jueves, 16 de agosto de 2012

Ian Gibson: “España no sabe quién es, sino por qué hace caso a los hispanistas”


Puede que Ian Gibson sea el irlandés más andaluz que exista sobre la faz de la tierra. Su conversación, a veces coloquial y sincera como una verdad o una imprudencia, se mueve ágil por la historia española, el que ha sido su tema de estudio y su pasión desde que en 1971, en pleno franquismo, llegara a España para investigar el asesinato de Federico García Lorca, el poeta sobre el que ha escrito una de las biografías más completas que se han hecho hasta el momento.

Por Lorca vino a España y por Lorca se quedó. Gibson, quien durante muchos años ha vivido en Granada, se nacionalizó español en 1984. Ha hecho de España su pasión hasta convertirse en uno de los hispanistas más conocidos junto a autores como Paul Preston y Hugh Thomas. Recientemente, ha hecho una pausa en sus investigaciones sobre la Segunda República y el siglo XX español para mirar, esta vez, al siglo XIX. Y lo he hecho con La berlina de Prim, una novela sobre el asesinato del general Juan Prim i Prats, presidente del Poder Ejecutivo de España, asesinado el 27 de diciembre de 1870 en la calle del Turco de Madrid, hoy marqués de Cubas, en las cercanías del Congreso.

Gibson, reputado biógrafo también de Salvador Dalí y Antonio Machado, traslada al lector en esta novela a la efímera Primera República de 1873 con una historia detectivesca en la que el encargado de dar con las pistas del crimen será el joven periodista  Patrick Boyd, hijo ilegítimo de una española y de Robert Boyd, un irlandés que había apoyado y financiado a los liberales frente a Fernando VII y que murió fusilado en Málaga, en 1831, junto a Torrijos.

La historia discurre así entre personajes reales como Antonio María Orleans, duque de Montpensier, rico hacendado francés aspirante al trono de España, a quien Prim desplaza en favor de Amadeo I de Saboya, electo por el Parlamento; José Paul Angulo, diputado republicano federalista revolucionario o el general Serrano, regente tras la caída de Isabel II,  todos sospechosos del asesinato de Prim.

La berlina de Prim es una estampa de la España de finales del siglo XIX: aparecen en ella el Benito Pérez Galdós que comienza a escribir sus Episodios Nacionales o Antonio Machado Núñez, naturalista sevillano, abuelo de los poetas Antonio y Manuel Machado. Es la España de la constitución de 1869, aquella en la que se amplían las libertades de imprenta y se lee libremente a Voltaire y circulan  las ideas sobre el darwinismo y el liberalismo. Es sobre esta historia, y sobre los errores de esa Primera República que se repetirán más adelante en la segunda, el tema sobre el que Ian Gibson conversa la tarde de un jueves de verano, en la planta quinta de la editorial planeta, en el madrileño paseo de Recoletos.
De no haber sido por su mentor Gerald Brenan -enterrado en el cementerio británico de Málaga,  "un jardín botánico increíble", el mismo lugar donde yace Boyd- Gibson jamás habría escrito esta novela, dice.

 ¿Cuánto peso tiene Brenan en el hecho de que usted haya escrito este libro?
-Probablemente mucho más de lo que yo pensaba. Fui su amigo. He leído el Laberinto español. Hablamos mucho sobre España…
-Fue una coincidencia. España no deja de repetirse en su vida, una y otra vez.
-Totalmente. El encontrar la tumba de un irlandés que dio su vida, su dinero para ayudar a los españoles en su lucha contra un dictador, todo esto me interesaba mucho porque este Boyd conoció en Londres a Byron y a otros poetas y escritores liberales que querían ayudar a los españoles en su lucha contra la dictadura y evidentemente es un antecedente de esta España que se repite. Todo esto se juntó en mi mente y empecé a pensar si podía escribir algo.
-En España las biografías son complicadas, fíjese nada más usted lo que pasó con la entrada de Franco en el diccionario biográfico de la Real Academia.
-Aquí no hay biografías.  Sin biografías no conocemos bien un pueblo y es muy grave, porque una biografía bien hecha permite conocer al personaje interior, pero luego es también muy difícil porque en España no hay el material.
-¿A qué se refiere?
-Las familias destruyen los papeles que consideran comprometedores, no hay tanta correspondencia, tampoco existen los diarios privados… A ver, ¿qué español lleva un diario, apuntando todo lo que hace, si está en el bar hablando? El español está hablando siempre y no está apuntando. En España, no hay costumbre de llevar un diario en el sentido británico o alemán de la palabra, de modo que es difícil encontrar el material para describir una vida.
-Usted ha elegido al abuelo de los hermanos machado, Antonio Machado Núñez para que sea él quien diga que en España es “imposible el diálogo”, esto ocurre en contraposición al padre Francisco Mateo Gago Fernández, un cura retrógrado…
-¡Ese cura es un personaje histórico! ¡Existe! Una calle de Sevilla lleva su nombre. Es un antidarwinista feroz y furibundo y de hecho, tiene su lugar en el panteón sevillano de hombres ilustres, mientras Machado Núñez no tiene una calle con su nombre, esto en sí es sintomático. Gago era un cura furibundo que arremetía contra los protestantes por haber abierto templos en Sevilla. Cuando me di cuenta de quién era dije: tengo que incluirlo. Y eso que yo había inventado el cura retrógrado cuando tropecé con la referencia de este Gago. Aunque me critiquen, dije, lo voy a poner.
-El ropaje histórico de la novela es riquísimo, pero no perdamos de vista el asesinato. Revisó usted el sumario de la muerte de Prim… 50 tomos, ¿no?
-Bueno, son ochenta, pero están ilegibles, podridos. Estamos hablando de un magnicidio que cambió el rumbo de la historia del país. Esta es una situación caótica, porque necesitamos saber quién tramó el atentado: si fue el duque de Montpensier o el general Serrano. Si los documentos no están abiertos a los investigadores en condiciones respetuosas para poder investigar, ¿cómo hacemos? Eso demuestra amnesia, desinterés, abandono, incultura.
-En España, en ese caso, ¿cuál es la diferencia entre ser amnésico y querer ser amnésico?
-Diría que es más querer no saber. Aquí hay un problema de identidad. España no sabe quién es ni qué es; de lo contrario, ¿por qué hay tantos hispanistas a los que nos hacen caso? ¿Por qué me hacen caso a mí o a Paul Preston o Hugh Thomas como si por el hecho de ser de fuera supiéramos más? Eso en Francia es impensable, en Inglaterra es impensable.

Con ésta ya son cuatro las veces que la jefa de prensa interrumpe, con una amabilidad militar, la conversación con Gibson. Esta es la última de las cinco entrevistas que el británico ha tenido durante el día y está claro que la ultima pregunta es la que quedó por hacer. Son las seis de la tarde de un día sin pájaros y en la quinta planta del edificio Planeta un hombre mayor, de cabellos revueltos y palabras rizadas coge una pequeña bolsa estampada con la palabra Madrid en diferentes colores. Luce pequeño e indefenso el viejo bolso, lleno de libros y papeles, entre esas manos blancas y curtidas de gigante escritor viajero.

viernes, 10 de agosto de 2012

"Nunca he visto un periódico en blanco"


A las cinco de todas las tardes, nos reunimos alrededor de una mesa ovalada para hablar de los temas que llevaremos para el día siguiente. Las aperturas de la mañana, el editorial, los buscones –chascarrillos, políticos en su mayoría-. Nos reunimos los redactores de todas las secciones junto con el director, que preside la mesa sentando en el centro  con un cuaderno de  hojas cuadriculadas. Me quedo, casi siempre mirando su libreta largo rato, me recuerda a los antiguos cuadernos Caribe de las matemáticas de primer grado. Con un bolígrafo de tinta verde apunta el director unos temas. Con otro de tinta azul violeta apunta notas a esos temas. Con  tinta morada apunta los nombres de los redactores. 
Esta tarde, hablamos de este verano en el que no ocurre nada. “Por mucho que no pase nada, nunca podremos sacar un periódico en blanco”, dice  Fonseca, el redactor se sucesos y Tribunales. Aparecen chascarrillos por debajo de las patas de la mesa. El director está todavía ocupado, apuntando la fecha del día en su cuaderno de hojas cuadriculadas. Los chascarrillos continúan deslizándose. Yo hago croll con mi índice sobre la pantalla del iPad para acelerar el historial del twitter. Fonseca insiste con las páginas en blanco. Un redactor responde. “Yo jamás he visto un periódico con páginas en blanco”. Mi dedo se paraliza. Un bofetón me devuelve a un desayuno de infancia y algo me saca de mi autismo. “Yo sí”, respondo en una voz tan alta que hasta me arrepiento de mi tono. 
Recuerdo aquellos soles de febrero perfectamente. Eran amarillísimos y las ganas de salir al patio se acrecentaban a medida que mis padres nos prohibían salir a jugar, no fuera que una bala perdida se nos derritiera, bobalicona, por mala fortuna, en el cráneo. Hacía unos días,  una semana más o menos, un tanque de guerra había intentado tumbar las puertas del Palacio de Miraflores para derrocar el gobierno de Carlos Andres Pérez, presidente socialdemócrata, quien ya había tenido que enfrentar el paquete de medidas de ajuste impuesto por el Fondo Internacional Monetario, un estallido social a una semana de su toma de posesión y ahora un levantamiento militar –no sería el único-. Los rebeldes, comandados por el teniente coronel Hugo Chávez Frías, se habían rendido a las pocas horas de la intentona, aún así, el país vivió días de toque de queda, las garantías constitucionales habían quedado suspendidas y a la hora del desayuno llegaban a casa las principales cabeceras nacionales con páginas enteras en blanco, convenientemente editadas con níveos brochazos. En esos días aprendí el significado de varias palabras. Golpe de Estado fue una; censor fue otra. 
Todo esto me vino a la mente como una transfusión cuando mis compañeros de trabajo se me quedaron mirando después de aquella tajante y algo enloquecida afirmación. Lo mínimo que debía hacer era al menos dar una referencia coherente sobre dónde había visto yo páginas blancas, que no fueran las de una resma de papel. Como una Wikipedia averiada, me limité a decir: “Durante el primer intento de Golpe de Estado de Hugo Chávez, la prensa salía publicada con páginas en blanco. Por la suspensión de garantías constitucionales, hubo censores de prensa”. 
Se hizo un raro silencio. Como si hubiese confesado tener un padre estafador, un quinto dedo, una deformación de corazón o miles de pústulas en el rostro. Sólo el director, que ya había apuntado completa la fecha en su cuaderno de hojas cuadriculadas, afirmó: “He leído algo en estos días. Decía que las cosas en Venezuela estaban tan complicadas, que aún si Chávez perdiera las elecciones, los venezolanos que estaban fuera no volverían. ¿Es eso cierto?”. 
Lo que podía ser una pregunta hipotética, se hizo de pronto un artefacto de uso personal, un espejito espejito Y respondí, casi con la boca como un lanzallamas. “Sí, creo que es totalmente cierto, las cosas han empeorado muchísimo en 14 años”. Cinco minutos después, dábamos un repaso a la situación de qué escenarios estaban dando algunos informes acerca de la situación de los mercados y el BCE para después del verano y un eventual rescate a Italia.

miércoles, 8 de agosto de 2012

El story telling #cerradoporvacaciones


Madrid. Verano del año 2012. Un periodista mira su twitter en una redacción del extrarradio de Madrid. Actualiza el historial de mensajes mientras escucha la rueda de prensa de la portavoz del partido opositor. Se indigna la señora. El jefe de gobierno está de vacaciones. No muy lejos la verdad, pero en el Palacio de Gobierno, ahí justamente, no está. Acabose, exclama la portavoz, quien considera un signo de alarma que el presidente no permanezca vigilante en  la silla de su despacho.   El diferencial del bono español con respecto al bono alemán a diez años está ahora alrededor de los 538 puntos, casi cien menos que hace 15 días. Después de que el representante del Banco Central Europeo dijera que no haría nada por la economía española pero que garantizaría con su presencia que las cosas en Europa no se fueran al traste, la gente vive igual de mal, pero a los que mandan les parece que van  mejor. Por eso esta semana no se ha convocado consejo de ministros y la prima de riesgo ha dejado de subir. Todo esto es lo que ha ocurrido en estos días y son los motivos por los cuales la portavoz opositora concede una rueda de prensa en la que nadie hace preguntas, un lunes de verano, mientras un periodista mira su twitter en una redacción del extrarradio de Madrid.
Entre los mensajes que lee el periodista que actualiza su twitter está uno que firma un diputado del también partido opositor al que pertenece la portavoz que pierde los nervios por la vacaciones del jefe de gobierno. El diputado, que en sus tiempos de ocio pincha discos y escucha música indie, critica al partido de gobierno, al gabinete ministerial y sus medidas de ajuste y copia en uno de sus tweets un link a un reportaje del País acerca de la inconveniencia social de los recortes en sanidad. Remata su sesión de tweets el joven –porque es joven- congresista con otra velada crítica al tiempo que dedican ministros y, otra vez, el presidente de Gobierno, al esparcimiento en estos días de sagrado e intocable periodo estival español, grabado a sangre, fuego y fanta en el código genético de los continentes con cuatro estaciones, a pesar de las crisis de gobierno, del euro  y de la deuda.
Pensando el periodista que actualiza su twitter en una redacción del extrarradio de Madrid en una historia para publicar en una semana en la que poquísimas personas cogen el teléfono, justamente, porque casi toda la ciudad –y el país entero- está, como el presidente de Gobierno- veraneando, decide buscar en la agenda de su Smartphone el teléfono del diputado que hasta hace poco escribía mensajes, para solicitar un entrevista. ¡Helas! Lo tiene. Así que decide marcar. El número repica. Una vez. Dos. Tres veces. Salta la contestadora y deja un mensaje. A los 45 minutos. El joven diputado, visiblemente molesto, devuelve la llamada a la redacción. Pregunta quién le ha llamado. El periodista se identifica. Dice quién es y qué desea. El diputado, menos afable que en sus mensajes de microblogging, se explica. Está fuera de España. Está de vacaciones. No da más detalles. Es obvio que está molesto. Cuando el reportero se disculpa por interrumpir sus vacaciones y habla de llamarle más adelante, el diputado, le remite a su asistente. Bien, dice el periodista. Bien, dice el diputado.
El periodista cuelga, descorazonado. Ha perdido una historia para contar.

domingo, 5 de agosto de 2012

Un abuelo de 37 años

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De la vida me acuerdo, pero dónde está.
Jaime Gil de Biedma. De Senectute. 

Sé poco de la familia de mi padre. Sintonicé mal las historias de una guerra que, hasta hace unos años, me resultó remota y antigua; una guerra de la que quedaban pocos y silenciosos supervivientes. Ahora que puedo hacer preguntas, las respuestas no dan para mucho. 
De mis abuelos, supe que llegaron al Puerto de la Guaira después de una travesía de 20 días en un barco de vapor proveniente de Le Havre, durante  los años cuarenta; que fueron recibidos en un campo para  inmigrantes en El Trompillo; que consiguieron casa, trabajo y que, de ahí en adelante, no quisieron saber nada más de España hasta el día en que murieron. Eso es, a grandes rasgos, lo que sabía. Aunque en verdad sepa mucho más, lo verificable de mis recuerdos es eso.  Lo que me han contado ya es otra cosa.
Hace apenas unas semanas viajé a Santander, la ciudad donde nacieron y crecieron mis abuelos y de la que nunca supe mucho más excepto la forma de la que habían salido  hace  más de 70 años: levantándose de una mesa servida, lista para una cena que no llegaron a probar. Les había tocado escapar en la avanzada de una guerra donde la República perdía terreno. 
Al recorrer Santander resolví  el acertijo acerca de porqué mi abuelo  se había dedicado al mar. Caminándola, entendí la razón por la cual en una ciudad como ésa no había muchas opciones. Aquel que no pertenecía a la burguesía  que dejaba pasar los veranos entre un baño de ola y otro, tenía que conseguir acomodo en otro lugar, y como no fuera en la naval de Reinosa, el Puerto de Santander era al sitio para trabajar; de ahí que mi abuelo fuera  maquinista y que, al llegar a Venezuela, eso le hubiese permitido conseguir empleo en la construcción del ferrocarril.
Un sábado por la tarde, en la Bahía de Santander, dando un paseo por Puerto Chico, mi madre me respondió  algunas preguntas que le hice acerca de mi abuelo. Una de ellas, sobre la edad que él tenía cuando llegó a Venezuela. Serían casi las siete de la tarde. Hacía un sol bobo con brisa fresca y las dos comenzábamos a sentir algo de frío. Mi abuelo había llegado a Venezuela con mi abuela; mi padre, que había nacido en Barcelona en 1938- era el mayor de todos-; y sus dos hermanos, que habían nacido en Pessac. Él tenía 37 años.
Cuando mi madre me dijo la edad, tuve que pedirle que me la repitiera. Se equivocaba ella o yo escuchaba mal, pensé. 37 años, un matrimonio, tres hijos, un exilio -forzoso o impuesto, como fuera-, una posguerra, la necesidad de reinventarse a como diera lugar, la obligación de trasladar todavía a toda una familia que permanecía al Sur de Francia sin posibilidad de volver a España.
Daba vueltas a todas estas cosas mientras pensaba, tonta o acertadamente, en la diáspora que ahora –a la inversa- practicamos mis hermanos y yo. Y no sabía si abofetearme o quedarme callada mirándome los pies. Como el viento continuaba soplando y yo apenas llevaba un fular, me concentré en el frío y no hice mayores aspavientos. Es mejor morirse de frío que sentirse imbécil. Miré el agua que se empozaba sin espuma en las escaleras del puerto. No vi ni un solo cangrejo, tan solo botes amarrados meciéndose con el viento manso del verano.