jueves, 19 de noviembre de 2009

Instrucciones para leer a Cortázar


Papeles inesperados (Alfaguara, 2009), un volumen con inéditos del argentino Julio Cortázar (1914-1984), surgió desde el fondo de una vieja cómoda. Coincidiendo con el 25 aniversario de su muerte, el libro ofrece desde un capítulo suprimido de Rayuela hasta versiones de Un tal Lucas, nuevas historias de Cronopios y Famas y cuentos que creíamos únicos.

* * *
Lo peor que puede hacérsele a este libro es intentar reseñarlo. Sería una versión estropeada de sus páginas. Por eso, a efectos de este texto –pensado en el lector, únicamente en él-, hay que echar mano de las explicaciones estrictamente necesarias e intenta ofrecer a quienes lo deseen, las verdaderas joyas de un Cortázar que es uno y a la vez miles.

En Papeles inesperados aparece el cuentista fantástico, el poeta íntimo, el panfletario comprometido, el irónico y altísimo dueño de sí mismo, pero también existe otro, más íntimo, menos déspota, más humano. En sus páginas vive aún el maestro que fue y ha sido, a pesar de algunos tropiezos ideológicos que, para ese momento, él continuaba vistiendo como irónica y provocadora prenda intelectual.

El volumen Papeles inesperados está dividido en tres grandes apartados: poemas, prosas y autorretratos. Cada columna del libro se subdivide cual escandaloso fractal que invita a la relectura de los originales de Octaedro, Rayuela, El libro de Manuel o 62/Modelo para armar. Los textos, hasta ahora ignorados en una cómoda de cinco cajones, vieron luz en diciembre de 2006, cuando Aurora Bernárdez, albacea y heredera universal de la obra de Cortázar, y el crítico Carles Álvarez Garriga, dieron con aquel celoso mueble y su maravilloso contenido.

El libro aborda varios géneros, otras versiones de relatos publicados, fragmentos inéditos de Historias de Cronopios, un capítulo extraído de El Libro de Manuel, así como otro capítulo, esta vez uno que el propio Cortázar decidió suprimir de Rayuela. Se suman también discursos, prólogos, artículos sobre arte y literatura pero también estampas de personalidades, diarios de viaje y textos cuya extraña fisonomía los convierte en escritura inclasificable.

“Cuando nos reunimos el 23 de diciembre de 2006 y abrimos juntos los cajones, Aurora decidió que ya había llegado el momento. Yo me llevé parte de los papeles para empezar a trabajar y Aurora envió el resto a Carmen Balcells", comentó Álvarez Garriga. De acuerdo a los editores, todos los textos están acabados, excepto uno, dedicado a su última esposa, Carol Dunlop.


El Cronopio que abrazó a Beckett
Lo que más asombra de la lectura del libro es toparse con un Cortázar que pensábamos resuelto y conocido. De pronto, en una página vemos a aquel gigante capaz de abrazar a Samuel Beckett en una oficina de correos y salir despavorido, y en la siguiente lectura ver a un Cortázar locuaz que da detalles y levanta la falda de sus propias obras para dejarnos ver el encaje de las dudas y los tachones.

Destaca en distintos manuscritos, por ejemplo, la relación de Rayuela como versión primigenia e imperfecta, una especie de cuasimodo de El Libro de Manuel, que es, según Cortázar, su verdadera gran novela. Ésa es una de las ideas descritas que sobresale de Un capítulo suprimido de Rayuela. Es allí donde se transparentan costuras en la fanfarronería del intelectual comprometido que tanto complacía al Cronopio mayor.

Con ironía –jamás prescinde de ella-, el argentino aborda los dobleces de la militancia y la escritura en Estamos como queremos o los monstruos en acción, un texto publicado en la revista Crisis, en Buenos Aires, el 11 de marzo de 1974 y en el que el autor reclama, con respecto a una reseña realizada por una periodista acerca de El Libro de Manuel: “(…) Y se pasó de tres columnas dándome consejos, el más importante de los cuales es que me vuelva a mi cuarto y a mi identidad pequeñoburguesa de ‘hombre de letras’, puesto que jamás tomaré el fusil (sic). En esto no se equivocó, porque ni a mí ni a un montón de escritores se nos ha ocurrido que nuestros libros sólo puedan ser útiles si primero ‘nos agarramos a balazos con el imperialismo’. La cosa es tan obvia que cansa repetirla”.

El exaltador de Régys Debray se desdobla en una criatura literaria capaz de enseñarnos las costuras de obras que pensamos únicas e inexpugnables. Y lo hace en lugares que creímos abolidos, por vulgares y cotidianos, por ejemplo, el metro de París, al que dedica buena parte de sus guiños y corpiños literarios.


Corpiños literarios
En el texto Bajo nivel - publicado en Ámsterdam, en 1980-, recogido también en estas páginas, Cortázar alumbra con una nítida linterna el origen y escenario de historias y personajes que tienen como su principal fuente el subterráneo: “Como en el teatro o en el cine, en el metro es de noche. Pero su noche no tiene esa ordenada delimitación, ese tiempo preciso y esa atmósfera artificialmente de las salas de espectáculos. La noche del metro es aplastante".

Y en esa coreografía de vagones y estaciones, el novelista argentino prepara el escenario de viandantes y personajes y delata, cual confidente, los orígenes de su propia escritura entre la multitud anónima de pasajeros: “Entre ellos podría estar el protagonista de Manuscrito hallado en un bolsillo, alguien capaz de comprender y acatar el implacable ritual de un juego de vida o muerte con el que buscará a una mujer dentro de claves implacables que él piensa haber inventado pero que vienen del metro, de la fatalidad de sus itinerarios, de su posesión total del viajero apenas se bajan los peldaños que nos alejan del sol y de otras estrellas”.

El argentino aporta, dentro de la propia prosa, nuevas señas y guiños: “Antes de narrar el viaje imaginario de Johnny Carter en el metro, yo había vivido muchas veces esa fuga fuera del tiempo o ese acceso a otra duración que Johnny , en El Perseguidor, habría de explicarle a su manera a Bruno. En 62/Modelo para armar, muchos episodios fueron vistos y escritos alucinatoriamente, y el metro instiló también allí su aura de excentración y de pasaje; eso me explica ahora el episodio del descenso de Hélène y su contemplación de los carteles publicitarios antes de su encuentro con Delia”.

Asimilar al Cortázar excesivo y militante, el que dedica páginas enteras a la lucha contra el imperialismo, el hombre nuevo y las virtudes de la Revolución Cubana puede parecer un obstáculo para terminar la lectura del ejemplar. La extemporánea fe del escritor llega incluso a producir hastío y despiste. Pero eso es sólo un cráter, un rodeo previo al verdadero motivo de la escritura: el reencuentro. La posibilidad, remediada por una cómoda llena de papeles, ofrece la oportunidad de volver a encontrar frases e historias –que pensábamos extintas- y que regresan a nosotros con el atuendo de una novedad inesperada. Porque eso son estos Papeles inesperados: unas instrucciones para leer, un poco mejor, al Cronopio mayor.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Gracias Loriga por los favores recibidos


Ayer, sábado 14 de noviembre, en la quinta planta del Círculo de Bellas Artes de Madrid, Ray Loriga hizo dos cosas importantes. La primera, desmontó en mí la idea de que el autor de Tokyo ya no nos quiere se trataba tan sólo de un creído y tatuado escritor. Loriga tiene mirada presidiaria, sí. También debo admitir que está tatuado casi hasta los nudillos, sí vale ¿y qué?, pero lo de creído puedo írmelo tragando. Pienso mientras le escucho.

Con un lenguaje extremadamente sencillo, Loriga fue capaz de explicar una obra que hasta ahora había devorado, siempre, con una ceja en alto. ¿La razón? Pues una alergia involuntaria. Pensaba, tal y como la crítica parecía describirlo, que Loriga se trataba de uno de esos eternamente "jóvenes escritores" que se creen que tienen a Dios agarrado por las barbas sólo porque supieron descifrar en lengua española las claves de un Coupland o un Wallace.

Pero no, el tío no es lo que hasta entonces le atribuí. Loriga se reveló a sí mismo como un hombre que envejece y se reserva el derecho de ser un poco menos estúpido cada día. Eso, lo primero. Lo segundo que hizo ayer, aún más importante, me despoja de mi hartazgo y apoya la teoría del bostezo. Sí señor.

En el post pasado no pude contenerme y empecé a arrojar piedras contra el guardarropa de una literatura pesimista, opaca y enaltecedora de la mierda por la mierda, la heroína por la heroía o el desencanto por el desencanto. Y loriga me dio un dato,y de los buenos, para seguir tirando piedras.

Tal cual y según comentó el autor de Lo peor de todo, una de las razones por las que Jack Kerouac muriese alcohólico y deprimido en casa de su madre no fue la iluminación porrera, mucho menos una conciencia de ser Beat-nick ni qué pamplinas. Todo lo contrario, Kerouac estaba hasta las narices de que su casa estuviese llena de hippies y gentuza. Él sólo quería deslastrarse de la etiqueta, mandar al demonio a los mamarrachos y ser, al fin, un escritor respetable. La etiqueta Beat-nick no lo dejó.

Hoy, domingo, me he puesto a revisar el asunto y me he topado con interesante literatura. Una entrevista de Carolyn Cassady, la esposa de Neal Cassady, con Michael Ventura confirma el dato de Loriga y echa todo por tierra, ¡una vez más!, la parafernalia del desencanto y la resaca. Tanto Cassady como Kerouac estaban hartos de la multitud de hippies que se instalaban frente a sus casas. Keroac, en especial, sólo quería una cosa: ¡escribir!, no ser el apostol de una tribu alucinógena.

"They felt they could, or wanted to, have a fairly conventional home and still be free to be creative. They didn't think of themselves as beatniks. And hippies were such a horror to them - you know, Neal was immaculate. Gosh! You couldn't muss a hair on his head!"Kiss me goodbye - but don't mess the hair!'", dice la viuda a propósito de esa falsa idea . Inlcuso, ella misma refuta a un icrédulo periodista: "These guys were all concerned about the same thing: getting a home, settling down, finances . . . all the trivia of living".

En el reino de los desaparrados y mártires literarios, ¡tenemos derecho al bostezo! Gracias, señor Loriga, por los favores recibidos.

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He vuelto a esta crónica, casi seismeses después de escribirla. He releido lo hasta entonces conocido del escritor de cejas furiosas, brazos tatuados y novelas fulminantes. Comencé por Héores. Seguí con El hombre que inventó Manhattan y Lo peor de todo. Las relecturas siempre me ponen a prueba, este jueves 01 de abril más que ningún otro día.

No sé si al al escritor de cejas furiosas le habrá pasado, pero yo he cambiado desde las primera vez que lo leí. Supongo que él también, desde que los escribió. Cualquiera se daría cuenta porque, leyendo, en ese orden, Ya sólo habla de amor, Trífero, Días aún más extraños, Los oficiales y el destino de Cordelia, habría que ser muy poco observador para no notar que la furia no siempre tiene el mismo aspecto, ni tiene porqué ser furia aunque lo parezca.

Estoy saliendo de una sobreexposición a John Fante, intento salir ilesa del relato de un clavadista en un río Hudson converntido en piscina olímpica y trato de sobrevivir al jueves Santo más frío en años, y aunque no me recupero de ninguno de los tres episodios, estoy aprendiendo a estrenarme en la mirada presidiaria. Pienso, como Sebastián, los pocos derechos que las personas acumulan sobre lo vivido.
Gracias, Loriga, por los favores recibidos.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Irvine Welsh y el síndrome de la salsa de ostras


Un trío de amigos varados en un desierto, uno de ellos con una picadura de cascabel en el pene, y un tópico chicano de chingatumadre apuntándoles con un arma, con orden de felatio incluida. Un escocés de mediana edad y regusto soez en un bar de las Islas Canarias que espera a su hija, una regordeta adolescente malhablada. Kendra Cross y su grupo de amigas: cuarentonas neoyorquinas adictas al Sanax, los perros y el ejercicio. Pensé que hasta ahí era suficiente. Que pronto alguien tendría el decoro de escribir una línea relativamente decente. Pero no, había más, mucho más. Un actor ex actor porno, abstemio y regenerado, se enamora de la cuarta y última esposa de un difunto director de cine, Yolanda, una mujer que 30 años antes fue Miss Arizona.

Si te gustó la escuela, te encantará el trabajo, el libro de relatos de Irvine Welsh que la crítica literaria española reseñó histéricamente y con un entusiasmo que les hizo perder el control de esfínteres. Repetitivo, predecible y apagado. Así me resulta.

Irvine Welsh se comporta literariamente como un Peter Pan de la Generación X, demasiado instalado en su discurso working class, ex fármaco dependiente y decadente. Todo es tarantinesco y huele a comida caducada. Esa pátina a los James Ellroy o Bret Easton Ellis. Demasiada caspa, muy poca historia y una traducción lamentable. De hecho, comienzo a sospechar sobre la posibilidad seria de que ninguno de los periodistas encargados de reseñar el libro de Welsh se haya leído una página de este escuálido ladrillo.

Quizás porque mi generación era pastillera y no heroinómana. Quizás porque no estamos tan desencantados como ellos y si lo estamos, ya nos apañamos nosotros. Ya tuvimos suficientes geniales y atormentados mártires, de Kurt Cobain para arriba. La guerra no nos tomó por sorpresa, tampoco la pobreza, el sida, las drogas, el desempleo ni el subempleo, los suburbios y sus baladas. Los Simpsons se nos quedaron cortos y se nos hicieron inocentones. En lugar de grunges hay negros brillantes con los dedos llenos de anillos. Es una renta acabada, una factura vencida. Bostezo frente a este tatuado abuelo asiduo a los dinners, las peleas de hooligans y quién sabe qué otros figurines de la White trash o los beans con tocino.

Más de lo mismo. Una espesa y paliativa salsa, como ese brebaje artificial y viscoso con el que los chinos disimulan la carne de tercera y que supuestamente sabe a ostras. A eso me sabe Irvine Welsh, a cosa pegajosa, agria y descompuesta cuyo sabor, no importa cuánto tiempo haya transcurrido, seguirá quemándote la garganta y horadándote el estómago. Terminaré de leerlo, por principios y porque me ha costado 20 euros el libro. No mucho más. Últimamente me doy por vencida con demasiada rapidez. Creo que me estoy haciendo mayor, o cínica. Eso, o fueron los vampiros que me dejaron tonta.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El estatus (instrucciones para una historia efectiva)


Clarita, una niña curiosa y dulce, aunque excesivamente impertinente a los ojos de un lector afín a Herodes. Clara, una histérica y flemática madre que sólo simpatiza con aquellos a los que puede despedir. El Sr. Ichvolz, un grisáceo agente inmobiliario enredado entre las sábanas de una criada poseedora de innumerables horquillas y Jesualdo, un portero mudo que ocupa su tiempo en el silencio de su jardín. En medio de la historia, como el piano abandonado del salón en un edficio abandonado, la figura de un padre ausente que no termina de llegar.

El estatus (2009), de Alberto Olmos, una historia minimalista y efectiva. Un artefacto bien calibrado, sin necedades u otras ortopedias literarias. Alimentada por una sensación escénica, la novela perfila cada personaje hasta dejarle las siluetas bien afiladas. Que corten, que separen, que no dejen un hilo de carne fuera de su sitio. ¿Quién tiene el poder en esta novela? ¿Quién ilumina y oscurece lo que en ella ocurre? Sin duda una pluma diestra, muy consciente de sí misma, incluso contra su propia voluntad.

Ni nocillas ni adornitos. Acción. Trama. Trabajo. Una excelente novela, a pesar de ese raro y precipitado final. Quizás eso sea lo mejor de esta novela, que no tiene buenas intenciones ni líricos arrebatos. No es afterpop ni pretende otra cosa que lo estrictamente necesario: literatura.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El problema es el Vampiro (Twilight I)



Ciertamente me preocupa. Que al día siguiente de morir Francisco Ayala y Levi-Strauss yo esté pensando en los vampiros de Stephanie Meyer me hace pensar seriamente en dejar la fluoxetina.
Pero es cierto e inevitable. He caído en el fenómeno. Me he dejado atrapar por un Shakespeare mutante, en el que en lugar de Capuletos y Montescos hay caballeros chupasangres de 17 años que usan gafas Rayban, versus indios lobos piel roja.

En el medio de tal despliegue, el clásico despliegue, existe una frágil Julieta de padres divorciados -con apareciencia de magnífica y nivea Ofelia- que viaja desde Arizona al pueblo más lluvioso de los EE UU, como consecuencia , entre otras cosas, del devenir de su madre y su padrasto pelotero. Para colmo, ni Verona ni qué Verona. No. El asunto ocurre, además, al norte del Estado de Washington, con escala en Florida. (Comienzo a preocuparme).

Y si esa fórmula en apariencia bebediza y chapucera me arrima hacia sus páginas, ha de ser porque algún mecanismo despierta. ¿Un noble vampiro se impone la más estricta de las dietas por la frágil y apetitosa doncella? ¿Simple y puro amor? ¿Hace cuánto que no leo un libro cuyo autor no seacopleje por escribir esa palabra, tan ramplona ella?

Ciertamente me preocupa. Ha muerto Francisco Ayala y Levi-Strauss, y yo hablando de vampiros adolescentes. Quizás deje la fluoxetina, pero igual pienso comenzar a leerme el primer libro.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Esperando a Calvo Sotelo



"-Estragón: Hermoso lugar. Vámonos.
-Vladimiro: No podemos.
-Esragón: ¿Por qué?
-Vladimiro: Esperamos a Godot.
-Estragón: Es verdad. ¿Estás seguro de que es aquí?
-Vladimiro: ¿El qué?
-Estragón: Donde hay que esperar".

Samuel Beckett. Esperando a Godot
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La imagen no está lavada, tampoco tiene ese brochazo amarillo que barniza las cosas viejas. Aún así, parece hecha mucho antes de su fecha original. España, año 1981. Dos hombres esperan, de pie, enmarcados en la puerta de una blanca y agreste casa. A su derecha, una pizarra remata la composición. En ella se anuncia la visita, “el próximo domingo 29”, del presidente Leopoldo Calvo Sotelo. Escrita en tiza, y firmada por el alcalde con letra cursi y esmerada, la comunicación oficial presume de paleta y tierna urbanidad.

Habrían transcurrido pocos, o poquísimos días, de la doble y accidentada investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, hombre consenso elegido por UCD para sustituir a Adolfo Suárez al frente del Gobierno de España. El día planificado para la votación de su candidatura en el Congreso de los Diputados, el 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Antonio Tejero Molina entró al Hemiciclo pistola en mano y al grito “¡Todo el mundo al suelo!”. Excepto Adolfo Suárez, aún jefe de Gobierno; el vicepresidente primero y encargado de la Defensa Nacional, el general Gutiérrez Mellado, y el diputado Santiago Carrillo, todos los convocados –periodistas y diputados- se escondieron bajo sus escaños, incluyendo al mismísimo Calvo Sotelo.

Dos días después del fallido intento de golpe, el 25 de febrero, el Congreso de los Diputados retomó la votación en el momento junto en el que había sido interrumpida por los golpistas y llevó a cabo la elección del que hasta entonces había sido vicepresidente para asuntos de economía del gobierno de Adolfo Suárez y de ahora en adelante su sucesor tras la dimisión anunciada por televisión un mes antes.

La llegada al cargo de Leopoldo Calvo Sotelo no sólo fue accidentada, también fue triste, solitaria y ruidosa. Tan sólo en ese año, hubo 23 atentados terroristas y 42 muertos. El divorcio, uno de los derechos más esperados por lo españoles, alcanzó los 16.000 casos. El Guernica fue expuesto por primera vez en España -hasta ese entonces, el cuadro había vivido un exilio de 44 años, debido a la negativa de Picasso de que el cuadro volviese a España hasta el fin del régimen de Franco- y Quini, el delantero del Barcelona, se convirtió en el pichichi de la Liga, a pesar de haber permanecido secuestrado durante más de un mes en un zulo en Zaragoza. Si de un año de reencuentros se trataba, ¿por qué parecía reinar la soledad en los ojos de esos hombre que esperan al presidente de Gobierno?

Suárez no hizo traspaso ni entrega formal de documentos, tampoco dejó un solo papel en el despacho de la Moncloa que sirviera de algo a su sucesor. Así comenzó el año y medio de gobierno de aquel hombre, en medio de la nada. También, en el medio de otra nada, quizás otra más blanca y roñosa, dos hombres flacos y demacrados se dejan fotografiar.

Esperan al presidente, sí. Pero lo hacen con ojos de burro. Como si su llegada o su desplante diese lo mismo. En un país que apenas había roto el celofán de la democracia, dominaba aquel raro y oscuro paisaje de algo que no termina de ser definitivo. Que no termina completamente de ser libre o no; moderno o atrasado; cosmopolita o pueblerino. Todo aún por estrenar, todo demasiado nuevo e incompleto como para aclarar la España Negra del 98.

Mientras en los periódicos explotaba un país libre y sin complejos, en las calles de los pueblos otro permanecía intacto, solitario, esperando quién sabe qué. Miro en la fotografía del reportero César Lucas a estos dos hombres. La imagen no está lavada, tampoco tiene ese brochazo amarillo que barniza las cosas viejas. Aún así, parece hecha mucho antes de su fecha original. España, año 1981, el retrato un país que parece anterior a su propio origen.