Es un lugar desconocido en el que ya he estado antes. Podría ser la frontera de dos países en guerra o la línea punteada que separa cualquier cosa de otra. Da igual. He estado aquí otras noches, otras veces. Lo sé por el olor a tierra mojada, también por los árboles de mango que me fueron confiscados. Lo sé por ese vapor que producen la mierda y las naranjas cuando se pudren juntas bajo el sol. No tengo miedo, tengo hambre; también llevo un bolso al hombro. En sueños siempre los cuido. Por ellos he perseguido yeguas furiosas a las que alguien arranca el pelo. Por ellos he cruzado pasillos de hospitales con gente que desconozco y se desangra. Para recuperarlos o conservarlos, he rebañado casquería con las páginas de mis poemas y también cruzado a nado un río lleno de muertos y mierda. La ultima vez que sostuve uno fue cuando me dieron un tiro en la frente. De aquello sólo recuerdo que buscaba a mi hermana y que mi sangre olía a guayaba.
El bolso del que me sujeto ahora es el de los lunes. Ese que
tiene una elástica propiedad de engullir objetos sin que se note. En él caben
un par de zapatos sin cuña, dos o tres libros, una botella de agua, los
cigarrillos, y a veces mi corazón… que se pudre apretado entre desodorantes,
cotonetes y una lata de cerveza tibia. Pero hoy llevo sólo cuatro cosas: un perro
salchicha, un racimo de cambures, el estuche de maquillaje y una pitón albina. ¿Adónde
he llegado? Por qué necesito semejante equipaje.
De pie sobre la hierba pelada, saco al chucho del bolso y lo
deposito en el suelo. Está vivo. Se mueve dando tirones de la cadena, para olisquear
la grama. No sé qué busca. Dentro del bolso, la pitón se mueve como un
estómago. Y no pienso en nada. La siento moverse. Sigo al chucho, que pega el
morro a la tierra, todavía más. Quizá busca oro o huesos. Siento en el costado
a la kilométrica culebra desperezarse. Quiero comer un cambur y pintarme luego
los labios. Por eso descorro la cremallera. La pitón parece un intestino deslavado. Los plátanos están
justo debajo de ella. Me siento débil. No puedo rebuscar. Desisto.
Cierro el bolso mientras el chucho aún camina y yo inspecciono las frutas podridas esparcidas sobre el campo. Así, revoloteando alrededor de lo que ya nadie podrá comerse, miro a las avispas. Parecen satélites de vuelo venenoso, algo que podría llevarme a la boca, si quisiera. Aun en el bolso, la pitón se sacude lentamente, como hace la gente en los polvos dulces. La pitón abre su boca y engulle un cambur, que avanza pesado y lento a través de su tráquea fría. Una demorada felación. Aunque no pueda verlo, sé que los come. Y no me importa. El chucho avanza y yo me muerdo los labios con mis dientes descascarillados.
Cierro el bolso mientras el chucho aún camina y yo inspecciono las frutas podridas esparcidas sobre el campo. Así, revoloteando alrededor de lo que ya nadie podrá comerse, miro a las avispas. Parecen satélites de vuelo venenoso, algo que podría llevarme a la boca, si quisiera. Aun en el bolso, la pitón se sacude lentamente, como hace la gente en los polvos dulces. La pitón abre su boca y engulle un cambur, que avanza pesado y lento a través de su tráquea fría. Una demorada felación. Aunque no pueda verlo, sé que los come. Y no me importa. El chucho avanza y yo me muerdo los labios con mis dientes descascarillados.
Lo sé, como se sabe en estos casos, que la culebra se ha
comido el racimo. Sin abrir el bolso, lo sé. Hemos avanzado ya cerca de un
kilómetro en el que no veo nada excepto una llanura estropeada. Sólo queda algo
en el bolso: mi labial. Descorro la cremallera, pero es tarde. La serpiente
también se lo ha comido. Entonces el chucho se detiene y yo con él. Cojo mi culebra
fría por la mandíbula, la olisqueo como a una golosina y abro mi boca para
encajarla entre mis maxilares. Y la aspiro como un espagueti vivo, frío y
escamoso. Se deja tragar entera, boba, dócil.
Lo que más cuesta es su cola endurecida y caprichosa, que se
atasca como un chipirón fosilizado. El perro salchicha sigue en su sitio,
supurando una espuma blanca en su hocico pequeño de animal fiel. La boa se
mueve en uno de mis cuatro estómagos. Se sacude queriendo salir. Alzo la palma
de mi mano, convertida ahora en espejito
espejito de polvera. Mi boca brilla bajo el sol. Mi tripa se revuelve. Mi
corazón se envenena y el perro se ahoga. Pero no importa. Esta vez, la que mata
por constricción seré yo. Sólo yo. Y nadie más.
Cuando todo esto acabe, me haré unos zapatos con mi corazón.
Cuando todo esto acabe, me haré unos zapatos con mi corazón.
Y colorín colorado…