tortoza tenía 15 años haciendo fotos y, ahora que está muerto, se la tenemos que hacer a él. Nunca la pude hacer, y nunca la hice”. Como su fecha, ésta es una muerte que no ha terminado. Los últimos pasos de Jorge Tortoza, y también los de su asesino, aún están frescos. Demasiado, aún después de seis años.

I
El 11 de abril, el periódico El Nacional abrió su primera página con una gráfica de Alex Delgado. La foto retrataba a seis hombres que intentaban cargar una urna en medio de los disturbios que habían azotado la Avenida Francisco de Miranda. Enmarcada en una breve leyenda, la imagen parecía anunciar que la muerte venía en camino.

Durante los días anteriores, los reporteros de los medios privados habían sido objeto de repetidas –y para algunos premonitorias- agresiones. Johan Merchán, periodista de Televen, había sido amenazado con una navaja el 9 de abril, en la Asamblea Nacional, y el 10 de abril, en los disturbios en la Francisco de Miranda, a la altura de Petare, Tortoza fue golpeado por un funcionario de PoliSucre en la boca del estómago.

“En esos días las cosas estaban candela, en especial con la prensa”. Gustavo Rodríguez, periodista de sucesos de El Universal, bebe un whisky fluorescente en una tasca de Parque Carabobo y da un jalón hondo al cigarro. Habla como un comisario. Tiene el mismo recelo de cualquier funcionario policial. No le gusto. “Decían que había que estar mosca, que los tipos estaban preparados, que se habían pintado porque iba a haber enfrentamiento. Pero muchos de nosotros esperábamos piedras, palos y golpes, nunca esa plomamentazón que hubo”.

Carlos Ramírez, reportero gráfico de Últimas Noticias, piensa ahora que la muerte del “compadre” Tortoza pudo haber sido también la de él. Sentían el roce de las balas, dice. “Era como un silbido cerquita de la oreja. ¿Sabes qué? Toda persona que tenía una cámara representaba una amenaza, ibas a reflejar lo que estaba pasando. Yo creo que a muchos compañeros los hirieron porque se dieron cuenta que estaban tomando gráficas”.

Según la Agenda de Seguridad Nacional, el año 2002 y parte del 2003 deshojan su calendario con un saldo de violencia política de 52 muertos, 243 agresiones físicas, 792 heridos entre armas blancas y de fuego, y 115 atentados contra canales de televisión, sedes de la Iglesia y partidos políticos, una una estadística en la cual los camarógrafos, reporteros y periodistas desfilaban con promedio de 6 a 8 ataques por mes.

“Mira, yo te voy a decir algo, Tortoza era chavista... Era chavista”, los puntos suspensivos de Papelón –como solía llamarle Jorge Tortoza a Henry Solórzano- hacen lo suyo. Él prefiere no admitirlo, pero sabe que los pistoleros “afectos al gobierno” –así les dice- fueron, porqué no, los que mataron a Tortoza.El 11 de abril, a las 3:45 pm (hora en que ya habían caído heridas cinco personas en la avenida Baralt), en cadena nacional de radio y televisión, Hugo Chávez sostenía una taza de café mientras le hablaba a sus seguidores, “los que oraban a las afueras de palacio” , así les llamó mientras descargaban sus cacerinas en Puente Llaguno.

Entre los “defensores de la revolución” –así les llamaron- estaba un hombre de gorra amarilla y pantalón negro. Su fotografía aparece en el expediente de Jorge Tortoza como uno de los principales sospechosos. En algunas de las fotos publicadas en la prensa, específicamente en el diario El Universal, se le ve subiendo desde la esquina de Pedrera en dirección Muñoz, dejando atrás un pequeño kiosco de prensa desde el cual, se supone, pudo haber disparado.

II
Cerca del mediodía, la reportera de sucesos Jenny Oropeza y Jorge Tortoza caminaban por la avenida Urdaneta. Trabajaban juntos desde hacía ocho años, así que la marcha sería una más de las tantas noticias que les había tocado cubrir. Cuenta Jenny Oropeza que desde la esquina de La Pelota hasta Ibarra había dos cordones de la Policía Metropolitana; en Punceres, otro de la Guardia Nacional. De allí hacia arriba, aclara la reportera, los afectos al oficialismo se desplazaban en grupos motorizados o a pie, armados con palos, piedras y botellas mientras gritaban: “¡No pasarán, no pasarán!”. Para ese momento, la Policía Metropolitana intentaba detener la marcha en la Avenida Bolívar,por unos disparos del grupo chavista M-28 a la altura de la UCV.

“Yo cargaba un pantalón con una bandera de Estados Unidos pintada, y cuando veo a las personas marcadas con pintura roja, con palos, botellas y hombres rompiendo desaforadamente el piso con cabillas dije: ‘Ay Tortoza, yo tengo esta bandera, nos van a crucificar’, entonces él me dijo ‘Cómprate un cochino!’”, Jenny Oropeza traduce, Tortoza le hizo saber que no quedaba más remedio. En jerga de comisaría le decía algo obvio: tocaba continuar. Al cabo de una hora se separaron. Oropeza se marchó a la sede del diario y Tortoza siguió su camino hasta El Calvario con el fotógrafo Henry Solórzano.

Luego de pasar aproximadamente media hora en el Puente República, El Gallo y Papelón se dirigieron a la avenida Baralt. “Tortoza estaba exactamente en el medio de la avenida, detrás de la ballena –el antimotín de la Policía Metropolitana-. Recuerdo que nos separamos un poco y yo le dije: ‘mosca Tortoza’. En cosas de segundos, desapareció”. Jorge Tortoza se dio la vuelta para fotografiar a Jesús Orlando Arellano, un hombre de franela gris y bandana negra que se desangraba a causa de un disparo por la espalda. Tortoza hizo una primera foto, dio un paso hacia atrás, hizo una segunda y se detuvo unos segundos durante los cuales alguien detonó la bala que terminaría incrustándose en el parietal izquierdo de su cabeza, con una trayectoria “ligeramente descendente”, según agrega el expediente. Malvina Pesate, una activista de Primero Justicia que comenzó a hacer señas al ver el hecho, recibió inmediatamente un disparo en el rostro.

Johan Merchán, reportero de Televen, uno de los primeros en llegar al sitio y auxiliar a Tortoza junto a los reporteros Fernando Sánchez, Gustavo Rodríguez y Henry Solórzano recuerda claramente haber visto a un pistolero cerca del lugar. “Un funcionario de la Policía Metropolitana nos decía que enfocáramos a un hombre que tenía una gorra amarilla. Mi camarógrafo lanzó la toma. El tipo iba subiendo, llevaba algo escondido en la parte de adelante. Se le veía como un revolver plateado. El funcionario de la PM nos decía ‘ese es el que está disparando’, pero en la cámara no quedó reflejado, porque justo el tipo se dio la vuelta y subió. Cuando vi que bajaba de nuevo, le dije a mi camarógrafo ‘enfócalo’, pero el sujeto se escondió detrás de un quiosco que está entre Muñoz y Pedrera (...) Yo no logré verlo disparando, fue la PM la que me dijo que ése era el tipo que estaba disparando”. Johan Merchán también cubría sucesos y se consideraba con la experticia suficiente para distinguir un revolver de una pistola.

El tipo de arma y también el calibre de la bala no fueron –ni son- datos inocentes. Tiempo después de que el entonces director de la morgue, Ely Durán, realizara la autopsia a Jorge Tortoza, determinando que el proyectil era de calibre 9mm, el Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) organizó una rueda de prensa para desmentir la versión; se trataba ahora de un calibre 38 blindado. Según las autoridades, la confusión era factible, pues ambas balas se parecen. Sin embargo, por la simple comparación, dicen los expertos en balística, puede observarse que un 38 blindado posee un revestimiento sobre el proyectil de cobre que no tiene el 9mm. Además, el casquillo del 38 blindado es más largo que el del 9mm, un arma de alta potencia y generalmente de uso militar.

Para algunos, el cambio de la bala no fue fortuito. Rafael Luna Noguera, reportero de sucesos de El Nacional, afirma que el calibre 38 es utilizado por la Policía Metropolitana. No sería extraño que se quisiera confundir y manipular las pruebas de una muerte emblemática –dice él- para atribuírsela al cuerpo policial adscrito a la Alcaldía Mayor. Alfredo Peña, entonces conocido opositor al régimen del presidente Chávez presidía la silla de la institución en esos días. “Además, a mí el jefe de la División Contra Homicidios del Cicpc César Hernández, me declaró extraoficialmente que Jorge Tortoza había sido asesinado con una 9mm”. Luna está molesto. Manotea al hablar.

“El experto Ely Durán tiene años como médico forense y yo no creo que él se pueda equivocar de esa manera, ese error lo puedo cometer yo, pero un experto es bastante difícil que lo haga”. Jenny Oropeza estuvo presente no sólo el día en que se le practicó la autopsia a Tortoza, también en las citaciones judiciales a las cuales tuvo que acudir a declarar por haber sido señalada como cómplice de los hermanos Márquez, los hijos del duseño del diario donde ella y Tortoza trabajan. Los Márquez fueron acusados de asesinar a Jorge Tortoza.

Debido a una denuncia realizada por Juan Barreto –en ese entonces diputado de la Asamblea Nacional- los hijos de Israel Márquez, el director del diario 2001, podrían haber asesinado a Tortoza como parte de una venganza. Los Márquez se encontraban en la marcha ese día. Al ver a Tortoza herido recogieron la cámara para evitar que se extraviara, fueron apresados en ese mismo instante por la Policía Metropolitana. A los dos días, ambos fueron liberados luego de que las pruebas del ATD demostraran que las armas que llevaban (ambas con porte legal) no habían sido utilizadas.

Israel Márquez recibió una llamada de uno de sus hijos a las 2:41 pm –así consta en el registro solicitado por la policía- para avisar que Tortoza había sido herido. Márquez habla como si esto fuese una rutina. Saca las factura del teléfono marcadas con resaltador amarillo. No soy la primera a la que le explica lo mismo. “Por Dios, ¿el director va a mandar a matar a unos de sus empleados con sus hijos? ¡Eso es ridículo! Mis hijos conocían a Tortoza como conocen a Simón Clemente. Ellos son pilotos, han volado por todo el país, estuvieron en el deslave de Vargas con Tortoza (...) Además, Tortoza nunca había tenido problemas con nadie, era un tipo muy callado, reservado, muy serio, recuerdo que siempre llevaba paltó y corbata para venir a trabajar, era una ley para él”.

Los hermanos de Jorge Tortoza apoyaron la versión de Barreto, e incluso fueron a la Asamblea Nacional a pedir justicia. Márquez no entiende, o entiende de más. “Ellos fueron al periódico a reclamar los haberes de Tortoza, pero alguien dijo que él tenía una hija y se presentó la mamá con la hija, una niña pequeña. Y allí comenzó el problema jurídico. La niña estaba registrada como hija. Pero los hermanos negaban a la niña y a la mujer”. Luego de la tempestad, los hermanos de Tortoza prefirieron guardar silencio. No aceptan entrevistas, salvo en contadas y oficiales ocasiones.

III
Jorge Tortoza recibió un disparo entre las 2:00 pm y las 2:30 pm. Anteriormente, en la esquina de Muñoz, cerca de la 1:50 pm, cayó herido un funcionario de la Disip, quien portaba un chaleco negro parecido al de los fotógrafos. Minutos más tarde, Jesús Orlando Arellano corrió la misma suerte; después de Jorge Tortoza, el tercer herido, le suceden Malvina Pesate y Jesús Capote. En el trayecto que va de la esquina de Pedrera a Muñoz, en la Avenida Baralt, entre las 1:30 pm y las 3:30 pm, habían caído desplomados los primeros cinco heridos.

Elianta Quintero, reportera de Venevisión grabó a cada uno de los abaleados. Su explicación es clara. Los pistoleros tuvieron fases de acción, dice. La primera se concentró en Pedrera. A medida que la Policía Metropolitana iba ganando terreno –me explicó con un dibujo choreto- los hombres armados se replegaron hacia Puente Llaguno, donde -dice ella- finalmente cobraron la mayor cantidad de víctimas. El centro de Caracas era un ajedrez, peones mal repartidos: de un lado, la Guardia Nacional, funcionarios de la Disip y los pistoleros;del otro, la Policía Matropolitana, que acompañana la custodia de la marcha desde la autopista. ¿Quién disparó contra Jorge Tortoza? El gobierno nunca dio una respuesta.

En esos minutos en que la cadena nacional del Presidente Hugo Chávez estaba a punto de comenzar, Jorge Tortoza era trasladado en una moto de Policía Metropolitana al Hospital Vargas. A su alrededor, desconcertado, el reportero gráfico de El Universal Fernando Sánchez hizo un alto para mirar al Gallo, por última vez, a través del lente de su cámara. “Tortoza estaba en el suelo. Comencé a gritar, desesperado. Allí hice la última foto. No podía, pero la tuve que hacer porque sabía que en el periódico me la iban a pedir”.

Papelón tiene razón. El 11 de abril no ha terminado.

martes, 5 de febrero de 2008

Catedral con Altagracia



Aún es navidad, pero sólo quedan algunos vendedores de pólvora. El resto ha ganado lo suficiente como para desmontar sus puestos hasta enero. La plaza está limpia, casi vacía –si se compara con un día normal. La catedral sigue tan joven como siempre: blanca, blanquísima, como un mediodía impreciso, como un barco puesto en boca de alguien más. Mi padre y yo no estamos apurados. Vinimos a esto. Justo a esto.

En medio de la plaza sigue El Libertador, anclado en su isla de cemento. Le miro con el mismo aburrimiento de hace unos años. Sólo que ahora, por alguna razón, siento odio al ver las patas de su caballo. Lo miro, lo desgajo, lo trituro como a un hueso. A mi alrededor la gente esquiva su islote. Ahí está el padre de una patria absurda que le endilga palomas, cagarrutas y dictadores.
Camino con ganas. Ansiosa de mirarlo todo, otra vez. Vuelvo a la edad de los zapatos pequeños y los paseos de los sábados. Mi padre y yo avanzamos por el corredor de velas viejas, banquetas vencidas y santos con ropas viejas, ese pasadizo que nos lleva al estómago frío y pobre de la catedral. Las capillas, los confesionarios, éste y aquel ventanal; la madre y la hermana de El Libertador cinco metros de mármol bajo tierra. Todo igual; mejor dicho, casi igual. El párroco celebra una misa despistada para unos pocos feligreses. En unos días será año nuevo. Pero eso no cambia nada. No cambia nada.

Me detengo alrededor de las cosas como si fueran nuevas. Vuelvo de visita a una enorme casa vieja, que cruje como una grieta conocida. Mi padre va por un lado, yo por el otro. Justo al final, detengo el paso ante La Última Cena de Michelena: la tela incompleta y perfecta; mitad trazo, mitad óleo; mitad esto y aquello; tan afrancesada como pueblerina; tan peregrina como inacabada. Me quedo el tiempo necesario para mirarla, para detallar el tiempo que se come las cosas y al Judas traidor que secretea frente a un plato de pan duro.

Miro lo que pasa, también lo que ha dejado de pasar. Atravieso esta relojería cívica sin cuerda en la que todo existe de otra forma. Afuera, en la plaza, ya no hay locos, tampoco ardillas ni predicadores. Abundan las pancartas, los saludos patrios y los rufianes; también los funcionarios, los policías. “Si hubiesen campesinos en los puestos clave, la revolución avanzaría”. Yo sólo me pregunto cuándo hubo campesinos, si con el general Gómez, en 1930, ya habían dejado de existir.

La falsa fachada de La Catedral enternece a cualquiera. Es un propósito, una pared de yeso con campanario. Estar aquí es como caminar entre fantasmas. Todo lo que la rodea ha cambiado de nombre o desaparece de a poco: el Congreso, abandonado a su propia suerte de animal muerto; el Palacio de las Academias –pienso en Joaquín Crespo dormitando durante los discursos de Guzmán Blanco-; Capitolio y su enjambre de buhoneros; más abajo, mucho más, la avenida Baralt, sus esquinas impunes y sus fechas patrias con francotiradores. Camino entre fantasmas, pero los fantasmas, a diferencia de la historia, ajustan cuentas a su manera.

Hoy las catacumbas no están abiertas al público. El museo Sacro tampoco. En unos días será año nuevo. Afuera, mi padre regatea unos lentes de plástico a una buhonera. Yo busco una réplica del santo Ismael y la Corte Malandra para llevarla conmigo de vuelta. Hay colas para conseguir leche. Todo se agolpa alrededor de una lata, de un kilo, de un paquete: uno, máximo dos por persona. Y mientras tanto a mí me da por buscar la talla de yeso que adoran los matones para que no les falle el tiro.
La calle es esa guerra escasa, cotidiana y familiar. Los edificios públicos, las nubes de fritanga, las alcabalas alrededor del Palacio de Gobierno, la propaganda, el insulto, la náusea, el dinero que se infla. Atravieso las calles de un país que intenta todos los días lo mismo: sobrevivir. En la avenida Bolívar el gobierno ha creado un paseo para los héroes: Pancho Villa, el Ché Guevara, Evita Perón.

En unos días será año nuevo. Declararán una ley de Amnistía. El Gobierno será compasivo con los fantasmas que ha creado. Hará una fiesta del perdón. Invitará y repartirá numeritos de suerte. Mi padre aún regatea unos lentes de plástico a una buhonera. Yo busco una réplica del santo Ismael y la Corte Malandra, como una turista que compra souvenirs en un cementerio.

Esta plaza, aquellos muertos. Todos ajustan cuentas con el silencio. Miro alrededor, barro los lugares con mis ojos miopes. Me hago una maleta imaginaria. Me deshago del frío. He vuelto a casa por vacaciones. Todo cruje como una grieta conocida en el estómago de una catedral pobre. He vuelto a casa. He vuelto a casa por vacaciones, pero eso no cambia nada. No cambia nada.