Con el perdón de Peter Handke
“¿Cuánto tiempo llevas en la empresa?”.Afuera llovía. Llovía sin ninguna convicción. “¿Seis, siete meses? No estoy segura… Septiembre, uno; octubre, dos; noviembre; tres… -comenzó a contar con los dedos, lo intentó varias veces- Siete meses. Sí, siete. Llevo siete meses aquí”. Desde su silla, la mujer zurda miraba, exhausta, a través de la ventana. Podía ver la lluvia que caía sin ganas y la cara abollada con la que el socio director se relamía en su dramatismo.
Miró las gotas, luego el rostro de su jefe. Prefirió las gotas. Se concentró en ellas e imaginó cómo iban juntándose una a una sobre la acera, las gabardinas, los árboles y las ventanas de los coches. Pensó en las mujeres despeinadas que, afuera en la calle, esperarían el autobús número 74; pensó en el agua anegada que ablandaría sus bolsos y zapatos; en el cristal empañado que sofocaría el autobús. El socio director hablaba sin parar, mientras ella recorría el ventanal con sus ojos, siguiendo el ritmo de la lluvia. Lenta, amarga y saladamente.
“¿Estás conmigo? ¿Me sigues..? ¿Me estás escuchando?”. El socio director resopló cansado -malhumorado- y hundió las manos en su cabello. Así estuvo un buen rato, como si el fijador hubiese atrapado sus dedos para siempre entre su pelo. “Tu evaluación se ha atrasado más de la cuenta, y ya es hora de que comentemos algunas cosas”. Algunas cosas, ¿cuáles? Su tono de amigo artificial comenzó a enlentecerle los párpados. Se hizo un silencio de gotas gorditas en el despacho. “Siete meses es mucho, es demasiado tiempo, ¿no crees?”.
La mujer zurda sintió frío. Tocó su reloj de pulsera –ya habían pasado los diez minutos que dijo que duraría aquella conversación-, luego se frotó las manos contra los brazos. Notó que un pequeño pozo, del tamaño de una moneda, crecía entre sus pies. Volvió sus ojos al socio director, que le miraba como a un escarabajo que hace flexiones. “Incluso podría dedicar parte de mi tiempo, o el de la empresa, para buscar la mejor salida para ti”. Una mejor salida para ti Samsa, le pareció escucharle decir. Se movió un poco en la silla para evitar el charco de agua que comenzaba a formarse bajo el escritorio. “Tu personalidad es agresiva… no sólo la percibo yo, también el resto de tus compañeros . Y temo… -ella volvió a vigilar el piso-, temo que los clientes también”.
La mujer zurda giró su cabeza a ambos lados, aunque tenía miedo de descubrir más agua en las esquinas del despacho. “A veces me desconcierta que cuando se te habla claves los ojos en las esquinas, en la ventana, en las hojas del árbol… a veces en la nada”. Ella asestó el comentario y recogió sus movimientos al tiempo que el socio director continuaba su firme propósito de evaluarla, mejor dicho, de clavarla con un alfiler sobre una plancha de anime con un cartel de cotinis nítida bajo las patas.
¿Acaso él no lo notaba? ¿Sólo era ella quien temía que el agua continuara subiendo? ¿Sólo ella pensaba en la guerra de los paraguas, afuera, en la calle? ¿Era ella la única en ese despacho que no sabía nadar? ¿Era, acaso, la única que se moría de frío? El agua ya no sólo entraba por las esquinas y las separaciones de la madera, ahora corría, en pequeños chorros, desde los volúmenes de publicidad y mercadeo apilados en la biblioteca, empujando consigo una colección de objetos tristes y utilitarios: el pisa papel de plastilina del día del padre; los portarretratos sin fotos en los estantes; el cuenco de los lapiceros sin tinta. Todo, incluso sus zapatos, comenzaba a ceder al peso del agua.
“Aquí no echamos a nadie, a nadie. Al contrario…”. El agua llegaba ya a sus rodillas. “Y no se trata sólo de ser diligente o eficaz en las gestiones. No es sólo eso”. Afuera, las ventanas de los otros edificios perdían la piel, alisándose con el peso de la lluvia. “Cuando un consultor no hace bien su trabajo…”. El teléfono no paraba de sonar en recepción; nadie cogía. A la mujer zurda le dio por pensar que todos huían por las escaleras de emergencia mientras ella permanecía sentada viendo cómo, poco a poco, el agua tocaría su cuello.
“Desde que llegaste, tu comportamiento ha sido irregular, desconcertante…”. El agua llegaba ahora casi hasta la cintura. La oficina entera se había convertido en un enorme pozo de agua y papeles. Pensó en interrumpir al socio director, pero prefirió callarse. Si él no hacía un alto, sería porque lo consideraba verdaderamente importante, tanto como para ahogarse despidiéndola. Exhausta, la mujer zurda miró la ventana. Volvió a tocar su reloj de pulsera.
El socio director iba y venía, pormenorizando un catálogo de sus imperfecciones y escasas aptitudes. Y como si la conociera, como si en verdad la conociera, comenzó a opinar y sugerirle, aturdiéndola con una voz blanda y gangosa de quien grita bajo el mar. La mujer zurda sintió que el nivel del agua sobrepasaba su pecho y comenzaba a treparse hasta el cuello, incluso la barbilla. Y como Laura Brown en la cama de un hotel o la propia Virginia Woolf, la mujer zurda se hizo suicida y acuática. Miró la ventana, luego tocó su reloj de pulsera y cerró los ojos en su propio golpe de hartazgo y creación.
Se despertó sobre la cama revuelta, con el edredón ahogándole y las sábanas pegándose a sus piernas. Eran las nueve menos cuarto de la mañana. Se incorporó de un golpe y despertó a Amado, que seguía dormido como un tronco. Se vistió y peinó como pudo. Y mientras Amado hacía su propio reguero de agua en el baño, ella buscó la falda de ayer que aún seguía en la silla, una camiseta blanca de hacer deporte y un par de zapatillas negras que se calzó a toda velocidad. Recogió el cabello todo en un moño húmero que goteaba sobre el abrigo. Salió de casa como un bello espanta pájaro que llega tarde a la plantación. “Amado –le dijo mientras gateaba buscando las llaves-, anoche tuve sueño raro”. “¿Cuál?”, le dijo él mientras bajaban por el ascensor. “Lo he olvidado”.
Amado la dejó donde siempre, en la esquina, a dos manzanas del trabajo. No más llegar al portal número 18, se topó con el socio director. Él llegaba a su hora; ella media hora más tarde de lo previsto. Ambos presionaron a la vez el botón número cuatro, se dieron y se quitaron el paso mutuamente y entraron en la oficina, sin decir más que buenos días. La mujer zurda comenzó a deshacer el cinto de la gabardina, rumbo a su puesto. “Espera, antes de irte a tu despacho, ¿tienes diez minutos?”.
Entró a la oficina del socio director y se quedó de pie frente a su escritorio, mirando directamente al ventanal que daba a la avenida. “Siéntate por favor...siéntate”. EL socio director apagó el móvil y se ajustó las trenzas de los zapatos, más de una vez. Dio algunas vueltas. Encendió el ordenador. “¿Cuánto tiempo llevas en la empresa?”, dijo mientras remataba el segundo nudo. Entonces ella tocó su reloj de pulsera y levantó la mirada. Notó que afuera llovía. Sí, notó que llovía sin ninguna convicción.