lunes, 21 de febrero de 2011

(P) ARCO 2011



Después de una desastrosa e irregular edición dedicada a Los Ángeles en 2010, Carlos Urroz, el nuevo (y precipitado) director de ARCO, retoma el criterio que su antecesora Lourdes Fernández intentó eliminar sin éxito. ¿El resultado? Un nuevo fracaso en el haber de esta feria, cada vez más obsesionada en su regusto por el brocado pueblerino y todavía mucho más firme en su vocación por el despropósito.

Con el aniversario a cuestas –la feria cumplió 30 años-, ARCO se expone al bochorno de un balance que es incapaz de sostener. Números rojos. Una completa bancarrota estética e intelectual. Un proyecto que nació apoyado en la ortopedia del subsidio del Estado llega a las tres décadas arrastrando los mismos problemas que hicieron renunciar a Juana de Aizpuru a la dirección en 1986 o al comisario encargado de la selección de la edición alemana de la feria Kasper Köing, en 1996.

Con Rusia como el país invitado -¡Rusia, uno de los de mayor extensión y complejidad política, ideológica y social en Europa!- la representación nacional apenas alcanzó las 8 galerías. ¡Ocho galerías! Parece difícil que la totalidad del arte contemporáneo del país de donde surgió Malévich y que padece, cada vez más, la osteoporosis de su democracia –a pesar de la Perestroika- pueda explicarse en tan sucinta criba.

La selección de este país, además de escasa, asombró por su discurso monocorde y achatado, dos rasgos muy perfilados en una convocatoria que cada día parece más un corralón en el que pastan abuelas y madres con carritos que una feria de arte. A diferencia de grandes convocatorias como Frieze o Art Basel, ARCO parece incapaz de producir un debate sobre el arte que vende.


Entre los cromos más mediáticos de las galerías rusas relució, en efecto de estornudo entre los visitantes, la galería moscovita M & J Guelman, que mostró Radical Abstractionism, cuatro obras del artista ruso exilado en Praga Avdei Ter-Oganian. La obra de Ter-Oganian, que levantó picores y alergias en la delicada piel del primer Ministro Vladimir Putin, ha pasado desde los juzgados hasta la más explícita censura cuando el Gobierno ruso impidió que las piezas Radical Abstractionism fuesen expuestas en el Louvre en la muestra Contrepoint: l'art contemporain russe, de l'icône à l'avant-garde en passant par le musée. Las obras, que finalmente fueron expuestas en el museo parisino, son conservadas por M & J Guelman casi cual reliquias alrededor de las cuales se impuso más el asombro que la reflexión.

¿Una visión panorámica de este ARCO? (¡Qué peligro de palabra!) 197 galerías, 20 menos que el año pasado. Y así como se mantuvieron algunos clásicos españoles e internacionales, también persistió el gusto por exhibir un arte vulgar y simple. Damien Hirst y Julien Opie, artistas fáciles de digerir y cuyas obras, de colores vistosos, parecen venir como anillo al dedo para dar más bombo a un encuentro al que le falta de todo menos pintoresquismo. Apenas los Solo Projects (así se llama a la selección de galerías que participan con un solo artista bajo una convocatoria comisarial específica) se preocuparon por proponer, con sus bemoles, algo cuya complejidad sobrepasara al Pop art bajo en calorías.



Centrados en Latinoamérica, los Solo Projects contaron con la participación de 13 galerías y tres comisarias: Luisa Duarte, crítica y curadora independiente brasileña; la comisaria venezolana Julieta González y Daniela Pérez, curadora mexicana asociada al Rufino Tamayo. Patrocinio de la AECID aparte –el omnipresente subsidio de esta feria reluce, otra vez -, la selección de los Solo Projects creó saltos e interrupciones, a veces injustificadas duplicidades como la de la galeria Faría+Fábregas, pero también afirmaciones –desatinos para algunos ortodoxos- donde lo identitario no se limitó al insistente recipiente de la nacional.

En el concierto de lo eurocéntrico, la propuesta de la venezolana Julieta González resaltó, justamente porque es difícil precisar si se trata de arbitrio o ironía. Tres de los cuatro artistas seleccionados por González no eran latinoamericanos: Terence Gower (canadiense), Lothar Baumgarten (alemán) y Antoni Miralda (español). Sólo el argentino Sergio Vega parecía cumplir el requisito nacional exigido para agrupar, coherentemente, un discurso.

¿Ejercicio o subversión? Frente al discursillo exotista, necesariamente territorial, de este tipo de proyectos que entienden lo latinoamericano como una categoría fija, la selección de González podría haber sido un guantazo o un accidente. Respuestas aparte, el resultado tuvo un efecto agradecido. Detuvo bostezos y propuso, al menos, una interrogante en una feria en la que, este año, del total del programa general, apenas 11 galerías pertenecen a América Latina, cuando en 2008 la cifra total era, también, un modesta selección de trece .


Como si la mirada asombrada sobre lo Latinoamericano (desde el Baumgarten de manual hasta las bitácoras gustativas de Miralda) intentara ser disuelta en su propia exageración, la propuesta de Julieta González jugó al desconcierto, a diferencia de las lecturas –necesariamente planas- que se nos han inoculado sobre el tema desde estos círculos donde suelen ser tan bien aceptadas propuestas como las de la galería neoyorquina Douze and Mille con un trabajo -ofrecido sin ningún tipo de contexto- que podría pasar por confitura antropologista, de no ser por el hecho de que está realizado Ángela Bonadies y Juan José Olavarría, dos artistas cuyo estudio de lo urbano y la crítica a “la modernidad” cuenta con suficientes credenciales.

En lo que a las editoriales se refiere, saltaron a la vista verdaderos y sacrílegos inventos, como incluir a Neo2 en el mismo saco que ART in America o Art Forum, y en los stand institucionales y de empresas saltaban a la vista mensajes del Apocalipsis, por no decir verdaderos manifiestos corporativos, como fue el caso de el Grupo Prisa con su instalación Los Carpinteros, una sala de juntas que se supone ha estallado en pedazos y que permanece, detenida en el aire, ante la mirada de los espectadores. ¿Réquiem por CNN Plus?

De esta convocatoria número 30 podrían decirse miles de cosas más. Podrían mencionarse, claro está, honrosas excepciones como el alemán Hans-Peter Feldmann y la artista iraní Sara Rahbar, representada por la galería Hilger Modern Contemporary... Que la vocación de comunicarse entre los artistas contemporáneos sea poca o nula... eso no es nuevo. Que los comisarios intervengan y carguen ese proceso con discursos cada vez más pretenciosos, forma parte de un cierto mercadillo intelectual... eso tampoco es nuevo: pero que los círculos de producción y comercio de estos circuitos opten por embrutecerse y marginarse con sus propias reglas me parece francamente increíble. Es casi performativo. ¿Acaso la extinción es, también, una propuesta estética?

miércoles, 16 de febrero de 2011

Tres ataúdes blancos

El Premio Herralde de Novela 2010 narra la historia de un hombre que deberá suplantar la identidad de un líder político asesinado para luchar contra el régimen autoritario en la imaginaria República de Miranda


Pedro Akira tendrá que morir más de una vez. Sólo a través de todas sus muertes, reales o ficticias, el lector será capaz de saberse testigo en un más allá permanente; una batalla perdida de antemano. Eso es Tres ataúdes blancos (Anagrama, 2010), del colombiano Antonio Ungar (Bogotá, 1974), una novela para leer a solas –a veces con rabia, mucha rabia- y en el silencio suficiente para percibir su estructura impecable, su prosa combustible y poética furiosa.

En Tres ataúdes blancos, Antonio Ungar se muestra ya no como el potente narrador de Zanahorias voladoras (Alfaguara, 2004), su primera novela, sino como una versión mejorada y más adulta de sí mismo. Encuentra una voz sólida, dueña de su ira, a través de la cual da vida a José Lázaro, este hombre gris y de extraordinario parecido físico con Akira, que saldrá de los suburbios de la clase media para hacerse pasar por el candidato opositor asesinado de tres disparos poco antes de comenzar la campaña presidencial.

Lázaro emerge así como un único narrador-hombre, diferente del niño-narrador de Las orejas del lobo y los anteriores libros de cuentos De ciertos animales tristes (2001) y Trece circos comunes (2000) que había servido a Ungar para verter en la literatura el que ha sido su tema central: el país como herida y equipaje; como piedra y familia; como rabia y parentesco. Colombia, que rebrota como una fiebre en esta novela.

Aunque haya sido mil veces contada, la violencia política adquiere otra dimensión en Tres ataúdes blancos. La ceguera ciudadana, los oscuros mecanismos del poder y sus desaguaderos cobran forma a través de una república autoritaria ficticia llamada Miranda. Aporreada durante años por “Guerrillas Estalinistas” (así llamadas en la novela), el narcotráfico y grupos paramilitares, Miranda vive bajo el control del permanentemente reelecto presidente Tomás del Pito, en cuyo retrato, si bien parece aludirse al uribismo, caben también otros gobernantes y tiranos de América Latina. Esos eufemismos, que Ungar utiliza con deliberada obviedad, se verán justificados en el doblez del manuscrito dentro del manuscrito.

Esta novela es un experimento narrativo. A diferencia de sus libros anteriores, donde abundaban las imágenes poéticas, Ungar no escatima en acciones y hechos que logran la polifonía. Para quienes puedan ver, en un momento específico, más que lógicos ecos de La pequeña vendedora de prosa, de Daniel Pennac –con quien Ungar a veces comparte rasgos-, se precipitan. Esta novela sobrepasa el ejercicio de Malaussène. Y lo supera. Blanco es el color de los ataúdes comunes. De los muertos en masacres. Es un color cierto, incontestable. De ahí que la novela resuene. Estalle. Enceguezca.

Texto publicado en la revista MONO (Caracas, febrero 2011)

domingo, 13 de febrero de 2011

¿Adónde va la Tribu? I

c
Tengo un amigo de acento andaluz y ojos brillantes. Un amigo aficionado a las rubias y a la áspera genialidad de Paco Umbral. Tengo un amigo que, como yo, contrajo el odio por su ciudad de origen. Jesús, un amigo al que apenas le llevo tres años y al que, sin darme cuenta, le hablo como si en lugar de 29 tuviera yo 60; al menos eso me reprocha, el malagueño, en la barra del Bar Polo. Tengo un amigo, Jesús, que odia y se entusiasma con la misma fuerza; alguien desaforado, que atraviesa los días con el énfasis de los que desean vivirlo todo.

Para él los días ocurren a fondo blanco. La vida entera se resuelve con frases definitivas: el talento Marsé se consumió en Últimas tardes con Teresa - y punto-, y Vargas Llosa es tan sólo un escribidor. En otros personajes, esto hubiese terminado mal, muy mal. Y sin embargo, en él las cosas parecen hechas de otro material más auténtico; un territorio libre de gafas de pasta y rebanadas untadas con grasienta nocilla; un perímetro en el que cada barbaridad podría ser el comienzo de una recapitulación que nunca ocurre, seamos sinceros, pero que me coloca en la tesitura de la fe perdida.

Mi amigo Jesús posee, quizás, las buenas intenciones que he dejado en el camino; las ganas de creer que a mí se me fueron quebrando, de a poco, como las piezas huérfanas de una vajilla. Y cuando digo esto, lo hago desde la absoluta envidia. Lo digo con la sensación de quien debe una respuesta a cambio. Por mi culpa, Roberto Bolaño fue a parar a manos de este malagueño, que no dudó en recibir al chileno con ese entusiasmo que intercambian entre sí los individuos de una misma tribu al reconocerse. Y yo no hago más que preguntarme, cuando le escucho, adónde se fueron mis buenas intenciones.

Nos vimos hace unos días, mi amigo y yo, con el propósito de crear una generación. ¿Se fabrican, acaso, las generaciones?, pienso ahora. ¿Se levantan, con hormigón, como edificios vacíos? ¿O acaso estaban ahí y tan sólo les damos nombre para que nos vean mejor? Que no estamos a comienzos de siglo. Que los manifiestos dejaron a más de un escritor en la lona. Que el método ahora es otro. Que los buenos propósitos son engañosos. Todo eso, y más, quisiera decirle. Y sin embargo, me da por creer.

Nos sentamos a hacer la ingeniería de una generación literaria, convencidos los dos, de que podría tener sentido. Él quisiera darle nombre de cerveza; yo de analgésico. Y así nos dan unas horas para llegar al mismo punto donde comenzamos. Él, creyente; yo, oficinista. “La nacional 340 conecta Pedralejo con la modernidad”, escribe mi amigo en su novela El año de la rubia. Y pienso, al leerlo, que la modernidad hace tiempo que se fermenta o se pica, como un vino pasado que no tuvimos tiempo de probar.

Tengo un amigo de acento andaluz y ojos brillantes. Un amigo aficionado a las rubias y a la áspera genialidad de Paco Umbral. Un amigo que haría de su casa La Latina y remataría el mar por dos euros, si pudiera. Lo que él no sabe es que, de poner en venta el mar que tanto detesta, se lo compraría, sin duda, como lo haría alguien con un pescado a la baja, para ver si en el anzuelo del pez muerto encuentro la parte de mi fe que le falta a esta historia.

martes, 8 de febrero de 2011

Nantes, 8 de febrero de 2011

X


"Well it's been a long time, long time now

Since I've seen you smile
And I'll gamble away my fright
And I'll gamble away my time
And in a year, a year or so
This will slip into the sea
Well it's been a long time, long time now
Since I've seen you smile"

Beirut. Nantes


Hay lentitud en los días que vinieron. Y no, que no es un verbo mal conjugado. Que son plumillas apilándose en un mercadillo. Un Marsé de manazas y nudillos con vello. Un Echenoz de corredores impotentes. Una Pizarnik distinta, menos voraz y farmacéutica. Un algo de tónica y tardes al sol con padres que envejecen. Enero es un primer mes para romper cosas viejas, para mudar trastos averiados y documentar vestidos color hueso. Que la ficción, dicen, sea un compromiso con la memoria, no me parece una excentricidad, pero tampoco una declaración de propósitos. Que la pulsera que me traigo entre manos es demasiado gruesa, demasiado para el viento de las ocho y sus partidos de Liga. Que nunca supe dar puntadas a los botones ni mantener ordenados los armarios. Que jamás aprendí los protocolos de las casas ordenadas y que mis papeles se apilaron, como animales, alrededor de un río sin chicharras. Que la palabra tamarindo retumba. Que no sé cómo explicar a qué sabe una guayaba. Que el azúcar es un sustantivo permanente y que ahora, cuando hablo de novelas, se me hace agua la boca. Que este párrafo jamás será coherente. Que a diferencia de Ifigenia no soy una señorita que se aburre sino una que revienta los tacones y rasga la ropa al sacarla de la lavadora. Que la amabilidad de los extraños me emboba en los teatros y que no entiendo, a veces, de dónde viene ese olor a basura que fascina a las furgonetas y convierte las botellas vacías en gatos negros en una plaza de la Latina. Hay lentitud en los días que vinieron. Y que no, que no conjugo ni enjugo. Que no uso pañuelos. Ni me jacto ni fardo. Que me voy por las ramas de un árbol de ciruelas, en una hacienda de hace años. Que será el cónsul. Y su río. Que será este mes de trastos viejos. Será este tiempo haciendo carrerillas, cogiendo impulso. Será Emil Zapotek, avanzando, solitario, detrás de la bandera de un país sin propósitos. Soy la corredora más lenta de esta pista. Será el cónsul … Será este tiempo. Será que hubo lentitud en los días que vinieron.