La primera vez que vi unos Chuck Taylor fue en 1991, tenía once años, suscripción a televisión por cable y mucho tiempo libre para asomarme al balcón de casa y vigilar si los edificios de Manzanares Este eran más altos que los de Manzanares Oeste. No sabía que los zapatos se llamaban así, tampoco tenía idea de quién era el jugador de basket. De hecho, pensé que existían sólo en color negro y que una regla no escrita decía que había que usarlos con camisas de leñador. Claro, había visto el modelo de Converse en el vídeo Smells Like Teen Spirit, el single promocional del album Nevermind, de Nirvana. Tenía 11 años y asistí en primera fila al ocaso del Heavy Metal, la comercialización del grunge y una de mis grandes cobardías sentimentales, los Chuck Taylors.
La primera vez que ví el vídeo de Smells like Teen Spirit no entendí nada, pero me gustó. Samuel Bayer siempre ha sabido hacer eso. Cosas que no se entienden pero que fascinan y he de admitir que a mis 11, 12, 13 y 14, este señor tenía la propiedad de enchufarme a la tele. No Rain, de Blind Melon (adoraba a esa abejita gorda); Bullet with Butterfly Wings, de Smashing Pumpkings y ya mayorcita Anybody seen my Baby?, del álbum Bridges to Babylon de los Rolling Stones.
Pero volviendo a Teen Spirit, y los Chuck Taylor en cuestión, que en ese entonces aún pensaba que eran sólo negros. El vídeo del single estaba inspirado en la película Over the Edge, según el biógrafo de Cobain, una de sus favoritas. En él, aparecía, en una película de tono sepia, la banda tocando en una reunión en un gimnasio del típico High-School gringo, todos rodeados por animadoras vestidas de negro con el símbolo anárquico. El asunto no era para sorprender a nadie. Todos terminanban destrozando cosas. En ese sentido, Jeremy, de Pearl Jam, siempre me pareció mejor. Tenía más angustia y más ira.
Al año siguiente, 1992, con Smells like Teen Spirit, Nirvana ganó en los MTV Video Music Awards las categorías "Mejor Nuevo Artista" y "Mejor Artista Alternativo". Recuerdo perfectamente esa entrega. Yo tenía 12 años, el tiempo seguía sobrándome y la suscripción por cable se había hecho aún más necesaria. Dos intentos de golpe de Estado en un mismo año habían convertido los toque de queda en algo habitual, así que ni asomarnos a la ventana podíamos.
En esa ceremonia de los MTV, Kurt Cobain asistió vestido con una americana blanca y unos Chuck Taylor rojos. Recuerdo que luego de interpretar en vivo Nevermind, y de romper –a duras penas, porque no podía tenerse en pie- una Fender blanca (estoy segura que era blanca) contra los altavoces, Kurt Cobain empezó a llamar a Axel Rose, en ese entonces el delgado y ágil vocalista de una banda que no había perpetrado The Spaguetti incident y muchísimo menos Chinese Democracy. "Hey Axel, where are you Axel?", gritaba Cobain al más puro estilo Courtney Love. Si aquello era la libertad. Yo necesitaba calzármela.
Pero pasó el tiempo. Y guardé conmigo los Chuck Taylor como una ambición que una señorita caraqueña no podía permitirse. Y aún no sé porqué. Si fui capaz de raparme el cabello y usar camisas de leñador, pude haberme puesto los Chuck Taylor. A los 19, con unos cuantos años de retraso me leí Generación X, de Douglas Coupland. Y seguía sin calzarme los Chuck Taylor. Había dejado de escuchar Nirvana hacía rato. Incuso, tiré a la basura todos los CDs, incluyendo Nevermind. Seguía escuchando Pearl Jam, los verdaderos grunge a mi juicio, pero ahora militaba en el Trip Hop y las filas de Tricky.
Ahora revuelvo el Ipod, escucho música en catalán y miro con regocijo mis Chuck Taylor rojos. Tengo 28 años y mucho tiempo libre para leerme tres veces El Ladrón de morfina de Mario Cuenca Sandoval, escuchar seis o siete veces Cuaresma, de The New Raemon, y mirarme los parches en los tobillos rojos. Sigo siendo sentimentalmente cobarde, pero los Chuck me hacen pensar lo contrario, al menos hoy.