Te debo una, otra vez.
Un amigo, de esos que sacuden la risa y aguan el alma, me ha pedido ser valiente. Ha pedido pundonor y arrojo. Echa de menos el material del que, dice él, estoy hecha. Después de un par de días, he decidido hacerle caso.
Del armario he sacado los tacones con la cuña más alta que aún me quedan. Son zapatos gruesos, de charol rojo. Zapatos que uso para marcar el paso. Zapatos que visto para ahuyentar el frío y acomodarme como la planta que se fija a la tierra para no doblar su tallo.
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Con ellos, vistiéndolos y vistiéndome, me he puesto de pie frente al primer escalón de esta enorme y repentina casa. He mirado desde mi improvisada altura la distancia entre el suelo y mi corazón. Un vuelo sin motor recorrió la moqueta.
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Levanté la pierna derecha hasta apoyarla, completa, en el primer peldaño.El paso anterior al movimiento del pie izquierdo fue breve y eléctrico. Un escalón por encima del suelo. Un peldaño y diez centímetros de tacón desafiando la escalinata entera.
La siguiente elevación fue menos cobarde. Con ella fumigué y pisé las plagas que se trepan a los tobillos, esas amarguras que habitan armarios y jardines, ese lugar que ahora controlo desde mi altísima cuña.
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Estoy cinco peldaños y diez centímetros por encima del suelo. Pienso, de nuevo, en mi amigo que sacude la risa y ablanda el alma. Pienso en él. Firmemente.
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Es entonces cuando descalzo un pie, luego el otro. Mi corazón no se encarama a nada. Puedo seguir subiendo, con o sin la cuña roja de charol. Puedo, ahora sí, trepar esta plana escalera que de pronto, en sus palabras, ha perdido altura.
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Soy una mujer que camina descalza. Soy la que oye, a veces, el silencio.
Soy una mujer que camina descalza. Soy la que oye, a veces, el silencio.
Soy yo, pisando fuerte en mi propio nombre.