domingo, 6 de enero de 2013

Puerta 23

La sala 23 del aeropuerto está llena. En la pantalla central hecha para entretener a quienes esperan, una mujer hace vasijas de arcilla. Sus recipientes me distraen pero no me convencen.  En la misma pantalla, también un director de orquesta dirige un grupo de músicos  que interpretan mambos de Pérez Prado para una público que baila animoso –la música clásica puede ser guapachosa-. Luego, unos obreros controlan los botones grises de una aspiradora de copos de maíz. Cumplen el control de calidad, los copos y los botones. Hay más clips, pero sólo recuerdo esos. Juntos  hacen un bucle. Avanzan, se suceden, y vuelven a empezar. Una y otra vez. Con ésta, va la tercera ronda.  El tiempo en el aeropuerto, en cambio, se amelcocha. Tiendas llenas de baratijas que cuestan una fortuna. Cafeterías con comida que parece amarilla y vieja.
 En la sala 23 los mismos de siempre hacen las cosas de costumbre. Los que regresan a Madrid tras los días de vacaciones en el vuelo UX 072 repasan el repertorio. Los que parecen estar acostumbrándose a hablar de una manera al facturar la maleta y de otra al cruzar la taquilla de inmigración. Los que se van a morir del sueño con los pies apoyados sobre el equipaje de mano. Los que conferencian por teléfono, mis preferidos:  porque cuando llaman más de dos veces a un pasajero y no acude entonces van a retrasar el avión y  ahí sí te voy a llamar para que no te preocupes, ¿okey;  porque cuando hay paquetes muy compactos la Guardia Nacional cree que se trata de droga y te bajan a pista; porque una vez una señora llevaba harina de maíz y tuvo que bajar a dar explicaciones; porque cuando eres comunitario europeo no te corresponde la manutención de Cadivi; porque cuando llegue a Madrid voy a pasar por el consulado para preguntarlo todo y te aviso, ¿okey? Vale pues, Hablamos. Mitades de personas. El repertorio de siempre, sólo que esta vez relavado por el desuso. 
Llevo tiempo sin venir. Y estas ceremonias terminan por espantarme. Además estoy triste y el único problema que puedo gerenciar es el de la máquina de refrescos,  que se niega a darme una botella de líquido. Después de introducir dos billetes de diez –hace cinco años compraba un libro con eso-, acepto te en lugar de agua y me devuelvo a la silla en la que no quepo. Llevo dos bolsos; uno repleto de libros, otro lleno de cartones de cigarrillos libres de impuestos;  documentos, algunas libretas que llevo conmigo porque no puedo perder, con apuntes de entrevistas, anotaciones, ideas que no desarrollo, también el iPad al que no puedo conectarme y dos teléfonos inteligentes que no uso. 
Ya son casi las nueve y me comunico con mi hermana a través de un Nokia que me indica cuánto atasco le ha tocado desde el aeropuerto al que me ha llevado hace dos horas hasta a puerta de casa –puede que llegue en una hora más, cuando el trayecto normal dura 25 minutos-. Temo que la asalten en la autopista. Que le hagan algo. Normalmente temo, pero al venir, el miedo deja de ser un rumor y se hace insistente como las verdades. Miro hacia la pista. No veo nada. Intento leer el libro de Mirtha Rivero. Historias menudas de un país que ya no existe. En realidad releo la historia del Hombre a quien le salen bien las cuentas, poco después la de los dos pescadores nacidos en Margarita. El libro, aunque de tan remoto, me gusta y me saca el analfabeto que llevo dentro. 
Hace días que apenas y junto letras. Arrastro el peso de una a y la junto cerca de una consonante. Hago algo parecido a diarios que sólo yo voy a releer. Abandono de a poco la escritura, como quien renuncia a un afecto. Cargo pesos viejos esperando soltarlos en alguna parte. Mañana, cuando aterrice en Barajas, tendré que pensar si arrastro la maleta conmigo hasta casa en metro o si me echo el peso del país a cuestas de esta otra forma. Estará muy fresco el más cerquita y haré lo que estoy haciendo, ejecutando el gatillo loco de quien escribe para sangrar los días y sus noches. 
Miro a mi alrededor. No me siento parte de ninguno de estos grupos. No pertenezco al país del que me marcho, porque formaba parte del que dejé seis años atrás. Ha de ser por eso que el pasado tiene la forma de un país viejo, superado velozmente en el tiempo de los locos o los enfermos. En estos días ha de morirse el presidente. Está en La Habana. Conectado a lo que supongo, serán aparatos que lo mantienen a él respirando y al país ensayándose orfandades o tejiendo mortajas. Poco antes de irme, fui a la Plaza Bolívar para buscar a los que piden por la salud del presidente. No los encontré. También ,e metí en el tuiter para buscar a los que celebraban su muerte, y encontré muchísimos. Países como panes duros y yo con estos dientes tan blandos. En la tele abundan los comunicados oficiales y en la prensa escasea la información independiente. Los alimentos llevan sellos de calidad oficial y la gente quema el dinero  en cualquier mostrador comprando almohadas. Todo vale poco. La vida. Los billetes. La calma. Con quienes hablé sentí el tono de quienes resisten. En quienes vi cruzar la calle miré la indolencia de quien orina en medio de una mesa puesta. Entre ambas, encontré el ruido de las radios, llenas de música nueva; vi la tele, poblada de gente con ropa corta y ajustada; crucé calles vacías por navidades engañosas; toqué dinero de monopolio. 
Me moví en un país provisional que nunca da la campanada. Un país que ya no existe y cuya nueva versión no termina de entender la diferencia entre lo que dejó y lo que será, lo que vale de lo que deshecha. Lo que resiste de lo que arrasa. ¿De qué lado vamos a estar: de los que sobreviven o de los que eligen quiénes van a vivir? Alzo la vista hacia la pantalla del aeropuerto. Esta vez se repite el clip de la alfarera. Yo no tengo bando. Ni siquiera el de los provisionales. Yo no estoy de viaje. Ni siquiera regreso, porque el país del que me marché es anterior a éste. 
Contesto un mensaje de mi hermana. Me dice que todavía no llega  Catia. Cumplo con el miedo como mi único tributo en esta guerra de corazones. Mañana cuando llegue haré algo. Arrastraré mi maleta. Juntaré letras. Esperaré la muerte de un hombre conectado a una máquina. Temeré. Los amaré a todos en la distancia. Desearé lo mismo de siempre. Que vivamos todos en la misma ciudad. Que estos viajes no acaben de esta forma. Que el hilo no se me pierda a la hora de ensartarlo. Que de este costurero salga, al fin, algo bueno y que el bucle no descarrile. Esperaré, sin paciencia, a que el tiempo haga algo mejor a su paso. Esperaré. El avión no tarda en salir. Esperaré.