A que la miren. No conozco un ser humano que sea capaz de huir de la mirada de otro. Por más desaliñada que sea la situación, se dejará estudiar con nervio, rehuirá y mirará a los lados, consciente de que es observado, batirá el polvo del aire con las pestañas y quizás, si es valiente, levantará la vista del gratuito que lee en el metro.
A morder el extremo de la barra de pan que sobresale de la bolsa de papel. No hay edad típica para esta rara costumbre de hacer de pájaro. Hombres. Mujeres. Ancianos. Todos reinciden en pellizcar la barra tibia, casi siempre recién salida del horno, que han comprado para llevar a casa. Hoy he contado cinco. Tres hombres y dos chicas. Y me pregunto por qué.
A que le griten. Es casi seguro. Si la madre grita, el niño lo hará también. Y más fuerte. Si una pareja discute, alguien retrocederá, sobándose por dentro, el roce de la humillación. Esperará, quizás, a que las cosas se calmen, y caminará el trecho de calle con algo atorado en la garganta –el grito que no salió-. Puede, también, que el aullido de uno contagie al otro –es lo que más suele ocurrir-. Si un grupo discute, alguien buscará hacer que su voz trepe sobre las otras, aunque lo que diga ya no tenga sentido. Y si celebran, repetirá la operación. De lo que no estoy segura es de cuánto tiempo resisten los que gritan cuando pelean y cuando celebran.
A la última vez. Hay dos tipos de finales, los que se sabe que ocurrirán –el último trago de la caña, el pedacito de tarta que sigue a esta cucharada, el libro pésimo que no finaliza o el novelón que alguien estira para no acabar, la vuelta a casa tras las vacaciones, algunas rupturas, la muerte de los ancianos y el desmayo que sufren las flores- y los que aparecen a lo bestia –las derrotas, los chubascos, las verdades que eran otra cosa hacía apenas un momento-. No sabemos realmente las personas qué hacer con el último trozo que nos queda, y aun creyéndolo, lo desconocemos. El último pedacito que dejamos solo en el plato –aunque no haya más comensal que nosotros-. La última vez de cualquier cosa que pensamos se repetiría, justamente porque lo ignorábamos. Si mañana se acabara el mundo, y lo supiésemos, corregiríamos falsamente, nos apuraríamos, creeríamos que hicimos lo correcto. Y no será así. Es lo que tienen las últimas veces.
A los fines de semana. No hacer -o hacer otras cosas. Usar vaqueros los viernes. No tender la cama. Beber café sin cepillarse los dientes. Ver como maravilloso un sábado por la mañana lo que un lunes sería una tragedia. Resistirse a hacer la compra. Visitar librerías y leer seguidas veinte o treinta cuartillas de un libro que no compraremos. Tener el mismo tiempo que el resto semana, pero creer que éste es más. Y todo esto hasta que el mundo, por su cuenta, retoma la forma natural de los días laborables. Las cosas que vuelven a los cajones. Las zapatillas que retoman, a regañadientes, su sitio.
A los recuerdos. Vienen solos. Pillan en bragas y con las manos ocupadas. La ráfaga de aquella colonia que no pensaríamos volver a oler. El momento justo en que comenzamos a hacer lo que dijimos que no haríamos jamás. Lo libros subrayados y la certeza de que esa frase, justo ésa, ya no dice lo que nos dijo. Las canciones que podemos volver a cantar de memoria sin errar un verso, aunque hayan pasado años. Los barquillos, los juegos de mesa y el algodón de azúcar –nadie fue inmune y todos lo hemos olvidado-. El mertiolate. La novalcina. El primperán. El atroberán. Las rosquillas con anís. Los techos de madera. La luz de diciembre. Los envoltorios. Los moños usados de regalos que ya abrimos. Las fotos impresas, guardadas, entre libros. Las ovejas de un pesebre hecho, hace años…
A agolparse. ¿Qué raro mecanismo hace que, al esperar, los que forman una fila se acerquen demasiado entre sí? ¿Qué empuja a los que aguardan a hacerse piña, juntos muy juntos, como si hacerse montón nos guareciera de algo? Viajo, en el metro, me tropiezo. Me dejo llevar. Cojo el 176 y, de nuevo, algo me lleva, entre sí, como una sopa triste de días y billetes? Miro la calle. No espero nada de ella y, sin embargo, se acerca. Mucho. Se acerca.
A adivinar formas en las nubes. Pero también... a chuparse los dedos. A pisar los charcos. A fantasear con premios que ganan otros. A recoger las migajas con la mano. A mojar las oreos en leche. A escuchar la misma canción más de cinco veces seguidas. A acariciar el extremo del cabello recién cortado, el nuestro y el de otros. A morder un padrasto invisible. A los toboganes. A patear latas. A hacer canastas con las servilletas de los bares. Al olor invisible de la víspera de Navidad. A la luz de los festivos. Al sonido de la lluvia bajo la manta. A leer en los sofás y quedarse dormido en las alfombras. A la primera calada. Al sonido que hace el azúcar cuando caminamos sobre ella.