viernes, 30 de abril de 2010

El bisturí de Cesárea Tinajero, ¿lo sostenía Calvino? (De la serie sujetos literarios. Sujeto número dos)


“Las ciudades, como los sueños, están llenas de deseos y miedos”. No recuerdo ahora dónde está la tarjeta en la que escribí esa frase de Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino. La colgué de una lámpara en una habitación, en Ciudad de México. De eso hace ya algunos años. En ese entonces Los detectives ya eran salvajes, Bolaño estaba muerto y a mí me había dado por contar los pasos que separaban el Ángel de Reforma del sofá blanco del número 53 de la calle Niágara. Eran setecientos veinte (pasos, no sofás).

Cuando se averiaron las ciudades y algunos deseos, dejé de militar en los aeropuertos. Entonces me uní a Ulises Lima y Arturo Belano. Me dejé de tarjetas y empecé a buscar a Cesárea Tinajero en los desiertos de Sonora. Pienso en estas cosas ahora que este hombre de americana roja menciona a Ítalo Calvino. Es allí, en el nombre del escritor italiano, donde coincidimos estas anotaciones, algunos destrozos y el resto de las 208 personas (yo soy la 204, lo dice mi vale numerado) que ocupamos esta sala.

No sé qué hora es. No veo nada, excepto a un hombre de americana roja –tendrían que verla, es roja, muy roja- que atraviesa un escenario casi a oscuras. El dueño de tan animada prenda de vestir es Fernando Iwasaki, el escritor peruano de padres japoneses que vive en Sevilla, autor de joyas como Helarte de amar o Ajuar funerario. A su alrededor hay letras blancas. Parecen obcecaciones o aprestos de jardín de infancias.

Iwasaki ha venido a hablar, entonces, de Ítalo Calvino. Hace lo que puede Iwasaki (En 20 minutos hay que domar letras, fieras y lagunas secas). Vinculado en un comienzo al neorrealismo social, Ítalo Calvino se lanzó a buscar un estilo propio a mediados de 1950. Calvino evolucionó desde la literatura comprometida hacia la literatura fantástica: El vizconde demediado, El barón rampante, El caballero inexistente. “Creó una obra capaz de dialogar con el realismo mágico de Carpentier y la literatura fantástica de Borges y Cortázar”. Iwasaki ha sacado un transportador invisible, traza líneas y apura rectas temerarias que me gustan. De hecho, la mayor de ellas está a punto de ocurrir.

Que Calvino naciera en Cuba no es motivo suficiente para vincularle con América Latina. La verdad sea cierta: la geografía nunca es suficiente. Sin embargo, Iwasaki saca de la solapa de su rojísima americana un naipe que revuelve mis mapas, incluyendo al mismísimo Belano.

Dice el peruano que en su ensayo El desafío al laberinto, incluido en el volumen Punto y aparte, Ítalo Calvino define el concepto de vanguardia como realismo y visceralidad, dos palabras que, colocadas en estricta vecindad, dan nombre a la corriente poética en la que prácticamente militan los protagonistas de Los detectives salvajes, la obra central del chileno Roberto Bolaño.

¿Leyó Bolaño el realvisceralismo de la fuente de Calvino? Iwasaki ni afirma ni desmiente, sólo especula. Tampoco creo que una hipótesis lanzada al vuelo la tarde de un viernes desautorice al ahora venerado Apóstol literario del que todos se sienten deudos, incluyéndome.

A solas en un enorme anfiteatro, apretando las teclas de un Iphone que ya no poseo, tomo nota de lo que Iwasaki dice y pienso en los realvisceralistas, en sus poemas enternecedores y fraudulentos, en sus casposos bares de putas, sus fugas permanentes y sus persecusiones a Octavio Paz. Pienso en el movimiento que Arturo Belano y Ulises Lima pusieron en marcha inspirados en los poemas de Cesárea Tinajero, esa india maciza e insolada.

Desde que las ciudades se averiaron, los deseos y los miedos se nebulizan en otro lugar y los sueños -o el sueño, me conformo con eso- se consiguen haciendo trampa. Ya casi nunca dejo frases al azar ni en lámparas ni a oscuras, tampoco en habitaciones o salones, y he dejado de contar la distancia en pasos desde las estatuas públicas hasta los sofás blancos de los números impares. Después de buscar a Cesárea Tinajero me dedico a otras cosas. No sé cuáles, pero a otras. Son más de las diez, Iwasaki termina su conferencia.

Si he clausurado ciertas coreografías, ha sido en parte por Roberto Bolaño. Pero si he regresado de ciertos silencios, ha sido gracias a otros mapas, los que siguen quienes buscan a una mujer que no se sabe si existe o no, una figura que nunca llegamos a saber -¿o sí?- si escribe poemas realvisceralistas o dibuja líneas quebradas.

A veces vengo del vientre que Roberto Bolaño escribió para Cesárea Tinajero. Sólo espero que el bisturí con el que salí de él no lleve puntadas, como sugiere el hombre de la americana, de la aguja de Ítalo Calvino. Porque entonces nadie me habrá dado a luz de nuevo, no habré llegado jamás al desierto de Sonora. No habré salido nunca de los setecientos veinte pasos que separan a los vivos de las estatuas. O eso pienso yo, mientras el hombre de la americana roja toma asiento entre las fieras.

martes, 27 de abril de 2010

Borges, ¿de tragaperras en Las Vegas? (De la serie Cuatro sujetos en un anfiteatro. Sujeto número 1)



El delgado usurpador de los derechos de marca de la Nocilla dispone sólo de veinte minutos. Avanza, cortauñas en mano, como si preparara un picadillo de pixel para rebañar trilogías con suplementos literarios. Ante un auditorio organizado con vales numerados, el escritor comienza su lectura. "¿En la mente de cuánta gente estaré yo haciendo algo en este momento?". El desdoblado Agustín Fernández Mallo se describe, a solas, en una habitación.

El creador, promotor, integrante, presidente, tesorero, portavoz, secretario, vocal, suplente y auditor de la generación Nocilla y el afterpop, narra su despertar de un sueño. Refiere su encuentro nocturno con una rebanada de pan en medio de la madrugada. Y no se trata de una loncha cualquiera. Fernández Mallo hace una pausa, proyecta una imagen. La rebanada tiene un agujero en el medio, una perfecta circunferencia formada por la miga ausente que alguien ha retirado, cuidadosamente, de su centro. Pero en su casa nadie compra pan de molde y menos integral.

Hay más hallazgos en el paseo. El delgado escritor proyecta otra imagen. Es un papel blanco, con la silueta de la misma rebanada trazada en tinta azul. “Es el autorretrato de una rebanada de pan”, dice. Su complacencia me satisface. Supuse que haría algo por el estilo. No tan pronto, pero lo imaginé. Una loncha de pan en el suelo y un autorretrato de la rebanada sobre la encimera del octavo piso de una casa donde no se come pan. Y todo eso para hablar de Jorge Luis Borges. El hombre que salió de la tarta teje sus conclusiones. Ha sido obra de un ovni, apostilla. A estas alturas de la noche, espero un Chupa-Chups en la corbata de Bioy Casares.

Después de aclarar que se ha dejado el texto de la conferencia en Palma de Mallorca, Agustín Fernández Mallo aporta un manual de instrucciones a su performance panadera. Las páginas que ha leído llevan por nombre La parábola de Cervantes y de Quijote, un remake, dice él, del texto escrito por Jorge Luis Borges en 1955 e incluido en El hacedor (1960).

En “la mansa burla”, en la guarandinga de su performance, Agustín Fernández Mallo se hace perseguir por trozos de miga. Se viste con la capa XXL del sueño o el soñado y aprieta botones en su ordenador. En el principio de la literatura, o la rebanada, está el mito, y asimismo en el fin. "¿En la mente de cuánta gente estaré yo haciendo algo en este momento?", repite el huesudo nocillero. Miro mi vale numerado. Soy el número 204 y comienzo a pensar en el Aleph del sótano.

Fernández Mallo habla del humor en Borges. Luego del carácter monstruoso de su literatura. Lo monstruoso borgiano –esa palabra no es suya, sospecho que jamás la usaría- se refiere a aquello que no está en la naturaleza de la escritura sino armado con citas de otros autores y obras, adaptándolas a sus necesidades (¡Cut and paste! ¡Nocilla cut and paste!), creando realmente un monstruo en su sentido original". Sospecho que va a decir que Borges entendió la generación Nocilla incluso antes de su nacimiento en alguna renegada y culta pradera de Internet. Me revuelvo en el asiento. Aparto mis prejuicios como puedo. Intento comportarme.

Fernández Mallo habla de organización y organismo. El primero, con unas jerarquías y leyes impuestas. El segundo, lo que vendría a ser, según él, la literatura de Borges, es un ser vivo que se atiene a sus propias leyes. Fernández Mallo no encuentra otros personajes en la literatura del argentino excepto el tiempo, el espejo, el laberinto... al que se refiere como una red, un sistema complejo de relaciones de la literatura. Cita a Jean Baudrillard, habla incluso de cómo la narrativa de Borges llegó a “inspirar” parte de su teoría sobre los simulacros. Se refiere Fernández Mallo al relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Hace mucho tiempo que estoy lejos. De no ser por el autorretrato de la rebanada no sabría cómo volver.

Tlon es un relato sobre una falsa enciclopedia de un lugar que está en mitad de un desierto”, dice Fernández Mallo. Y de pronto, en la oscuridad y faltando muy poco para que lleguen a su fin los veinte minutos de conferencia, el escritor crea dunas y paraísos tragaperras. “Es como la primera vez que conduces por Las Vegas”. Algo me abofetea. Un tufillo a David Foster Wallace, un no sé qué de díscolo e impresentable oyente. “De hecho, lo primero que me vino a la cabeza cuando entré en Las Vegas en coche fue en ese relato. Borges habría estado fascinado en Las Vegas".

La conferencia llega a su fin. La fotografía de la rebanada desaparece del escenario, Agustín Fernández Mallo también. Ahora toma asiento en las primeras filas del anfiteatro Gabriela Mistral de Casa de América. En su lugar, Fernando Iwasaki, que ha venido a hablar de Ítalo Calvino, avanza seguido por una luz blanca. Y mientras pierdo el tiempo en morderme la piel del pulgar derecho, imagino a Borges , de traje oscuro, sentado frente a una máquina tragaperras de limones impares y cerezas pestañeantes. A su lado, María Kodama, ha de sostener el tarro vacío de necias monedas que insisten en no caer. Afuera, estará Bioy Casares escuchando My Bloody Valentine a bordo de un Dodge robado, mientras Valeria Golino sueña con rebanadas de pan.
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Los chicos de hoy comen demasiada azúcar.


sábado, 17 de abril de 2010

Insolación en la bancarrota y la historia del guitarrista de la estación Bilbao



"Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un hueso tuve deseo de hablar"
Miguel de Cervantes. El coloquio de los perros.

"Y en cualquier desfile/ mi paso cambiado siempre irá".
Sr. Chinarro. Yo no soy militar

¿Cuál es la velocidad que adquiere una moneda de cincuenta céntimos al ser arrojada? ¿Cómo cae en el aire una circunferencia de ocho gramos de cobre y dos milímetros de grosor? ¿Hace piruetas? ¿Describe una trayectoria? Pero qué digo, si la chica no tuvo valor para arrojarla. Le pareció un gesto distante y aéreo. ¿Tirar una moneda? Pero si eso lo hacen los arrogantes o los tontos que confían sus deseos a los pozos y las fuentes ¿Mejor acercarse al estuche abierto y dejar puesta la moneda, como si se tratara de comillas? ¿Y se puede saber quién usa monedas para hablar?

Poco después de entrar en la estación de metro Bilbao, a un lado del blanco pasillo de mosaicos que conduce hacia los torniquetes, la chica metió la mano en el bolsillo del abrigo y palpó entre la calderilla, la sorprendió la moneda fría que no había usado en toda la mañana. Era un martes, a la dos menos cuarto de una tarde con transeúntes. No sabe cuánto duró el tiempo de la moneda, ni el suyo, ni la secuencia interminable de sus ojos llenos de céntimos, zapatos y baldosas. No sabe.

¿Cuánto demora en caer una moneda en una estación de metro? ¿Se inclina quien la da? ¿Por qué la deja allí quien decide desprenderse de ella? ¿Es realmente la moneda lo que quiso quedarse allí? ¿Por qué cincuenta céntimos de euro, que tiene a Miguel de Cervantes en un reverso, y no la página arrancada de un libro? ¿Quién prescinde de esos céntimos y en nombre de qué? ¿Es visto quien los deja?¿Quien recibe los céntimos sospecha, acaso, los minutos de vergüenza, la coreografía de duda y timidez de quien los ha dejado allí?

Era imposible mirar hacia otro lado. El suelo, el suelo, el suelo, un granito oscuro y sucio, el suelo y su rumor de marquesinas que alguien envenena con frases extrañas. El suelo y aquella voz extranjera, que ahora tampoco reconocería. Una voz que no sabría, tampoco, si cantaba en español, o inglés. Nada, no recuerda nada, excepto la combinación de cosas inexactas. Una guitarra, una camisa a cuadros, un estuche negro abierto y deshabitado con unas escasísimas monedas y una voz anónima que desata de sus huesos los nudos de las palizas, los lacitos de tristeza que llevan días atados con toda clase de curiosas y necias diligencias de la cordura y el orgullo.

Son las dos menos cuarto de una tarde con transeúntes. En la estación de metro Bilbao un chico toca la guitarra y canta mirando algún trocito perdido –son tantos- del blanco mosaico que recorre el pasillo de la estación. Y como ocurre con los habitantes imaginarios, con estos mundos veloces bajo tierra, alguien, una chica, pasa, deja una moneda que selle sus huesos rotos. Se detiene y la deja dentro del estuche de la guitarra. Sus cincuenta céntimos no son un limosna, pero no distan de ser un deseo confiado a una fuente. No quiere, no puede, mirarle a la cara. Se pone de pie y sigue andando. Da unos pasos más, gira el rostro, mira al chico y su guitarra. Luego reanuda su paso.

En la estación de metro de Bilbao un chico toca una guitarra, una moneda de cincuenta céntimos pierde peso en el aire y las marquesinas enfurecen con el sonido de los rieles. Cinco días más tarde, mientras pasa revista a los perros que no son suyos en la Plaza 2 de Mayo, la chica volverá a ver al guitarrista y sus huesos seguirán siendo una vajilla rota sin un solo céntimo para arrojar en un pozo o una fuente. Es la coreografía de la duda, son los lacitos de la cordura odenando los destrozos. Una semana después, sentada en una silla del Pepe Botella, bebiendo una cerveza, volverá a verle pasar, esta vez sin guitarra. No es la chica, no es el guitarrista, tampoco los 50 céntimos. Soy yo, asoleándome en la bancarrota. Pero, después de todo, ¿quién usa monedas, como si fueran comillas, para hablar?

lunes, 12 de abril de 2010

Que 'Derridá' nos perdone, ¿dijiste Mississipi?



En el número 26 de la calle Espíritu Santo, un vaso de café se hace infinitamente pequeño mientras el veneno de una serpiente cascabel riega las venas de Jim, el esclavo de la viuda Douglas. Aún pueden verse los dos agujeros que la víbora dejó sobre su piel. El negro se retuerce, pega los labios a la mordedura, sorbe con fuerza de su tobillo y luego escupe.

Huckleberry se siente culpable. Es culpable. Por eso arroja los cadáveres de las dos serpientes fuera de la cueva y lamenta su idiotez, esperando a que Jim jamás lo note.Dándoselas de listo, Huckleberry Finn, el hijo del borracho del pueblo, escondió entre las mantas de Jim el cadáver de otra víbora, con la intención de asustarle mientras dormía. Pero Finn olvidó que “siempre que mata uno a una serpiente aparece su compañera, que se le enrosca encima”.

En la barra de El Rincón, los perros andan por su cuenta. Un bulldog francés y una especie de pastor alemán venido a menos entran y salen sin que nadie les moleste. Sus dueños toman el aperitivo. No fumen porros en la terraza, o algo así, dice un cartel que guinda de un clavo en una de las paredes que da hacia la calle. Pido otro café. Enciendo otro cigarrillo. Me repongo del veneno que tiene a Jim cuatro días tumbado con fiebre y escapo con Huck de la Isla De Jackson. Hoy es domingo, el reloj marca la una de la tarde y navego el Mississipi. En realidad lo hago desde hace 3 días.

Se supone que debí de leerlo hace tiempo ya, pero nunca me interesé por Las aventuras de Tom Sawyer, mucho menos por las de Huckleberry Finn. Veinte años más tarde, llegué a ellos gracias a un curioso puntapié en el que algo tuvo que ver Saúl Trífero. Una chica con flequillo de heroína manga me sirve una café en un servicio para jugar a la casa de muñecas –la taza es más pequeña que la anterior-. Miro el vaso de vidrio con su plato blanco y su trocito de bizcocho a manera de tapa, levanto la vista hacia una botella vacía de absenta y vuelvo a concentrarme en remover el azúcar del café miniatura.

Hace unos días, de pesca en la biblioteca (ya, lo admito, buscaba a Fante)me topé con Inocentes en el extranjero, un libro escrito en 1869 por Mark Twain. Muy anterior a sus clásicos, Inocentes en el extranjero refleja a Twain como al joven periodista criado en Missouri, un chico ansioso por ver el mundo, que decide embarcarse en un viaje por Europa y Tierra Santa. Es justamente ese mismo joven sureño quien, a partir de ese viaje, escribe un volumen de crónicas sin adornos ni poses.

En él, habla un hombre que se aburre en los museos, se enfada en los hoteles, se ríe de la grandeza de Europa, se conmueve ante un paisaje y se admira ante lo hermoso y lo desconocido. A fin de cuentas, alguien que ha sido periodista, escritor, humorista, ilustrador, ayudante de imprenta, piloto de un barco de vapor, soldado durante la guerra de Secesión, tipógrafo y buscador de plata, fue capaz, años después, de adelantarse en Las aventuras de Tom Sawyer (1876) y Huckleberry Finn (1885) a las “road movies” que a todos nos parecerían únicas dos siglos después –se me ocurren, aunque mucho menos bucólicas, Natural Born Killers, Lost Highway, Paris, Texas o, para ser más coherente, Thelma y Louise o Little Miss Sunshine- tan sólo a partir de los peligros -un repertorio interminable, casi acrobático- que deben enfrentar estos chicos del Sur .

Nacido en Florida, los padres de Mark Twain (Samuel Langhorne Clemens era su verdadero nombre) emigraron a un puerto en el río Mississipi, Hanibel, que sirvió de inspiración para el pueblo ficticio de San Petersburgo, el escenario de Las aventuras de Tom Sawyer y, claro está, para Las aventuras de Huckleberry Finn. En esa época, cerca de 1840, Missouri era un estado esclavista, un tema contra el que Twain se pronunció y que pasó a formar un lugar importante en sus novelas, aunque ningún elemento sería tan fuerte y magnético como el río Mississipi, vapor principal de sus historias, especialmente en Las aventuras de Huckleberry Finn.

Todo en sus páginas ocurre a lo largo de los 2.000 kilómetros del Mississipi, en cuyo cauce Jim y Huck navegan. El río no sólo está allí, sino que interviene, redentor o amenazante. El río no es sólo un personaje, sino elemento creador. Su autoridad es mayor. El río existe por encima del héroe, el villano o el narrador, comportándose a veces como escritor de la historia que Jim y Huck enfrentan.

Su curso modifica las aventuras de un esclavo fugitivo y un chico blanco que huye de su padre borracho y que muchas veces se enfrenta a su propia conciencia (no puede dejar a Jim solo, pero sabe perfectamente que ayudar a un negro fugitivo es un delito). Resulta curioso que sea un río, donde el agua se supone que es la misma y a la vez otra, donde discurra la simple -y peligrosa-vida de estos chicos. Es allí el lugar de las corrientes y las contradicciones.

El Mississipi es el gran escenario. En sus aguas viajan cadáveres, ramas, mensajes, silencios, canoas o botes. Es una memoria, un vertedero en el que nada desaparece. En él se ven y son vistos quienes huyen y quienes quieren ser encontrados. En Los salvajes secos, T.S Elliot se refiere al río, de la siguiente forma:

“… creo que el río
es un vigoroso dios pardo (…)
Casi olvidado
Por los que viven en las ciudades, pero implacable.
Ateniéndose a sus temporadas y sus iras, destructor,
Recordador
De lo que los hombres optan por olvidar…”

No sé cuándo me he bebido el café, o si me lo he bebido (era tan pequeño). Avanzo con Huckleberry río abajo. Hace cuatro o cinco días desde que simuló su propia muerte para poder escapar de su padre. La misma cantidad de tiempo desde que Jim escapó para evitar que la viuda Douglas lo vendiera por 800 dólares. En San Petesburgo piensan que ambas cosas resultan demasiado sospechosas. El esclavo, no queda de otra, ha matado a Huck. O de eso se entera él en sus pesquisas. No puedo creer lo que estoy leyendo. Huck se ha disfrazado de niña y ha viajado al pueblo para enterarse. En esas estoy cuando algo me interrumpe en mitad de la página 105.

-Perdona, ¿qué estás leyendo?-. Al levantar la cabeza me topo con una dominical y aseada sonrisa, una sonrisa muy esmerada en ser, parecer y ejercer de sonrisa dominical. No conozco al portador de la sonrisa con vocación de sonrisa. Debe ser habitante de este barrio en el que soy sólo una invasora de cafeterías y plazas, este barrio en el que todo luce acicaladamente descuidado y todo lleva una firma, un tag. El individuo viste unas converse, una chupa de pana, está cuidadosamente despeinado y lleva el diario El País abierto en la sección Cultura.
-Las aventuras de Huckleberry Finn-respondo.
-Oh-. Su cara de asco fue inminente. Lo que se suponía una sonrisa se transformó en una arcada suavemente reprimida, un gesto de repulsión. No sé qué estaría esperando por respuesta, pero evidentemente, Mark Twain le resultó, por decir lo menos, pestilente.
-¿Y de dónde eres? -dijo, haciendo tiempo para salir huyendo.
-¿Yo? Soy de Venezuela.
-Ahhh, ya. Pensé que eras de Puerto Rico, digo… por tu acento. Es decir, por tu pronunciación de las palabras en inglés.- No supe si eso se trababa de un escupitajo, o no, pero volví la mirada al libro. Del individuo no supe más nada, supongo que estaría remodelando su sonrisa frente algún espejo o liando un porro en la terraza.

Sospecho que en los lugares donde los lectores se aficionan demasiado a las palabras deconstrucción, paródico, post-industrial, ecléctico, underground o suburbano, las tazas de cafés pequeñas y las camisetas con mensajes progres, este tipo de cosas suelen ocurrir más de lo que uno imagina, digo, esto de ponerle cara de asco al que se considera el equivalente de Charles Dickens al otro lado del Atlántico o a lo que algunos consideran el origen de la narrativa moderna nortemaericana porque parece literatura para niños.

Quizás 'Derridá' (pronunciado así, con acento al final, por favor) y Lyotard no rimen con Mississipi, o Tom Sawyer no quede bien entre las lecturas de un funcionario que hace turismo sexual en Plataforma, de Houellebecq. A mí eso me trae sin cuidado.

lunes, 5 de abril de 2010

Curro, el perro antibiótico


… Yo era un inadaptado y él era un inadaptado
Yo luchaba y perdía. Él luchaba y vencía.
John Fante. Mi perro Idiota.



Hay fiebres que se contraen fácil y dulcemente. Deslizar los ojos sobre las lecturas de los desconocidos, trazar medias lunas con la punta del pie en los vagones de metro, hacer la misma ruta cuando en verdad pensábamos ir sin rumbo o repetir la misma canción en el Ipod justo cuando aún no termina siquiera de sonar. Tantos y tan inofensivos síntomas, algo así como un catarro cotidiano que se alimenta de vientos para los que nunca se está del todo abrigado.

Domingo de resurrección. Son las diez y media de la mañana en la plaza del 2 de mayo, en el adoptivo barrio de Malasaña, el lugar donde transcurren las Postales del Santísimo Tedio, el mismo que he elegido para llevar a cabo mi desintoxicación de John Fante y el que de un tiempo a esta parte me resulta un lugar amigable para fumar y perder el tiempo.

Después de bajar por Fuencarral y doblar a la derecha en Velarde, tomé asiento en uno de los bancos de cemento al final de la plaza. Encendí uno, dos, tres cigarrillos y escuché Transference #2, de Madee, una, dos, tres, cuatro… No sé cuántas. Fueron muchas. Y justo terminaba de leer El destino de Cordelia cuando un cuerpo robusto, no mayor de 30 centímetros, rozó mi pierna derecha. Levanté la vista y me quité los cascos.

Un bulldog color miel frotaba su cabeza contra mi pierna. Su cuerpo de tanque y sus piernas cortas. Esos ojos vidriosos y pequeños. Esa respiración torpe. Su cara ancha, su hocico ñato y tierno. ¿Por qué si hay tantos árboles y otros perros mucho más divertidos y animados, con dueños más amigables que yo, este chucho se acerca a la persona más aburrida de toda la plaza, es decir, a mí? No soy de las que acaricia perros y abraza niños, pero sentí la necesidad de poner mi mano sobre su lomo. Y lo hice.

El bulldog me miró y echó unas babas, algo blancas. Quise abrazarlo, contarle que últimamente trazaba demasiadas medias lunas con la punta del pie en los vagones, que hacía días que no caminaba por la calle Montesa ni visitaba a Las Meninas, que no creo que logre superar a Bandini y que era una pena que una banda como Madee no volviese a grabar un nuevo disco. “Curro, ven aquí, no seas pesado, deja a la chica”, escuché.

Y cómo le explico yo al dueño de Curro, un tío de lo más trendy, de unos 40 años, cabello blanco, cazadora de cuero y aretes en ambas orejas que él no me molesta, que preferiría que se quedara un rato, que sus ojos mansos y su hocico achatado de toro me han elegido a mí, entre toda esta plaza, por alguna razón.

Quizás Curro tiene una misión antibiótica, mitigar estas fiebres repentinas y cotidianas. Pero cuando me doy cuenta, el Bulldog ya se ha dado la vuelta y se va trotando, torpemente, detrás de una pelota de goma. Miro mis zapatos y comienzo a trazar medias lunas entre el pozo de baba que ha quedado entre Curro y yo.