jueves, 6 de mayo de 2010
Vera Rivken y su olor a whisky de centeno
El muelle de madera me hizo cosquillas en las vértebras y las cervezas resucitaron en mi lengua como un regaño. Miré el móvil. Seis y cincuenta de la mañana. Diez minutos antes de que sonara la alarma. Recobrar un grado de insomnio me devolvió algo de tranquilidad.
Llegué al espejo del baño pensando en Vera Rivken, el ama de llaves de una familia de judíos ricos en Los Ángeles. Una rubia a quien John Fante otorga el brillo de ojos "de las mujeres que ingieren demasiado bourbon”. Una mujer en trance de envejecer que insiste en enseñar al joven Arturo Bandini de Pregúntale al polvo sus heridas mientras le ruega, ¡le suplica!, que le diga “que es hermosa como otras mujeres”.
Salgo de la ducha con aguijones de hambre en el estómago. Enciendo un cigarrillo. Sigo pensando en Vera Rivken y su olor a whisky de centeno. También en el misógino y atontado Arturo Bandini, que titubea sin saber qué hacer. Lo imagino en su habitación de Bunker Hill, apartándose mientras Vera Rivken se desabrocha la falda negra.
“Pero si es usted preciosa –diciéndole Bandini para disuadirla-. Ya se lo he dicho antes, es usted preciosa”. “No. Tienes que verlas con tus propios ojos”, respondió el ama de llaves, quien al verse incapaz de desabrochar ella misma los botones de la blusa, pidió al escritor que lo hiciera él. Pero Bandini se negó, así que Vera Rivken se arrancó la suave tela con las dos manos, al tiempo que el macarroni insistía: “Por el amor de Dios. Me ha convencido. No tiene porqué hacer un striptease”.
Me cepillo los dientes repasando la absurda escena de una mujer que se arranca la ropa para enseñar las heridas por las que, dice ella, su marido la ha abandonado. Pienso en el minúsculo escritor, en el reverso de su asustado corazón, en el deleite y el miedo que le infunde el cuerpo de Vera Rivken, que está por levantar la combinación blanca, lo único que impide su completa desnudez. “¡Te las enseñaré!¡Las verás con tus propios ojos, so embustero, más que embustero”. ¿Podía llegar tan lejos una mujer para hacerse querer?
Enciendo otro pitillo. Me asomo al patio interior. Una hélice de aire helado mece la ropa tendida. Vestidos y camisetas sin un cuerpo que las rellene. Prendas balanceándose sin gracia desde una cuerda blanca. Cuando Vera Rivken estaba ya completamente desnuda en medio de la habitación de Bunker Hill, Bandini llegó, guiado por las risas de la mujer, a una enorme quemadura, una zona cauterizada, algo así como una reseca y arrugada laguna sin carne a la altura de sus riñones.Las heridas de Vera no eran truco, tampoco un atajo para llegar más rápido al sexo del misógino Bandini. Las heridas de Vera suponían un verdadero cráter en su amor propio.
“Es absurdo –añadió- Apenas se nota. Es usted preciosa, es usted una maravilla”, mintió Arturo Bandini a la mujer que comenzaba a vestirse con una sonrisa alcohólica e ingenua mientras él corría al pasillo a llorar de asco y vergüenza.
Tiro de las pinzas que atan la ropa a los cordones. Aparto faldas y vestidos del aburrido precipicio de macetas y contenedores. Pienso en Vera y en el vagón del tren que viaja hacia Long Beach y en el que ella vuelve, borracha, con la blusa rota guardada en el bolsillo del chaquetón y las cicatrices empacadas en su espalda.
Me queda sólo última pinza de la que prende un sujetador, el más rebuscado de todos los que tengo. Todo lleno de encajes y celosías. Y no sé si es una columna de aire helado que trepa por el patio interior o la torpeza de mis dedos fumadores, pero la prenda resbala entre mis manos. La veo caer, lentamente. Son casi las ocho y me resigno a extraviar el curioso artilugio. Miro las ventanas abiertas. En el primero una mujer alta, de cabello oscuro, se peina. En el quinto, otra se pinta los labios. Es demasiado pronto para esta guerra.
Pienso en las cicatrices de Vera Rivken, en las heridas clandestinas, los vestidos sin cuerpo que los rellene, el brillo de las mujeres que beben demasiado bourbon y los sujetadores abandonados en medio de la nada. Son casi las ocho y media. Enciendo otro cigarrillo. Sigo pensando en Vera Rivken y su olor a whisky de centeno.
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1 comentario:
"El muelle de madera me hizo cosquillas en las vértebras"
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