Dejémoslo en que perdí mi hogar; y punto. Aunque con él, perdí también los sueños y la capacidad para recordarlos.
Desde que crucé el mar, algo se hizo aire: las yeguas de pelo rojo que corren por la autopista y las doncellas colgadas en perchas de ropa desaparecieron; también las orugas nacaradas y las chicas con trenzas atadas al pasamanos de una escarela. Y si alguna vez volvieron a mis sueños, perdí la capacidad de relatar su presencia. Desde entonces duermo poco, y mal.
Ni el hogar ni los sueños, aunque sí los estadios, los trenes y los bares con libros marcados por servilletas. Nuevos y mejores hogares para el viajero que ahora soy. Pierdo y colecciono con la misma velocidad. En esa ruta, cada ciudad se ha convertido en abrazo, y aunque Barcelona casi me asfixia con su apretón marino, no había encontrado en ninguna el tufillo de los sueños, ese algo que no existe por más que lo parezca.
Casi ningún sitio de los que he visto desde que crucé el mar existe de esa forma combustible en la que todo se consume al tiempo que ocurre, y que, como los sueños, sólo permanece si alguien lo escribe en un papel. Supongo que los aturianos, destinatarios de esta carta, se preguntan por qué esta mujer les habla de vapores, yeguas rojas, montañas y sueños. Tienen razón.
Llegó la hora de dar un motivo.
En Asturias he vuelto al hogar que perdí al cruzar el mar. No es uno, ni el definitivo, pero sí el primero después de una larga abstinencia.Un lugar dónde pasar los días y volver a confiar en las ventanas. Porque algo en sus montañas recupera los sueños y apacigua las noches: los árboles y las carreteras que alguien cocina entre la niebla; los grillos de patas violinistas, o el río limpio, de piedras blancas, siempre a punto de mar.
Por eso, en el desaliño de las carreteras, me ha dado por silbar dulcemente, para ver si así regresan los sueños, de una buena vez y para siempre.