viernes, 28 de agosto de 2009

Lianta subiendo escaleras


Te debo una, otra vez.

Un amigo, de esos que sacuden la risa y aguan el alma, me ha pedido ser valiente. Ha pedido pundonor y arrojo. Echa de menos el material del que, dice él, estoy hecha. Después de un par de días, he decidido hacerle caso.

Del armario he sacado los tacones con la cuña más alta que aún me quedan. Son zapatos gruesos, de charol rojo. Zapatos que uso para marcar el paso. Zapatos que visto para ahuyentar el frío y acomodarme como la planta que se fija a la tierra para no doblar su tallo.
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Con ellos, vistiéndolos y vistiéndome, me he puesto de pie frente al primer escalón de esta enorme y repentina casa. He mirado desde mi improvisada altura la distancia entre el suelo y mi corazón. Un vuelo sin motor recorrió la moqueta.
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Levanté la pierna derecha hasta apoyarla, completa, en el primer peldaño.El paso anterior al movimiento del pie izquierdo fue breve y eléctrico. Un escalón por encima del suelo. Un peldaño y diez centímetros de tacón desafiando la escalinata entera.

La siguiente elevación fue menos cobarde. Con ella fumigué y pisé las plagas que se trepan a los tobillos, esas amarguras que habitan armarios y jardines, ese lugar que ahora controlo desde mi altísima cuña.
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Estoy cinco peldaños y diez centímetros por encima del suelo. Pienso, de nuevo, en mi amigo que sacude la risa y ablanda el alma. Pienso en él. Firmemente.
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Es entonces cuando descalzo un pie, luego el otro. Mi corazón no se encarama a nada. Puedo seguir subiendo, con o sin la cuña roja de charol. Puedo, ahora sí, trepar esta plana escalera que de pronto, en sus palabras, ha perdido altura.
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Soy una mujer que camina descalza. Soy la que oye, a veces, el silencio.
Soy yo, pisando fuerte en mi propio nombre.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Tres horas y 18 segundos



"Estábamos, señores, en provincias
o en la periferia, como dicen,
incomprensiblemente desnacidos"
José Ángel Valente. Tiempo de guerra

Dejé todo, he traído una alianza y poco más de 40 libros. El resto siguió en su sitio. Desde entonces visto un reloj que marca, eterna y puntualmente, las tres y dieciocho segundos. No es mío. Me lo han prestado por unos días.

Tres horas y dieciocho segundos. Los de una tarde, o una madrugada, que podría ser cualquiera de las que han ocurrido antes. Cualquiera de las que he perdido desde mi muñeca. Un café a solas. Dos caladas de más. El sol rompiendo las ventanas del auto. El sueño silencioso de la almohada, o la hora de un vuelo en la pantalla de un aeropuerto.

Él, el reloj quiero decir, lleva consigo los momentos exactos que ocurrieron y el minuto justo en que dejaron de ocurrir. Los colecciona allí, en su estropeada esfera. He intentado, pero no encuentro relojero capaz de repararlo. Por eso no respondo si me preguntan cuánto falta. Visto mi mano con el atuendo del naufragio.

viernes, 21 de agosto de 2009

Mujeres que barren


“Esta casa surge despacio en el agua de la lluvia que caía por los muros
y olía a yerba y a todo eso”
Yolanda Pantin


Conocí mujeres que barrían patios enteros. Una raza extinta, documentada por terceros.Como a Vasilisa, las vieron limpiar y estrujar. Habitantes de un jardín , el lugar donde se plantan y se arrancan raíces, donde la vida y la muerte adquieren la misma distancia.

Las imagino, soldadas en camisón, salir a dar muerte a un dragón con sus rastrillos despeinados. Mujeres que barren para ordenar su soledad. Mujeres que visten velos goyescos de encajes. Mujeres que apartan con una pala los frutos caídos.

Son mujeres que barren la tumba del día que quisieron. Mujeres jardineras en el panteón de las sonrisas abatidas y los corazones estropeados. Yo, en cambio, desconozco cómo sacudir el polvo.
Las hojas se las lleva un viento raro. Tampoco tengo patios ni mangos, sólo esa avenida que comunica mi casa con el resto del barrio. Esa larga calle que empujo con pasos aeróbicos, esa coreográfica manía de andar como quien sale de un hueco estando aún en él.

Las mujeres de aquellos patios hacían lo correcto. Hacían lo que debían. Ellas sí sabían de sus heridas lo que aprendo ahora de las mías.
Es temprano. Hace frío. Me levanto y rastrillo. Peino mi propia tierra, hasta hacerla sangrar.

viernes, 14 de agosto de 2009

Pase y odie, señor presidente



¿Hasta cuándo duerme usted, señor Presidente?
Caupolicán Ovalles (*)

Quince días. Treinta y cinco emisoras de radio cerradas. La ciudad entera anegada por tres horas de lluvia. Cuatrocientos cuarenta y nueve muertos en una morgue en la que caben cien. 20% de los delitos y asesinatos los comete la policía, admitió el ministro del Interior. Quince días. Doce periodistas apaleados, lo de siempre, como siempre. A las dos horas uno de los decanos de la prensa –sí, usted, Díaz Rangel- justificó la paliza bolivariana. “No tiene relación con la libertad de expresión, quizás los agresores no sabían que se trataba de periodistas”. Menos mal.

56 artículos de una Ley aprobada por mayoría absoluta –el Partido Socialista Único-. Aprenderemos. Mejor que antes. Seremos diestros en el oficio del vacío. Nos haremos ricos licenciándonos como funcionarios o sicarios. Los primos de Miami nos mandarán cosas. Doblaremos por la mitad las servilletas, compraremos el azúcar que no existe y el tabaco que ha quintuplicado su valor. Quince días. Diez años. No quedan más mejillas que ofrecer.

Quince días. Quince. Adelante, pase usted con confianza y apedree al primero que vea. No pregunte, mejor dispare. No piense, mejor grite. Pase y odie, con toda confianza. Sea socialista, pero eso sí salpíquese con un poco más de sangre, la nuestra. Quince días. Una autopista inundada. Una calle muerta. Un Palacio que no gobierna. Un país que se hace selva por encima del Orinoco.
(*) Un ballenero que, de no haberse encallado en la muerte, estaría en la orilla dándole vivas a las pirañas.

sábado, 8 de agosto de 2009

Crayola para una ventana


"Yo también estoy nostálgico de dias.También fui muy feliz. Tambien recuerdo.También yo fui testigo de otras horas"
Ángel González. Penúltima nostalgia.
Me he hecho con un escritorio de 60 centímetros de largo por 30 de ancho, también he robado la mesa de la vieja máquina de coser. Juntas parecen un mesón pero en realidad son dos lugares distintos. En uno, he colocado un florero con una gladiola blanca, un muck lleno de lápices y plumas, una lámpara, una moleskine negra, un cenicero de metal y un ordenador en el que, se supone, escribiré.

En el otro, el de la vieja máquina de coser, coloqué los 50 libros imprescindibles para cualquier viaje, ése que harías incluso sin moverte de tu silla. El que haces cuando un hermano te saca de un horno, tu madre te deja entrar en su cama, el de la sonrisa con barba de papá o el que empieza esta tarde, con la llegada de mi hermana al aeropuerto.
Mi hospital de campaña da a un ventanal de niñez. Pero a diferencia de cuando tenía 6 años, cuando el cielo era de un azul intenso, un azul Crayola de cera, hoy luce indeciso y cobarde. Es un cielo pospuesto, un cielo anestesiado para días mejores.

Me hecho con una escritorio de 60 centímetros de largo por 30 de ancho y una máquina de coser donde he colocado 50 títulos. El cielo no es azul todavía, pero mis libros me sientan bien.

domingo, 2 de agosto de 2009

Receta para una carnicería

"(...) Es el viaje a la semilla el límite de todos los idiomas/ Hay que hacerlo, si acaso, alguna vez, con trasparente obediencia/trenzando el alfabeto erguido de las nubes,/ respirando su aire acantiladado contra uno mismo, /como dicen que hacen los pájaros celestes del suicidio./ No habrá duda en esa ceremonia de volver al vacío"
Antonio Lucas. Tiempo de fondo
No fueron los lápices , tampoco el papel en blanco o el teclado haciendo piruetas en la pantalla. Esta carnicería ocurrió de otra forma.
Ocurrió en el roce de palabras, en el trasiego de sus raspaduras, en la supura del verbo haciéndose frase, en el silencio de las calles cuando anochece.
En la distancia que separa las palabras del mund0 sopla un viento irrespirable, que se queda a vivir en las orillas del estómago. Y es su soplo el huesped más cruel.
El barbitúrico que me han recetado, 3 miligramos diarios, anestesia las ventanas. Derrite las cosas convertirlas en un techo lleno de agua. Hace química lo que antes era sueño y risa.
Aquí vivo, en este hospital blanco. No hay tinta, ni azul ni negra, tampoco verde. Aquí vivo, afilando los cuchillos con el borde de los dientes.
DEspellejo mi garganta, para cantar mejor. Rebano mis dedos contra el teclado. Hago reposar mi cabeza sobre una almohada alambrada.
En esta carnicería todos los cuchillos trocean cada centímetro de la lengua.
Este es el mostrador. Yo, mi propia res.