Nadie regresa vivo de una promesa rota. Acaso porque en todo incumplimiento hay una muerte. La de quienes fuimos mientras creímos. El lugar al que van a parar los deseos, tiroteados por la verdad: las personas que no fueron o las que no llegamos a ser; los países y los hogares que se derrumbaron. La vida, como los puertos y los barcos, despide. Concede destino, pero antes obliga a morir. Y ésta, como toda historia de amor, es también una historia de fantasmas (*).
La vida, como los puertos y los barcos, despide. Concede destino, pero antes obliga a morir
Madama Butterfly
es la primera ópera que conservo en mi memoria. Mi madre la escuchaba en su
habitación, a un volumen exagerado. Nunca entendí ese gesto ruidoso, que en
nada tenía que ver con su tendencia al silencio. Me tomó años comprenderlo: hacerlo
le concedía libertad. Como si en cada uno de los tres actos, mi madre levantara
una república, un territorio propio: nudo y desenlace de sí misma. Madama Butterfly fue, también, la primera ópera que vi y
la primera que compré cuando me fui definitivamente de casa. Todavía la
conservo. Es una grabación de la Callas con la orquesta y el coro de La Scala.
Desde entonces me acompaña, soplando con su fuerza ese mar sin viento. Cumplir
años, transformarse, es también una forma de desengaño. Un barco de guerra,
atracando.
Y aunque hemos visto juntas muchas óperas, Madame Butterfly no volvió a reunirnos en un patio de butacas desde entonces
Veinte años separan la primera función de Butterfly a la que
me llevó mi madre y ésta a la que acudimos en el Teatro Real. Y aunque hemos
visto juntas muchas óperas, Madame
Butterfly no volvió a reunirnos en un patio de butacas desde entonces -quizá intenté rebelarme de aquel apresto, no sé-. Entre
aquella y ésta, en la que la soprano Ermonela Jaho se despelleja y nos
despelleja con su voz, se reúnen las muchas versiones que mi madre y yo hemos
sido al escuchar la ópera de Puccini. Si de algo sabe la Jaho es de dejar de
países atrás. Acaso por eso nos reunimos, las tres, en el país que funda su voz. Cuando mi madre me llevó a
ver Madama Butterfly por primera vez,
parecía que las cosas durarían
para siempre. Y no fue así. Se esfumaron muchas, entre ellas el imponente telón
de Jesús Soto que desapareció del Teresa Carreño; de la misma forma en que lo
hizo el país que construyó aquel teatro. Pero, ya se sabe, la vida incumple.
A medida que me he hecho mayor, he comprendido la ópera de Puccini como una historia de amor y poder; ambas, a su manera, formas sometimiento
Comprendo la ópera de
Puccini como una historia de amor y poder; ambas, a su manera, formas
sometimiento. Ambientada en el conflicto colonial de finales del siglo XIX
entre Estados Unidos y Japón, la historia de ese avasallamiento toma forma en
una tragedia protagonizada por Pinkerton, un oficial de la marina americana
destinado en Nagasaki, y Cio-Cio-San, una hija de un samurai que cometió seppuku.
La orfandad la obligó a abrirse paso como geisha. Gracias a las leyes matrimoniales japonesas -el abandono equivalía al divorcio-, Pinkerton
enamora y toma por mujer a Cio-Cio-San en una boda arreglada. La joven
quinceañera asiste convencida de que el enlace durará para siempre. E incluso,
para ser una buena esposa americana, renuncia a la fe de sus ancestros, aunque
eso le valga ser repudiada.
Todo va a salir mal y lo sabemos. Nos lo dice el coro. Nos lo dice ese dúo del primer acto –Vogliatemi bene-, que aun me resulta bello por terrible
Todo va a salir mal y lo sabemos. Nos lo dice el coro. Nos
lo dice ese dúo del primer acto –Vogliatemi
bene-, que aun me resulta bello por terrible. Ese momento en el que se
superponen en direcciones opuestas dos voces, dos sentimientos : el de una
joven que más que declarar amor lo suplica y el de Pinkerton, que insiste en la
urgencia de poseer. El tiempo transcurre. Pinkerton se marcha... y su larga ausencia marchita
las esperanzas a su paso. Vestida cual esposa americana, Butterfly aguarda. Cree, o
insiste en creer que él regresará.
Así se lo hace saber a la fiel Suzuki en Un bel dì vedremo; y de la manera más terrible: con la fe de los
que ya saben perdedores. Un bello día
veremos, levantarse un hilo de humo, en el extremo confín del mar, canta
Cio-Cio-San.
Lo hará escondida. Un poco por broma, y un poco, por no morir nada más verlo, dice la infeliz. Esperará oculta Cio-Cio San… ¿en cuál versión de su escarmiento?
En el confín... del mar. Así ha de aparecer la nave de Pinkerton; o al menos así confecciona
la japonesa su ensoñación. Ella, que se imagina escondida en lo alto de una
colina, esperará la llegada del teniente. Lo hará escondida. Un poco por broma, y un poco por no morir
nada más verlo, dice la infeliz. Esperará oculta Cio-Cio San… ¿en cuál
versión de su escarmiento? Todo esto
pasará, te lo aseguro, dice a Suzuki. Él volverá. Y sí: Pinkerton vuelve… con su esposa americana. La
japonesa, desengañada y madre de un hijo fruto de aquella noche que anunciaba
tragedia, decide renunciar a todo: porque lo ha perdido todo. Con honor muere quien no puede seguir
viviendo con honor. Comillas del libreto que separan la entrada y salida de
una espada.
Acaso por eso yo me estremezco en Un bel dì vedremo y ella en Con onor muore; porque sabe, mucho antes que yo, que la vida incumple
Para aquellos que enloquecen, que buscan el amor de alguien
más con la misma fuerza de quienes se despeñan detrás de una vocación o un
lugar mejor, todo incumplimiento es una muerte. Lo es. Así
como Cio-Cio San pierde a su hijo, Ermonela Jaho podría perder la voz. Es desde
ese dolor desde donde canta, dice ella en una entrevista la víspera de la última función. A la Jaho la llaman la nueva María Callas. Yo, en
realidad, veo a una mujer de ojos
enormes que lleva años intentando ser quien es: desde que salió de la Albania
comunista hace ya casi 20 años hasta hoy . Quizá por eso su voz riega ese lugar
al que van a parar las emociones cuando se apagan las luces en el patio de
butacas. Quizá por eso, nos escondemos ahí… un poco en broma, y un poco por no
morir, mi madre y yo. Reunidas en las versiones que hemos dejado atrás. Acaso
por eso yo me estremezco en Un bel dì vedremo y ella en Con onor muore; porque sabe, mucho antes
que yo, que la vida incumple. Y ésta, la que hemos venido a escuchar esta
noche, es también una historia de fantasmas. Las versiones de una y otra, caminando
de regreso hacia una casa, al otro lado del océano. Ese mar que concede
destino, no sin antes obligarnos a morir.
(*) Así tituló D.T Max su biografía de David Foster Wallace.
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