A veces es mejor no ganar. No así. No de esa forma. No con la coreografía de la magulladura ni con los modales de un tabernario oponente. De los héroes, como de los dioses, los hombres esperaban lo que no eran capaces de esperar de sí mismos.
La guerra no les convertía en asesinos, les envolvía en otro vestido, el del héroe del que siempre se espera la hidalguía en lugar del arrabal; la compasión para el vencido en vez de la humana revancha, o sencillamente la cremallera del silencio como forma de humildad.
Y eso, justamente eso, no ocurrió esta semana en el césped del Santiago Bernabéu. En el Olimpo de Castellana, la diosa no cantó la cólera de Aquiles; al contrario, la desafinó. Y de la furia no sólo quedó la cartulina roja, sino el agrio puñetazo del espejo. De los héroes, como de los dioses, los hombres esperan lo que no esperan de sí mismos.
De los héroes esperábamos guerras dignas. Y si cambiamos a Aquiles, el más veloz de los guerreros de Troya, por un zaguero de pies ligeros, fue para quitarle a la guerra toda la sangre –y el oprobio- que la historia había vertido sobre ella. Hacer de la victoria una demostración, no una carnicería sentimental.
Y puede que incurra en el desvarío de comparar al enloquecido Pepe, el medio campo portugués del Madrid, con Teseo. Pero en el reino de Minos, sea el césped de juego o el laberinto de Creta, uno siempre quiso pensar en el minotauro como adormecido perdedor y no como magullada bestia en manos de Teseo, aunque así fuese. Aún así, en algún bolsillo habrá quedado el ovillo rojo que habría de reponernos de algunas victorias, esas victorias que no deberían ocurrir. No así.
La guerra no les convertía en asesinos, les envolvía en otro vestido, el del héroe del que siempre se espera la hidalguía en lugar del arrabal; la compasión para el vencido en vez de la humana revancha, o sencillamente la cremallera del silencio como forma de humildad.
Y eso, justamente eso, no ocurrió esta semana en el césped del Santiago Bernabéu. En el Olimpo de Castellana, la diosa no cantó la cólera de Aquiles; al contrario, la desafinó. Y de la furia no sólo quedó la cartulina roja, sino el agrio puñetazo del espejo. De los héroes, como de los dioses, los hombres esperan lo que no esperan de sí mismos.
De los héroes esperábamos guerras dignas. Y si cambiamos a Aquiles, el más veloz de los guerreros de Troya, por un zaguero de pies ligeros, fue para quitarle a la guerra toda la sangre –y el oprobio- que la historia había vertido sobre ella. Hacer de la victoria una demostración, no una carnicería sentimental.
Y puede que incurra en el desvarío de comparar al enloquecido Pepe, el medio campo portugués del Madrid, con Teseo. Pero en el reino de Minos, sea el césped de juego o el laberinto de Creta, uno siempre quiso pensar en el minotauro como adormecido perdedor y no como magullada bestia en manos de Teseo, aunque así fuese. Aún así, en algún bolsillo habrá quedado el ovillo rojo que habría de reponernos de algunas victorias, esas victorias que no deberían ocurrir. No así.