El 26 avanza con lentos tirones por la calle Atocha, hoy más
empinada que de costumbre. Leo una novela mala, pésima. Chasqueo los dientes y
busco las llaves en el bolso. Con ellas en la mano pienso que no me apetece
llegar a casa. Es pronto y sin embargo ya es casi de noche. Si pudiera, hoy me moriría de frío, ganas o cansancio. Quizás todas a la
vez.
Llego a la parada de siempre y como todos los días me bajo
entre empujones de abuelas que hacen uso de sus paraguas con la destreza de las
viejas que, según Kundera, inundan las calles de Praga.
Me bebería una cerveza, pienso. Pero el cansancio y el tedio
me hacen desistir de la lenta
alegría de las aceitunas. No necesito siquiera caminar. Justo al bajar del
autobús me topo con el más entrañable de mi colección de bares cutres. Cafetería La Vera, un lugar en el que
conviven las tragaperras renegridas y grasientas con fotografías de orquestas
firmadas por sus directores o mejores solistas.
Avanzo, con desgana. Las primeras dos de las tres mesas del
salón están ocupadas por abuelos que beben chocolate espeso con cucharitas. En
la barra se agolpan hombres ruidosos. Me hago un espacio al final y me siento en
un taburete. No necesito siquiera decir qué deseo beber. El camarero sirve lo
de siempre: caña y aceitunas. Hoy, quizás más que otro día, le agradezco que
conozca mis rutinas, que decida por mí.
Miro mi vaso corto de cerveza, mordisqueo una aceituna
horrible, cuando escucho, de pronto, los primeros acordes de Rhapsody in blue, de Gershwin. Me doy la
vuelta. Un hombre mayor toca un piano. En todo el tiempo que llevo viniendo
a La Vera, no había reparado en el instrumento, colocado malamente en el
estrecho pasillo que conduce a los servicios.
Me asombra todo: el anciano pianista, el instrumento que
nunca había visto y la melodía de Gershwin. Todo junto y a la vez me parece un
beso, uno de esos que te dan cuando deseas que alguien te proteja. Y hoy,
quizás más que ningún otro día, quiero que alguien cuide de mí.
Seamos sinceros, Gershwin suele ser bastante común en los repertorios de
sitios que no pertenecen a nadie: bares, restaurantes, hoteles. Es
–injustamente- como las grandes canciones de Sinatra, una joya convertida en
cáscara, en hojalata, concha de cacahuete mordido, banda sonora del no-lugar. No
habría porqué asombrarse.
El asunto es que llevo días escuchando Porgy and bess. Lo hago por melancolía, como siempre que escucho
ópera; también porque intento empujar con música las páginas de un capítulo
puñetero de una novelita que no se deja escribir.
Cojo mi caña, mi plato de aceitunas agrias, me levanto de la
barra y ocupo la única mesa vacía: justo la que está frente al calvo pianista
de cazadora gris y perfil de doble papada. No he dado todavía un sorbo a mi cerveza
–creo que en el fondo no me apetece-.
Me siento a escucharle. Lo hago con las manos apoyadas en
las mejillas. Creo que soy la única que le escucha. Por eso me permito pensar que sólo toca para mí, que el Telediario de la tele empotrada
en la pared no interrumpe, que los ruidosos hombres de la barra no estropean el
aire con sus risotadas. Me lo
permito. Sí.
En épocas más pretenciosas habría paladeado El hombre del piano de Bukowski con los
tragos que doy a mi cerveza. “El hombre
del piano/ toca una pieza/ que no compuso/ canta una canción/ que no es suya/
en un piano/ que no es de él./ mientras/ la gente en las mesas/ come, bebe y
habla”.
Pero no. Yo, a diferencia del auditorio que depara el
poeta a su músico, no quiero que el pianista se levante. No quiero que deje de
tocar. Necesito que continúe, que me retenga, que me haga compañía con la
fidelidad que tienen las cosas que se evaporan, esas que en un rato ya no serán
lo que nos parecieron: ni ten hermosas, ni tan especiales, ni tan nuestras,
pero que necesitamos quién sabe dios por qué.
El pianista encadena Rhapsody
in blue con Summertime, una
canción que no me canso de escuchar, aunque sea en los sitios más disímiles y absurdos. Y aunque la de este hombre calvo no es como las de Ella Fitztgerald y Amstrong, Mahalia Jackson o
Miles Davis, me vale. Incluso estropeándola, me seguiría valiendo. En el fondo
no es eso: una nana que alguien canta a un niño mientras espera la tormenta que
habrá de caer sobre Catfish Row. Una nana. Porque ya son demasiadas las noches
en las que no consigo dormir.
Una mujer abre la
puerta y sale de los servicios, tropieza al hombre anciano que toca el piano y
se abre paso, balanceándose sobre sus piernas sin tobillos. Él sigue tocando,
yo sigo ecuchándolo hasta el final. El pianista termina. No hay
aplausos, ni uno.
Doy un largo trago a mi cerveza, renuncio por completo a las aceitunas y me pongo de pie. Voy a la barra, pago y me abro paso entre hombres ruidosos y ancianos que mordisquean churros. A mis espaldas suena ahora un pasodoble de Manolo Escobar.
Doy un largo trago a mi cerveza, renuncio por completo a las aceitunas y me pongo de pie. Voy a la barra, pago y me abro paso entre hombres ruidosos y ancianos que mordisquean churros. A mis espaldas suena ahora un pasodoble de Manolo Escobar.