martes, 9 de diciembre de 2014

Los comedores de arsénico VII


VII 

Félix no me deja hablar de ti en nuestras sesiones, le dije, de sopetón. Ella no levantó la mirada del libro, como si yo no estuviese frente a ella, como si no hubiese dicho nada. Que te digo que Félix no me deja hablar de ti cuando voy a consulta. Ajá, murmuró, insoportable, ahorrándose vocales. No hay nada que me irrite más en Mercedes que cuando se hace la ausente, que suele ser la mayoría de las veces; al menos conmigo. ¿Y no se te hace raro?, insistí. Pues no. La verdad no. Sacó un postip color rosa y marcó con él una página. ¿Qué lees? Nabokov, respondió. ¿El de Lolita? Sí, Juan, ése, el de Lolita. ¿Y te gusta? ¿Qué cosa, Juan? Pues el libro. Tampoco contestó. Volvió a extraer otro postip y marcó la página siguiente. La mitad del libro estaba llena por completo con esas pequeñas banderitas con aspecto de lengua de serpiente; un libro medusa, como ella, como Mercedes. No me estás haciendo caso; pensé que reclamándole atención conseguiríamos hablar, aunque fuese un poco. ¿Y qué querías, que Félix compartiera contigo lo que hablo con él? Su silencio me parece justo, afirmó sin mirarme. Me ha dicho que estás mejor, le dije jugando mis fichas. Y lo estoy, llevó la mano a su pequeña cajita de postips, pero sólo consiguió sacar una lámina transparente sin pegamento que ya no servía para nada. Se habían acabado. ¿Mejor en el periódico?, solté yo. Igual que siempre, devolvió ella. Con Mercedes, hablar es como jugar al Ping-pong con un coreano somnoliento. Vamos, que eso en tu caso es algo así como: igual… de mal. Ella levantó, al fin, la mirada. Al menos a mí no me da por tirarme a la autovía... ¿Y qué tal Félix, te ha servido por lo menos para que la próxima vez que intentes matarte lo consigas?, cogió la cajita sin postips y la usó como improvisado marca libros. Pues, si te soy sincero, le dije, tengo la impresión de que Félix no me hace caso. Le he pillado, varias veces. Me confunde con otros pacientes. Me pregunta por cosas que acabo de contarle. Creo, la verdad, que no me escucha. Bueno, no te quejes, al menos te deja pagar las citas de tres en tres. Míralo, es como un crédito, cuántos psiquiatras hoy día ofrecen terapia con financiación. Mercedes llevó los dedos al plato vacío de aceitunas. Te las has comido todas, dijo, cuando en realidad había sido ella. ¿Salimos a fumar?, me preguntó. Hace demasiado frío, y la verdad no me apetece, ¿por qué no te pides otra ronda? Pídela tú, ya vuelvo, ordenó; Mercedes cogió el abrigo y sacó la cajetilla del bolsillo. La ví atravesar el bar y salir a la calle. Encendió el cigarrillo y se puso a fumar de espaldas a la cristalera. Desde niña, Mercedes ha tenido la manía de permanecer de pie con las piernas abiertas y empujando las caderas hacia delante, como si estuviese a punto de bajarse la cremallera para orinar. Siempre fue un poco marimacho, aunque con los años, su brusquedad se ha convertido en un encanto discreto. Cuando tenía 17 daba apretones de mano en lugar de besos y hablaba con voz de hombre para disimular el terror que le producía hablar con otras personas. Es guapa Mercedes, pensé mientras la observaba dar largas caladas a uno de esos Marlboro extra largos que ella compra para fumar más sin que parezca. De pronto, un hombre gordo y con barba se detuvo a hablar con ella. Se saludaron con dos besos entusiastas, el de ella un poco más psicópata que el de él. Y como siempre que se sentía evaluada, Mercedes comenzó a gesticular en exceso, como si intentara demostrar más sorpresa y felicidad de la que realmente siente, lo que la convierte casi siempre en una mujer excesiva para quienes la conocemos y encantadora para quienes se creen sus paripés. El gordo barbudo parecía tener prisa y se despidió de ella con dos besos mochos y torpes que ella respondió ofreciendo las mejillas y poniendo morritos, besuqueando el el aire. Él se alejó imitando con las manos el auricular de un teléfono. Ella, en cambio, respondió con el gesto de quien escribe en un teclado. Mercedes odia el teléfono. Cuando contesta, lo hace con una sonrisa de hormigón, como si fuese posible oír en su voz  el rastro de esa mueca risueña y feliz. Pedí dos tercios  más de cerveza y un cuenco de aceitunas. Mercedes sólo come aceitunas y, a veces, frutos secos, pero sólo si son cacahuetes. Eso sí, odia los kikos; son demasiado duros y hacen que le duelan los dientes. Viéndola fumar, todavía de espaldas, me di cuenta de que sabía de ella todo cuanto no era importante: el  mal humor que le produce que la tropiecen en la calle, la irritación que despiertan los viejos y los niños, su manía de ir sentada en el autobús aunque sean sólo dos paradas… Conozco de ella ese largo catálogo de tonterías y, sin embargo, no soy capaz de saber cuándo está mal o cuándo peor; no sé distinguir sus cabriolas ni sus cambios de humor; soy capaz de creerme cualquier mentira, porque ése es el acertijo de Mercedes: lo que parece de lo que es. Ella siempre busca aparentar ser más inteligente, más calmada, más feliz, más capaz, más dispuesta, más dueña de sí misma, más, más, más… siempre más. Pensaba todas aquellas cosas cuando ella se sentó de nuevo a la mesa. Te he pedido más aceitunas, le dije haciéndome el eficiente. Mercedes sentó en el sillón y se escurrió un poco. Y entonces,  Juan, ¿piensas buscar trabajo de lo tuyo? ¿Y qué es lo mío?, dije como un buen centrocampistas que recupera balones. Pues los números, las cuentas, vamos, las finanzas. Podrías aprovechar el paro para hacer un máster en gestión, o finanzas, ¿no crees? Ni lo sueñes, le dije mientras despegaba la pegatina de la botella vacía de cerveza. Creo que deberías. En el fondo, Juan, si trabajabas en aquel banco es porque querías que alguien se fijara en ti y te contratara como analista. Eso mismo, Mercedes, quería. Ya no. Un camarero de barba tupida y brazos tatuados dejó sobre la mesa los dos tercios y el cuenco con aceitunas. Quién era el hombre que te saludó, pregunté para cambiar de tema. Bartolomé, el editor de Lengua de Vaca, dijo cogiendo una aceituna, como si yo supiera qué demonios es Lengua de Vaca. Una editorial independiente, redondeó, generosa, para que yo no estuviese tan perdido. Me ha dicho que le envíe mi manuscrito. ¿Y vas a hacerlo?, atraje hacia mí el cuenco de aceitunas en cuanto me di cuenta de que iba a echar el hueso chupeteado entre las olivas.  No sé… y resopló. ¿Y qué fue lo que le dijiste a Félix de mí? Pues la verdad. Abrió los ojos simulando sorpresa: ¿y cuál es La Verdad? Pues que no estás tan bien como dices. La miré coger el cuenco, sacarse el hueso chupado y dejarlo entre el resto de las aceitunas sin morder. Los detalles, Juan, siempre se agradecen, me respondió. Nos miramos, en silencio. Y sólo ahora me doy cuenta de que no había entendido, de que jamás había comprendido  ni una sola de las palabras de Mercedes.

domingo, 16 de noviembre de 2014

El Club de los comedores de arsénico II

-->
II (en realidad uno)
No deseaba morir por cansancio ni miedo; por despecho o frustración; ni siquiera por venganza. No quería matarme por ninguno en específico de aquellos motivos, sino por todos a la vez. La idea aparecía en circunstancias anodinas, tópicas: al mirar los rieles raspados del andén del metro; frente a una ventana abierta en cualquier edificio de más de cinco pisos; en lo más alto de una larga escalinata,  preguntándome cuál peldaño sería el mejor para dejarse partir la crisma. Estudié todos los modos y escenarios posibles y escogí uno. Ése. Justo ése.
Entonces me gustaban las listas. Tenía docenas de ellas: accidentes de aviación sin resolver; versiones mejorables de malas películas; mujeres que podrían haber sido hermosas de no haber sido por sus defectos imperceptibles. Comenzaron siendo inofensivas, pero con el paso de las semanas, me di a la tarea de confeccionar una de muertes ocasionales -no del todo dolorosas- con las que distraerme. Era un pasatiempo. Casi comida gratis,  la forma más cómoda de obtener algo sustancioso a cambio del módico precio de imaginarlo.
Tampoco llegué a ser un militante en aquello de apurar el más allá. Experimenté arrebatos entusiastas de apego a la vida. En una ocasión, tiré todas las pastillas que guardaba en casa en el contenedor de basura. No eran fuertes y mucho menos demasiadas; de hecho, lo más potente que llegué a tomar alguna vez fue Clorazepan. Me ofendía que Félix -el psiquiatra que Mercedes me sugirió y que comencé a ver para tratar un insomnio demasiado largo-, me recomendara una droga ñoña y sin atributos que dejé de tomar por mi cuenta, convencido de que ni siquiera me hacía efecto.
Y  aunque aquello fue como tirar cuatro de cajas de paracetamol o deshacerse del detergente para evitar la tentación de una muerte doméstica, ridícula o fallida, llegué a pensar que hubo algo tan noble como cobarde en el gesto de tirar el Clorazepán (caducado) que guardaba: preservar la vida que no tenía el valor de quitarme. En esos meses tuve mis idas y vueltas. Cortas epifanías seguidas de chiclosos rebrotes; la gasolina de la autocompasión poniendo en marcha el motor rugiente de mi destartalado malditismo, lo que hacía que el asunto fuese circular y cansino.
Pero, aquella, justo aquella noche, un aguijón de orgullo me hizo pasar del bando de los reblandecidos al de aquellos que un buen día se despiertan y desconciertan a todos con una barbaridad. Pensé en los que no esperaban de mí ni siquiera una muerte atroz -¡os vais a cagar!, dije-. Un suceso terrible que les obligara a preguntarse qué ocurre con la vida para que ese tipo de cosas sucediesen. Había llegado el momento de poner en práctica el asunto. Nada de coqueteos, ¡No, no, no!
Decidí que debía escoger entre una muerte sin dolor y una muerte segura. Opté por la segunda.  Salí de casa sin dejar ni una nota -¿debe uno avisar que va a matarse como quien dice que se ha marchado a comprar pan? ¿la descubrirían mis compañeros de piso -la nota- enterrada entre facturas del Dia pegadas con imanes en la nevera?-. Ni pensarlo. No la verían y, de ser así, no se darían por aludidos.
Caminé sin prisa hasta la pasarela por la que a veces cruzan corredores nocturnos y jugadores de Padel, esa modalidad de tenis para gente que nunca podrá jugar al tenis. Me cercioré de que no fuese demasiado pronto. Calculé una hora inofensiva y eché a andar por el parque lleno de pequeños volcanes de mierda que dejaban a su paso los perros del barrio y de los que, me parecía, emanaba un humo breve, aun vivo en el frío del invierno.
Esquivando los montoncitos que ninguno de los dueños de los perros se dignó en recoger, comencé a repasar los suicidios que hasta entonces me parecían ejemplares. El de Robert Enke, portero del Benfica, el Barcelona y el Hanover, que se tiró a las vías del tren –‘el portero que temía a la vida’, dijo la prensa cuando se supo la noticia-; tenía 32 años y una hija muerta.  También Tony Scott, el director de Top Gun –una película mejorable pero me resultó indispensables durante mi adolescencia-, que se tiró desde el puente Vincent Thomas en Los Ángeles; le habían diagnosticado un cáncer inoperable. Y, claro, mi favorito, el campeón de los desdichados: Michael Marin, ex financiero de Wall Street.
Su historia me gustaba; era a la vez absurda y magistral. A mitad de camino entre la sorpresa y el método. Marin, un tiburón de las finanzas egresado de Yale, apuró la larga travesía de la bancarrota, hasta que se vio con el agua tan al cuello –y la cuenta corriente lo suficientemente vacía- como para no pagar la hipoteca de su enorme mansión en Phoenix. Decidió entonces prenderle fuego a la propiedad para cobrar el seguro y, santas pascuas, sanear sus catastróficas finanzas. El plan podría haber sido perfecto, de no ser porque se descubrió que aquello no había sido un accidente.  Michael Marin fue llevado a juicio. El jurado le declaró culpable del delito de incendio intencional y le condenó a 16 años de cárcel.
Nada más leer la sentencia, Marin se llevó las manos al rostro y las acercó a la boca, donde introdujo con discreción un puñado de pastillas. Transcurrieron un par de minutos en los que bebió un poco de agua. Acto seguido cayó al suelo en medio de convulsiones mientras su abogada intentaba levantarlo del suelo pensando, ¡oh Dios!, que aquello era un ataque de nervios. Pero no, nada de nervios. Marin murió en la misma sala del tribunal. He visto el vídeo cientos de veces en youtube y debo decir que es la forma más sobreactuada que alguien haya usado jamás para morirse de verdad.
A diferencia de mí, aquellos suicidas ejemplares tenían motivos. O al menos eso pensaba yo. Y cuanto más cerca me hallaba del puente sobre la autopista, más me convencía de que la mía no reunía las condiciones para formar parte de una lista de muertes modélicas, mucho menos representativas de algo. No me empujaba, ya lo dije, la desesperación. Tampoco la certeza de quienes viven atormentados por algo. No tenía nada de qué huir, porque no tenía nada.
Vivía en un cuarto sin ventanas por el que pagaba casi 500 euros mientras el resto de mis compañeros de piso pagaba 300. Llevaba años trabajando en una oficina de banca de inversión como encargado de reprografía y encuadernador de informes, puesto al que llegué después de graduarme, sin honores, en empresariales. Había tenido novias ocasionales y sosas de las que no guardaba ni un solo recuerdo memorable, ni siquiera uno desagradable o truculento. Mi familia era pequeña y disfuncional: mi padre vivía en Cichabamba con una hija y una mujer que mantuvo en secreto durante cinco años –y de la que no sospechábamos su existencia hasta que recibimos la estrambótica visita- y mi madre sobrellevaba lo más dignamente posible una viudez improvisada que se inventó luego de amenazar a mi padre con un cuchillo jamonero para que desapareciera por completo de su vista.
Una vida ceniza, gris como un traje sin atributos. Visto así, lo mejor era sorprender, dar el pelotazo de la desilusión. Arrojarse al único vacío donde los resbalones son  compensatorios; algo así como ejercer un heroísmo venenoso y narcisista -¿son respetables los suicidas?- hecho del mismo material del que están hechos los gestos imprevistos. Me decía todo esto a mí mismo mientras escuchaba el paso rasante de los coches que cruzaban la M-30 en dirección a San Sebastián de los Reyes. Ahí estaba, espectral, a punto de convertirme en un suicida modesto, no demasiado original, pero suicida al fin y al cabo. Y cuando estaba ya a punto de saltar, el cretino ése salió de la nada, empujado por la sebosa casualidad y cargando una bolsa llena de palas de Padel.
No me maté; y fue por su culpa.

lunes, 18 de agosto de 2014

Los comedores de arsénico (I)

XXX
-->
Adónde van los que no tienen certezas; los que echan a correr descalzos, sin ánimo de vida sana; aterrorizados y sin propósito. En cuál plaza se reúnen los que no ametrallan cuando hablan; los que dudan; los que se miran de reojo en las cristaleras de los balcones; los que nunca han sido, ni desean ser, confidentes; los que viven encendidos de pura fiebre y extraen palabras de las libretas como quien arranca champiñones, “con los pies enterrados en mierda y con la certeza de que el producto no es un manjar” (*).  
En qué bar se reúnen, para licuar el ánimo, los que sin perder saben que la guerra se libra en otra parte. Adónde van a parar los vanidosos. Los que sienten que el mundo les debe algo. Dónde pasan las noches los que no duermen; los que subrayan y salen a buscar papelitos con los cuales marcar los libros que ya deberían de haber leído; los que no parten banquetas en la cabeza de otros y vuelven a casa, cenizos y apaleados, apretando las mandíbulas y haciendo saltar los dientes en pedazos. A qué ejército pertenecen los que no son genios ni enamorados; los que ni tienen ni esperan nada (*).
Con quién hablan en las exposiciones que en verdad no fueron tan buenas; a quién le piden un deseo cuando el monedero se vacía en la fuente seca de los días. Quiénes son los que ni emprenden ni obedecen; los que no pertenecen; los que van, a la vez, a la derecha y a la izquierda; los que desertaron de cualquier farmacopea; los expansivos; los desaforados; los agotados; los que quieren apagarse como los ordenadores sin corriente; los que se aficionan a fotografiarse con animales muertos y se disparan luego con un rifle, y también los que -para matarse- buscarían métodos más modernos y discretos; los que, queriendo vivir, se envenenan de a poco, picoteando matarratas o dando mordiscos vigorosos a un bizcocho espolvoreado con arsénico.
Solo a ustedes -la tribu más hermosa que se haya extinguido jamás- pertenece la cólera, la primera palabra sobre la que alguien levantó el acantilado de la literatura.  

(*) Félix Romeo. ¿Por qué escribo? (Xordica, 2013)
(*) Chusé Izuel. Genios o enamorados.

domingo, 10 de agosto de 2014

Hombre solo que camina

-->
Cómo camina un hombre una mañana de domingo por la plaza Santa Bárbara. Cómo demuele el sol del verano con sus botas gastadas. De qué forma tritura la canícula, con las mandíbulas apretadas –siempre apretadas-, mientras empuja con desaliento el paso cansado de alguien que –a mí me da por pensar- no desea llegar a ningún lugar. 
Lo veo avanzar, dueño de la imagen gastada de quien sostuvo un Dry Martini -el único mar que tiene Madrid, dijo él alguna vez-. Cubiertos los ojos con unas Ray Ban Warefarer, la mano derecha ocupada con una bolsa de Primark y la izquierda con una cajetilla de tabaco –la marca de siempre, Camel Blue-. Y en su paso perdido hay algo de Saúl Trífero, acaso del Sebastián que no sabe bailar, incluso del Zazà jubilado o de la Cordelia que esta mañana se esfuma en el aire… como un hartazgo.   
Dudo si ponerme de pie, acaso atravesarme, improvisar  el incordio de un saludo que será anónimo –hay quienes nunca tenemos nombre en el recuerdo de otro-. Y sin embargo, me mantengo en el banco metálico de respaldar incómodo, mientras sigo con la mirada su paso estropeado. 
Hombre de cejas furiosas y tatuajes sin brillo; dueño permanente de una voz que a mi me parece trueno en el papel, aunque en la vida real sea, solo, el sonido gangoso de una voz nasal. 
¿Cómo camina un hombre solo una mañana de domingo por la plaza Santa Bárbara? Pues parece que así: a vueltas con algo parecido al cansancio; el resoplido agotado de las demoliciones que brillan, como los columpios sin niños y las mesas de terrazas que relucen bajo el sol en un domingo de verano con gente sin nombre y calles con perros. 
No hay quien quite la sal a este mar que lame las aceras de Madrid y que se descuelga, siempre, de la copa de un Martini que acabó ya hace mucho tiempo.  

domingo, 3 de agosto de 2014

Barbitúricos ciudadanos

-->

Una maleta nunca es la misma. Cobra una nueva existencia en cada equipaje; vive de lo que alguien aprisiona en sus correas. Late, pesada, con el pulso de su carga. Puede vérseles tropezar en sus coreografías, como barrigas de peces que caen sobre los terminales de los aeropuertos. Todo lo que ellas contienen es frágil. Son eso: equipaje, el sobrepeso de las buenas intenciones. 
A su alrededor, pasan los viajeros, inspeccionan en ellas un distintivo: la marca prolija con la hora y el destino del vuelo, o la simple etiqueta aeroportuaria. Las miran bien, las protegen. Luego las dejan ir, no sin antes pasar lista a la combinación: esa despedida implícita de sus cerrojos. 
Una maleta nunca es la misma; son ese vuelo a punto de partir, ese montón de ganas envueltas en papel plástico. En eso pensaba mientras me vestía con el chaleco fluorescente de los que tienen algo que declarar. Llevaba conmigo toda la furia del mundo, la fiebre más roja de todas. Pero mis párpados son más fanfarrones que mi voluntad. Dejé mi pasaporte en el mostrador. Bajé a la pista. Obedecí.
Allí estaba, de pie, frente a mi ultrajada ballena, viendo cómo un funcionario de la Guardia Nacional venezolana se daba el último gusto –al menos conmigo-. Levantaba los cerrojos con fruición. Tac, tac. El funcionario me apuntaba con su verde uniforme, con su cartelera de medallas en el pecho; el arma en el cinto y el país desangrado en sus cartucheras. Pero de qué vale maldecir, ¿de qué vale?, pensé. El distinguido auscultaba, husmeaba sólo como suele hacerlo la autoridad cuando está muy ocupada, precisamente, en ser La Autoridad. “¿Por qué tantos libros?”, increpó. Quise decirle que llevaba toda la coca del mundo en esas páginas. Pero soy cobarde. Obedezco fácilmente. 
Me contuve, miré mis cosas revueltas: libros, cajas de cigarrillos, suéteres que no sirven para el frío, objetos inútiles, lugares portátiles. En medio de la pista del aeropuerto Internacional Simón Bolívar vi desfilar mi vida, las escasas pertenencias que habrían de atravesar el Atlántico conmigo. Sentí, de pronto, estar frente al vientre abierto de una ballena que se deja tocar las vísceras. Sentí pudor, quise cubrirla y cubrirme. Y aunque quise muchas cosas, no hice ninguna. Y aunque desee patear a los perros antidroga, escupir al distinguido, arrebatarle de sus manos mis sujetadores y camisas. Aunque quise, no lo hice. No le pedí ni una sola explicación. No alcé mi dedo. No le pregunté cuántas balas suyas llevan nuestro nombre escrito. No le pregunté nada. No quise refugiarme en la solidaridad de los civiles; todos a mi alrededor actuaban igual. Todos éramos minoría. Monté un pie en la baranda de seguridad, sólo por darle a mi postura algo de rebeldía. El resto fue sólo obediencia.
Una maleta nunca es la misma, su pasajero tampoco. Compartimos una indefensión de pescadería. Alguien nos descuartiza, nos abre en dos, nos jurunga, nos ultraja. El día que tomé mi primer avión a Madrid, entendí de qué están hechas ciertas despedidas. La mía fue eso: aquel puñado de mierda y vísceras; aquel litoral acabado; ese país insolvente al que no pude devolverle si quiera una lágrima.
-¿Pollo o carne?
-Pescado, por favor- le respondí a la azafata.
 (*) Este texto lo escribí hace ya casi ocho años. Va por ustedes, por nosotros. 
(*) La imagen es de 2006. El cadete completaba un Cadáver exquisito. En una 'vaina' que inventamos, cosas de ésas, que se podían hacer. Si yo 'hecho'/'echo' (añorar es construir) de menos un país, es ése. Y por ése apuesto. Por ése ansío (ya, ya sé... que la RAE no deja acentuar el pronombre demostrativo, pero 'me la suda'). Por ése añoro; como hoy... y casi todos los días. 

miércoles, 11 de junio de 2014

Desangrarse en un charco de jugo de guayaba

--> 


Me toqué el entrecejo, varias veces. Sabía que esa noche tampoco dormiría, como la anterior a esa; y la anterior a la anterior. Durante el insomnio todo es impar. Y a mí los nones no me gustan. Sólo lo que puedo dividir sin decimales me tranquiliza.
De aquella noche –pensé- solo podría extraer un jugo cansado, amargo como lucen los días en los vagones de metro. Me fui a la cama, arrastrando consonantes y frotándome el entrecejo, como si intentara borrar algo claveteado con fuerza. Casi con la angustia con la que de pequeña rascaba mi frente los miércoles de ceniza.
Pero dormí. Sí, ocurrió. Soñé con mi ciudad, Caracas. Recorría tiendas vacías en un centro comercial con vitrinas relucientes.  Creo que buscaba a mi hermana, a quien imaginaba visitando establecimientos para comprar algo –en la vida real no se consigue casi nada-.
En mi raro paseo, un hombre con un revólver escondido en su bolsillo me vigilaba. Yo sabía que llevaba uno –sí, pensé como se piensa en los sueños, con esa certeza de tragedia griega-. Pero no me importó. Yo sólo quería encontrar a mi hermana.
El hombre con el revólver se acercó a mí. Era grueso, casi fofo. Su sobrepeso remarcaba todavía más la empuñadura del arma, que –ahora sí- sobresalía del bolsillo. Apenas me miró. Entonces sacó su pistola. 
Era un oscuro revolver de tambor – un 38, un arma de policía-. Y entonces lo hizo. Me descerrajó  un tiro en la frente. “Toma, catira, un disparo”, dijo justo antes de apretar el gatillo. En mi ciudad, a las rubias les llaman catiras.
No recuerdo si caí al suelo. Sé que tenía miedo. Sabía que, de no sobrevivir, no encontraría a mi hermana. Si simulo mi muerte, quizá viva; razoné. Y ahí me quedé, en los pasillos de un centro comercial, mientras un pulposo jugo manaba de mi frente.
La hemorragia no era roja. No olía a metal. No tenía la gravedad de los crímenes ni las desgracias. De mi frente no salía sangre sino jugo de guayaba, la fruta más dulce y agusanada que un niño haya probado jamás.  Aquella, siempre aporreada en los abastos, con la que mi abuela componía un azucarado brebaje que yo bebía a morro –y a escondidas- asomada a la nevera.También hacía con ellas un potente dulce, de melao rosa, que mi madre guardaba como un bien valioso. Lo era.
En el sueño el adormecimiento sobrevenía. Ocurría con la sensación placentera que tienen las ráfagas de calor en las ciudades con valle. Porque si algo recuerdo de las guayabas era aquella propiedad de darse contra el suelo como ninguna otra fruta. Con un golpe pocho y sordo; empalagoso, como el sonido que producen las cosas maduras al estrellarse contra un patio de cemento. Así han de sonar los corazones cuando no laten.
No recuerdo si viví o no. Sólo sé que me levanté acariciándome el entrecejo claveteado por el disparo que me propinó en sueños un hombre obeso. Me levanté de la cama, deletreando, de a poco, la palabra catira… un sustantivo artificioso, que nombra a las que nos teñimos el cabello y escondemos las cosas a gritos.

domingo, 8 de junio de 2014

Genios o enamorados

-->

Hace unas semanas fui a ver una película. Más que una historia, eran varias. Entre una y otra, el realizador aparecía; hacía y decía cosas. A veces cruzaba como un fantasma sosteniendo un largo micrófono; en otras hacía sonar una claqueta que acotaba un tiempo que no era tal; que no transcurría; un tiempo controlado de antemano, un hilo raro de historias que eran –y a la vez no- la misma: un grupo de actores alrededor de León,  un director joven que quiere hacer una película sobre el suicidio.
Me gustaron los recorridos que hacían los protagonistas por mi barrio; la larga caminata con la que cruzan de madrugada la Plaza Mayor y por la que se pierden entre antenas de televisión, como esas que perseguían a Mastroiani cuando alguien dejaba un mensaje de voz en Estamos todos bien. Estaba rodada en blanco y negro. Cada historia suponía una estampa. Un chico y una chica que se parten la caja con un tetrabrik a la hora del desayuno; una actriz que canta borracha, sentada sobre una barra después de sorber fideos en un japonés; amigos que se llevan la contraria al momento de pagar la cuenta en un bar al que voy a menudo… Una vida sin consonantes –las consonantes como los elefantes me obsesionan- y que para resumir tendría que valorar. Algo que no deseaba hacer, ni ese día ni hoy.
La película, de Jonás Trueba, se llamaba Los ilusos. Y fui a verla por la misma razón por la que hoy deseo licuarme de a poco en el sofá: quería una explicación, una consonante, la esquirla de un espejo dónde verse retratado. El filme se publicó junto a un libro, también de Trueba: Las ilusiones (Periférica).
Leí el texto del tirón. Lo subrayé, varias veces; sobre todo en las partes dedicadas a Roberto Juarroz. En sus páginas, como en la película, entraban y salían anotaciones, impresiones, folios de una Moleskine imaginaria que podría haber sido la mía; la de alguien más. Al salir del cine, al cerrar el libro, sentí lo mismo: tenía en las manos un artefacto, un artificio. Algo que parece y podría ser real; algo que, para existir, debe atravesar el largo desierto de la creación, ese medano donde encallan y se estropean las ideas. Porque en el fondo partimos de eso: de una ilusión, es decir, un algo sugerido por la imaginación o causado por engaño de los sentidos, pero también aquella otra cosa que se aloja en la esperanza.
Tumbados en una cama, el protagonista, León –el que quiere hacer una película sobre el suicidio-, y una actriz –la que sorbía fideos, la que cantaba en una barra, la que hacía cursos para prepararse a las audiciones en las que no la cogen- hablan desnudos. Él lee en voz altas pasajes de un libro que ella escucha mientras, me da a mí por pensar, se muere de frío, un frío que comienzo a creer que no proviene de la imagen, ni siquiera del blanco y del negro, sino de las palabras que León pronuncia.
“Puede que me equivoque, pero existe un momento en la vida, sólo un momento, en que somos conscientes de que somos genios o enamorados. O una cosa u otra, imposible ambas. Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra carga, sea la que fuere, hasta el final de los días. Yo superé ya el momento. Sé que nunca alcanzaré las cimas de la genialidad y, lo más abrumador, acongojante aun, sé que el momento del amor se escurrió entre mis dedos para siempre. Así, ni tengo nada ni espero nada”.
Ese párrafo lo atribuyó Félix Romeo a su amigo Chusé Izuel, el escritor que recién cumplía los 24, el mismo que decidió acabar con su vida saltando desde un balcón y al que él dedicó su novela Amarillo.  Una a una, sus palabras se quedaron pegadas a la ropa como un olor o una intención. Al día siguiente lo busqué en Internet. Apenas conseguí un fragmento. Pero con eso me bastó. Lo copié en el portapapeles y lo guardé en un documento en blanco, donde permaneció hasta hoy.  Entonces releo, en voz alta.  Genios o enamorados “O una cosa u otra, imposible ambas”. Me balanceo en la doble idea de la ilusión como espejismo y esperanza. Me columpio. Confecciono mi balcón imaginario, deletreo el largo desierto que existe entre una idea y su forma final, ese que separa lo que esperamos de lo que obtenemos. 
Genios o enamorados... Me levanto de la silla y me asomo a la ventana con una sola certeza. Si la escritura fuera lo que ansío -lo que espero-, si con ella pudiésemos realmente corregir o enmendar, a Izuel habría que escribirle una vida en la que fuese posible volar. Pero no es posible. Por eso, a veces yo también, ni tengo ni espero nada. Me doy la vuelta, recorro con la mirada una biblioteca a la que le crecen torres apiladas de libros. Genios o enamorados… Cuál será esa parte del espejo -de la vida- donde se pueden ser las dos cosas a la vez, me pregunté entonces y ahora. Nos pasa a los ilusos: "nos gusta mucho especular".

martes, 20 de mayo de 2014


_
En días como hoy, el 26 pasa cada ocho o diez minutos. Mientras ese tiempo transcurre, hago lo que siempre: inspecciono la rotonda, acumulo en mi mente un número razonable de cosas por hacer, examino mi silencio el tiempo que dura en desinflarse un suspiro. Me saco de los bolsillos motivos, como quien rasca monedas al final de un una billetera. Pienso en algo parecido a una manta y entonces pasa lo que pasa: cruza frente a mi un raro trencito de turistas que pedalean; se desarma de un golpe el reloj de Atocha y voy quedándome sin ideas, sin nada qué decir. Levanto la vista. Me dejo abatir. Subo al autobús pensando que hay cosas que deberían ser distintas y otras que ya lo son. Y me quedo ahí, redondeando esa idea con la yema de los dedos. Me dejo licuar, de a poco. El 26 sube Atocha dando pesados tirones.
Hay cosas que deberían de ser distintas y otras que ya lo son.  

sábado, 29 de marzo de 2014

La cara B del látigo de Capote

-->

Todos los días me levanto con el mismo miedo. “No seré capaz”. Se esparce entonces en mi mente, enchumbadita, aquella nube que comenzó a condensarse en mi cabeza cuando entré al colegio en primer grado. Tenía seis años y una debilidad extrema por la gomina (ni un cabello chusco debía sobresalir de mi coleta).
En aquel entonces, sacar buenas notas, en lugar de hacerme sentir bien, me generaba una angustia terrible. “¿Podré mantener esa nota los próximos trimestres?”.  Aquella desazón, de la que no tengo un recuerdo previo sino hasta los años del colegio,  se inauguró justo el día en que comencé a utilizar uniforme de pantalón azul marino, mocasines negros y suéter de la marca arena con el anagrama del colegio.
Desde ese entonces, acaso por la confusión entre lo que me gusta y lo que debo hacer, hago las cosas con una angustia secreta, una desazón que parpadea sin parar, como un anuncio de neón de los noventa. Como si, en la mente, una voz me hablara a gritos. Algo así como un cabo o un general con fusta, que a veces se va de paseo pero vuelve al rato más enfurecido todavía. “¿Es que no has terminado aun?”, grita en alemán. Aunque, claro está, yo no hablo alemán. Pero me hago la idea de cuan terrible debe sonar.
Por eso me gustó tanto el Bartleby de Melville remasticado por Vila Matas. Porque esa idea –“preferiría no hacerlo”- compite en mi cabeza con su opuesto. Y entre querer y no querer, entre deseo y deber,  algo se deja colar. Y entonces hago lo que me toca –leer, escribir, levantarme de la cama, salir a la calle-. Pero siempre con esa desazón sobre lo que es o no suficientemente bueno. Y yo nunca he sentido que algo haya alcanzado jamás la suficiencia.
Es tópico, ya lo sé, pero la frase de Truman Capote –esa que afirma que cuando Dios te da un don, te da un látigo, para que te azotes con él- fue uno de mis peores  descubrimientos morales. No estaba yo segura de tener un don –a ratos lo pienso, a ratos no- pero si de algo tenía certeza era de la existencia del látigo. Desde entonces nunca lo suelto. A diferencia de la gomina, no dejé de usarlo jamás.  De hecho, lo tengo aquí, a mi lado.
La gente con certezas me genera ansiedad. Y aunque sé que me engañan, que no están tan seguros como parece –si citan a Baudrillard lo descubro al instante-,  me ponen a la defensiva. Quizá por eso, la mayoría de las veces, en lugar de preguntar afirmo, como si atacando me protegiese, como si espantando –de la boca para afuera- la duda, apagara por unos instantes el anuncio de neón -¿serás capaz? ¿no serás capaz? ¿serás capaz? ¿no serás capaz?-. En una ocasión no pude apretar el interruptor. Y pasó lo que pasó.
Fue en una conversación con Leila Guerriero. Yo acababa de leer su texto sobre el bovarismo. Me encontraba muy revuelta y acudí a la cita con el veneno circulando en mi sangre. Sé que mantuve el tipo el tiempo que duró el encuentro. Al salir, camino al metro de Gran Vía, me eché a llorar y fui caminando hasta la estación dejando un reguero de trocitos. Me sentí cansada, agotada -como hoy-. No sé si porque ese día percibí en el corazón de la argentina trazas de gomina; acaso porque me di cuenta de que ella también hacía uso de un látigo invisible o, en última y más probable instancia, porque su texto seguía emponzoñando mi pecho pequeño y huesudo.
Desde hace tiempo tengo la manía -como aquello de las certezas- de desconfiar de los que solo usan ropa con manga larga. Acaso porque me da por pensar que disimulan cortes, heridas hechas a conciencia y con voluntad en una habitación en la que nadie los ve. Cuántos de nosotros usamos manga larga, aun vistiendo camiseta de tirantes.  
Vienen a mi mente estas cosas por un motivo. Desde hace al menos un mes leo y releo un libro llamado Por qué escribo (Xordica), de Félix Romeo. El texto que da nombre al libro es uno de los más hermosos que he leído jamás. Si yo tuviera el valor que ese texto me infunde, estoy segura de que habría cogido un avión en la T4, me habría alistado en una guerra o me habría hecho apresar después de echarle jabón a la Cibeles. Es algo, una euforia limpia y bonita, de esas que sólo producen el enamoramiento y el entendimiento –en ambas cosas hay una rara luz-. El texto de Romeo es la cara B del látigo de Capote.
Si a mis 16 o 17 hubiese leído ese texto de Romeo, a lo mejor hoy sería más valiente, mejor lectora; de haberlo conseguido, quizá habría ocurrido el milagro; quizá el anuncio de neón -¿serás capaz? ¿no serás capaz?- se habría apagado definitivamente y el sargento alemán no pasaría revista en mi cabeza. Pero era imposible. Ni yo conocía al aragonés ni él había escrito esas páginas todavía.  Y así como la Emma Bovary de Guerriero me paralizó –acaso porque un poquito de arsénico en las comisuras me delata a mí también como una insatisfecha comedora de veneno-, las razones de Romeo me dan ganas de eso: de vivir, de entender, de apagar el interruptor. Yo sólo espero que alguien de 16 lo consiga a él antes que a Capote.

viernes, 28 de marzo de 2014

Manzanas verdes

-->

De un tiempo a esta parte, cuando veo manzanas verdes, pienso en mi hermana. Las odia. Y razones no le faltan. Son ácidas, bastante más duras que el resto e incluso tienen la propiedad de azotar los dientes solo como el papel aluminio lo hace con las amalgamas de los dientes.
Compro manzanas a diario, siempre dos. Golden Royal, las amarillas.  Mientras las escojo en la frutería de mi barrio, repaso con la mirada los muchos otros tipos que se ofrecen lustrosas y muy ordenaditas en bandejas de papel: la roja tipo Blancanieves; las Fuji; la variante amarilla lowcost de la Golden Royal; las reinetas… y al tropezarme con las verdes, invariablemente, pienso en mi hermana.
 Desde hace ya muchos meses, es poco lo que se consigue en Caracas. Todo escasea –el gobierno, la ley, el orden, la justicia, el respeto-, pero en los anaqueles de los supermercados el asunto se vuelve mucho más concreto y justamente por eso más grave.
La última vez que nos vimos, hace ya un par de meses, mi hermana y yo solíamos hacer el mismo recorrido, una peregrinación minuciosa por los distintos automercados para buscar en cuál de todos habría papel higiénico, leche, detergente, azúcar, café, aceite, harina, servilletas... Casi nunca conseguíamos lo que buscábamos, acaso sucedáneos. Volvíamos a casa después de hacer una larga cola para pagar los diez artículos permitidos por persona.
En esos días, mi hermana compraba manzanas rojas, de esas que tienen una textura porosa y una cáscara a veces borgoña, a veces amoratada. No eran las mejores, pero al menos se conseguían. Desde hace unas semanas desaparecieron. Sólo hay verdes. Manzanas verdes. Ácidas manzanas verdes.
Por eso cuando escojo fruta, siento el impulso de comprar manzanas rojas. Quizás porque ese gesto me hace pensar que la haría feliz. Pero no llevo ninguna, solo las dos de siempre, las meto directamente en el bolso. Antes usaba bolsitas transparentes; ahora no: contaminan –eso lo aprendí de ella-.
Salgo de la frutería pensando, siempre, lo mismo: a mi hermana solo le quedan manzanas ácidas, duras, pequeñas. Manzanas injustas. Entonces la imagino, incansable, al volante de su carrito azul. Intento pensar qué siente cuando no puede llegar a su casa porque una manifestación ha cortado el paso o una manada de Guardias Nacionales dispara gases lacrimógenos contra el edificio en el que vive. A veces me da por preguntarme si estará haciendo sus experimentos o si cruza la autopista; si ha ido a las reuniones en las que, me cuenta, algunos de sus colegas comparten la angustia del hijo preso o aporreado, o acaso a las muchas marchas a las que asiste –nunca ha dejado de acudir-.
De noche, con los ojos muy abiertos por el insomnio, me pregunto qué hace, dónde estará, si estará bien, si alguien la sigue, si podrían robarla o hacerle algo. Me la imagino, sola, recorriendo supermercados de anaqueles vacíos y haciendo una larga cola en la que conseguirá poquísimas cosas. Comienzo a dar vueltas en la cama. La mente se dispara paranoica y temerosa, en la oscuridad de una madrugada lenta y chiclosa.
Entonces me repito, con cierta ingenuidad y estupidez, que mañana -mañana sí-, compraré manzanas rojas. Al menos una dulce y jugosa, tan distinta de las verdes, esas piedras ácidas que mi hermana masticará, acaso acostumbrada ya a la cáscara agria que recubre los días en Venezuela.

domingo, 9 de marzo de 2014

Va, pensiero

X


Para ti, que me enseñaste a escucharla.
-->
Un Quijote convertido en guiñol pide que el ministro Wert sea llevado al Tribunal Internacional de La Haya. No sabe uno si el asunto da para tanto, pero casi. A su alrededor, un grupo de niños no muy convencidos miran al  octogenario titiritero con cara de terror. Son las once de una mañana con sol y algo parecido al buen tiempo. El Paseo Recoletos está lleno, a ratos. Más de 80 asociaciones ligadas al teatro, el cine o la música han convocado una manifestación por la“dignidad” de la cultura, uno de los muchos sectores afectados no sólo por los recortes sino también por el aumento de hasta 13 puntos -en el caso del cine y el teatro- en la reforma fiscal que el gobierno de Mariano Rajoy puso en marcha en 2012. Los peluqueros y las funerarias sufrieron el mismo revés. Pero ya se sabe, la gente puede elegir no asistir a un concierto, pero no detener el crecimiento del cabello o la llegada de la muerte.
Emparentada con las protestas que han hecho sectores como el educativo o médico en los últimos meses, y que se han bautizado como mareas, esta ha decidido llamarse Marea roja. Y no sabe uno si es porque lo cultural, de forma atávica y casi peyorativa, ha sido considerado en España un territorio de la izquierda, de progres y rojos, o porque el color algo dice de cualquier acto creativo. En tal caso, esta no ha sido ni marea, ni roja; y no por hacerle de menos a los artistas, sino porque la última cosa parecida a un oleaje de semejante color en el Paseo Recoletos ocurrió cuando España ganó la Eurocopa por segunda vez consecutiva, en 2012. Que no pasa nada. Que no hay por qué darse golpes de pecho ante el hecho de que el fútbol atraiga a más gente; así que de Marea Roja la cosa pasa más bien a poza pintona.
Subo y bajo por el Paseo Recoletos. Un grupo de alumnos de conservatorios ejecutan melodías amables, de esas que la gente escucha por absorción –Albinoni en su mayoría-. En otro escenario, algo más abajo, un hombre aporrea un cajón y una niña improvisa malabares. Un sonidito de organillo, acaso de paso doble y feria, hace que todo parezca confuso, casi folklórico. Camino sin convicción. Y no porque no crea en lo que dicen –vivo de esto, soy periodista cultural- sino porque un tufillo extraño tiñe el ambiente.
Escoltado por un hombre que le da vigorosas palmadas y le llama candidato, el diputado de Izquierda Unida, Cayo Lara, baja dando zancadas. Me acerco e interrumpo su paseo. Él piensa que deseo un abrazo. O una foto. Y en verdad no sé si lo que deseo es preguntarle cómo es posible que su partido acepte dinero del gobierno venezolano –lo más lejano al progresismo que existe en el mundo- o si preferiría pedirle de regalo para mi padre el pin que lleva puesto. Opto por la segunda opción, es menos complicada, más neutra . El pin en cuestión es una bandera republicana hecha con lápices, un guiño a mi padre -y su fascinación por lo que esos colores significaron alguna vez- y también al acto independiente que un objeto para escribir encierra. Le pido el pin a Cayo Lara, quien me sonríe con una dentadura inverosímil, como de hormigón. Lo siente, sólo tiene ese. El hombre de las palmadas sigue llamándole candidato y yo quiero fumar. Me alejo. Él se queda,  con su pin prendido en el ojal de la americana, y recibiendo el round de peloteo de su compañero de paseo.
Una vez en Cibeles, dudo. ¿Subo y me hago con un sitio para lo que realmente he venido a ver o me siento a leer en un parterre bajo el sol? Decido hacer ambas cosas: subo a escoger un buen lugar desde donde escuchar la versión de Va pensiero que interpretarán la Orquesta Sinfónica y el Coro de Ciudad Real y me siento en el borde de una acera. Abro entonces el libro de Félix Romeo que desde hace días leo y releo. El ejemplar es amarillo y muestra al escritor aragonés, vestido de negro, de pie y muy erguido, mientras tapa uno de sus ojos con una mano. Por qué escribo (Xordica), reza el título, es una recopilación de los textos que publicó en prensa Romeo antes de morir. Me detengo en uno, titulado El cielo no se desploma, en el que Romeo habla de cómo a la escritora húngara Agota Kristof la risa le permitió darse cuenta de que el mundo seguía girando tras la muerte de Stalin. A mi lado dos señoras intentan fotografiarse con un teléfono móvil. “Que está muy de moda, pero es demasiado difícil”, dice una de ellas tratando de hacer el selfie dominical. Tendrán ambas la edad de mi madre. Ayer hablé con ella. Me contó que llevaba ya 15 días sin salir de casa y que ahora, a diferencia de unos días, la Guardia Nacional estaba entrando a la fuerza a las casas y los edificios a llevarse presos a los estudiantes que han participado en lasprotestas caraqueñas de las últimas tres semanas, que ya acumulan 21 muertos. Sé que a ella le gustaría estar aquí. Ama el Nabucco y si a mí también me gusta es gracias a ella. Y sé que a ella, como a mí, el Va pensiero –el canto de los esclavos- que está por sonar significa cosas muy distintas de lo que para la gente aquí reunida.
Leo y espero bajo el sol. Transcurre media hora. Comienzan a llegar los músicos. El coro. Los manifestantes. Alcalá está, ahora sí, apretada y concurrida. Apenas y puedo moverme. El maestro de ceremonias sube al escenario. Y la gente aplaude, grita Sí se puede, Sí se puede, Sí se puede. Miguel Ríos lee un comunicado. Exige al Estado garantizar la cultura como derecho. Y sí, razón podrá tener, pero parpadea en mi cabeza la idea de que una cultura capaz de financiarse a sí misma es más independiente que esa otra que crece con dinero público. Pero yo no he venido a esto. Sólo a escuchar una melodía. He venido a hacer lo que siempre cuando quiero ver a mi madre: escuchar opera. Quienes arengan callan y un coro soleado emprende la que sigo pensando es una de las más hermosas composiciones que he escuchado jamás: “Va, pensiero, sull'alidorate” (Ve, pensamiento, con alas doradas…)
Y aunque el coro del tercer acto habla en verdad del pueblo judío y fue escrito por Verdi en la Italia de la unificación, hay en esas palabras una astilla propicia para arder en cualquier época. “Oh mia patria sìbella e perduta!/ O membranza sì cara e fatal!”. (¡Oh, patria mía, tan bella y tan perdida!/ ¡Oh recuerdo tan querido y tan fatal!). Que hable de las orillas del Jordán y las torres derruidas de Sión puede que sea lo de menos. Va, pensiero es la melodía de la pérdida. Los judíos añoran su tierra, como otros la suya. Ellos atraviesan el largo exilio cantando mientras les exhortan a tener fe: Dios destruirá Babilonia. Y quizás por eso, por la idea confusa que producen juntas la fe y la distancia, la pérdida y la persistencia, al escucharla, los pulmones se llenan de aire y las ganas de cantar se confunden con las de gritar. Pero hoy no grito. Me mantengo de pie. Con una mano  sostengo el móvil con el que grabo un vídeo para que mi madre lo escuche y con la otra me limpio dos potentes lágrimas que me bajan por la mejilla. “Va, pensiero, sull'ali dorate”. Las señoras que intentaban fotografiarse me miran. No entienden por qué lloro. Mejor así. Mejor.

sábado, 15 de febrero de 2014

Llámame país: Tres estampas de invierno de lo que ocurre en Venezuela

-->


"El infierno, al fin y al cabo, no es más que el eterno segundo que uno pasa en el lugar que uno no cree que le corresponde. Y en ese lugar vivimos todos"

Ray Loriga.


Estampa #1

En Madrid llueve desde hace cinco o seis días. Un invierno puñetero, cenizo. Hace frío, claro. Pero un frío de esos que destemplan un poco más cuando se mezcla con otras cosas. Y en estos días pasan muchas.

-Mi madre ha ido a la carnicería. Sólo dejaban llevarse dos pollos por persona- digo.

-¿Y por qué no los compra por Internet?-me responde.

Una ráfaga de viento del invierno entra por la ventana, que está cerrada. Sigo cenando. Me concentro en trocear dos taquitos de pez espada que he comprado en La Sirena. Están algo pegajosos. Acaso poco hechos. Casi crudos. Mi corazón también.

Estampa #2

Llego a la redacción.  Me sacudo las astillas de hielo que comienzan a derretirse sobre el abrigo. Enciendo el ordenador. Actualizo la bandeja de entrada. Recibo el correo de un buen amigo español. Viaja a menudo a Venezuela; está bastante enterado de lo que ocurre. 
Leo: Me imagino que estarás conmovida por los sucesos que se desencadenan en tu país. Es terrible, pero estaba por venir, claro. Un algo de cariño y de puntilla me arropan y me joden, a la vez. Leo de nuevo. Me imagino que estarás conmovida… Mis ojos saltan hasta tu país, esa atribución que tiene  algo de esputo, de reproche y con el que suelen referirse los españoles a mi lugar de procedencia cuando de política y clichés se trata.

Avanzo, acumulo las palabras en la lectura continua de una línea sobre una pantalla blanca. Es terrible, pero estaba por venir, claro. Ese claro, descolgado tras una coma, me resulta todavía más hiriente. Me escuece como los abrazos de compañera de clase en colegio de monjas; cariño envenenado. Sé que no hay más que buenas intenciones en su breve carta y sin embargo, hago lo que puedo por sacar el arpón de mi costado.

Afuera hace un día color coleto. Ese gris de agua sucia de fregona que apesta levemente si te inclinas sobre el cubo. Entonces llego a una conclusión: No, no me conmociona. Lo que ocurre en mi país me jode. Me jode que mi madre consiga anaqueles vacíos y tenga que hacer trampas para llevarse más de paquetes de papel higiénico. Me jode que las pastillas de mi hermano no se consigan. Que a mi hermana la hayan asaltado. Que mis amigos me escriban preguntándose qué hay que hacer para irse, que mis profesores de la universidad de fotografíen sonrientes con una lata de leche en polvo entre las manos.  Sí, me jode.Pero todavía más no poder decir una palabra. La distancia es mi sello de extranjería en el pasaporte de los ciudadanos transparentes.

Estampa #3

Entro al tuiter. Empujo con la yema del dedo la columna del TL, incendiado a las once de la noche con las protestas en Caracas. Leo y empujo. Las palabras estallan como flashes de una cámara antigua. Enceguecidos fogozanos de polvo de magnesio. Balazos. Heridos. Fiscalía. Canal de televisión. Retirada la señal. Difundir, urgente: las estaciones de metro están cerradas. Democracia. Maduro. Régimen. País. Medios. Silencio. Cómplices
Hay tantas letras mayúsculas como gorjeos, trinos que a mí se me hacen infernales, algo así como la sinfonía carnicera que resultaría si alguien sacudiera con fuerza una caja de cartón llena de pollitos. Una sensación de deja vú se manifiesta junto a las potentes ganas de abrir una cerveza que finalmente no abro. 
Esto lo he visto antes. Hace ya mucho tiempo. Gente que sale a la calle con el cencerro de la ira, ese tintineo que avisa al lobo feroz por dónde andan los corderitos. Y no son corderos, son personas que se han visto obligadas a convertir sus derechos en un ejercicio aeróbico. Gente que camina para que no la pisen... más. El resultado es el mismo, esa carnicería doméstica. El calor de hogar que abrasa todo a su paso con su vapor de infierno y hornilla. 
Siento un eco raro, un viento áspero. No sabría explicarlo. Una verdad que es verdad, pero acaso inflamada, ceniza, fría, así como han de saber los garrotazos en la boca con un tubo de metal. Y entonces lo entiendo. Es eso eso, justo eso: la letra que separa el invierno del infierno.


viernes, 7 de febrero de 2014

Veré pasar el invierno

-->

A Juanbo: algún día tendré el valor de plagiar uno tus cuentos.
 Sé que nada de lo que escriba me salvará de este vagón que atraviesa la ciudad en hora punta.  Ni una sola de mis palabras. Pero sí, acaso, lo que consiga leer entre medias. Un hombre con piernas de plástico y metal se pasea con un pequeño vaso de papel. Su forma de pedir dinero es distinta del resto; cuando lo hace canta.
Releo el comienzo del libro, repaso cada línea, pensando que Nabokov la ha escrito del tirón y la ha confeccionado luego con cuidado; cortando aquí, allá.  Pequeño Frankenstein virtuoso el que ha conseguido tras terminar la faena en el quirófano literario. De otra manera no se explica tanta precisión.
Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era, rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.
Y de qué otra manera se escribe si no así: cortando, mutilando, arrancando; podría pensar uno. Que escribir, como vivir, sea un verbo extractivo me ha parecido siempre natural. Lógico.
Un niño mastica un bocadillo de pan de molde; el snack de media tarde. Lo que los españoles llaman la merienda. Puedo oír cómo mastica. Cómo su saliva penetra un pan frío y triste de viernes a las cinco de la tarde. El niño come con fastidio, sin ganas. Tan pocas como esas con las que su madre sostiene un tetra-brick de zumo de manzana marca blanca. Podría darme la vuelta y pegarle al retoño -acaso arrojar el pan al suelo-. Sólo por gusto, sólo por liberar a esa madre de su autismo y sumirla en una ira legítima. Pero no lo hago. Retomo la lectura.
Éste es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo.
Que escribir sea arrancar, insisto, me parece natural. La vida es, en suma, una mutilación. La primera de todas. ¿Por qué no habría de serlo la narración que hacemos de ella? Hay quienes, como Banville, dicen no avanzar en la historia hasta no completar una frase. Que avanzan a ciegas, cogiendo palabras como quien sigue migajas.
(…) el placer de narrarlo.
Como no sé a quien creerle, si a Nabokov cirujano o a Banville rebañador, prefiero quedarme con el resultado. Con lo que todas esas palabras juntas hacen en mi pecho; con ese temblor que producen, una vez leídas, en mi mente. Aletean las palabras como mariposas con chinchetas –me duele a mí, les duele a ellas-. El lugar que alteran mientras me ducho. Mientras bebo a solas una cerveza. Mientras atravieso una calle mirándome los zapatos o desgasto con los ojos las prótesis estropeadas sobre las que se sostiene un anciano para pedir dinero en un vagón del metro.
Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.
Hace un mes ya –incluso más- que he vuelto de un largo viaje, de esos de los que nunca se vuelve del todo, porque cada equipaje supone, a su manera, una pérdida. Algo de uno se queda allá, doblado en un cajón. Polvo de cualquier cosa derramado en lo que dejamos de ser.  Y como no es la primera vez que lo hago -que voy y vuelvo- puedo fantasear con el hecho de que una breve colección de mi piel ha ido quedándose, pegada como la nata a la taza, en los bordes.
(…) los detalles siempre se agradecen.
Quise escribirla, fijar mi vida de leche hervida, en una libretita. Pero hace ya rato que me dejé de cuadernos. Escribo solo ante la pantalla. Como su blanca violencia me obliga a retroceder, he preferido evitar, esta vez, someterme a la báscula de lo que queda por llenar. Así que al volver no escribí nada. Por eso, a estas alturas, no sé que siento.
(…) aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre (…)
Seguro que Banville miente, que no cree una palabra de lo que dice. Apuesto a que su miedo es mayor que el mío. Porque tiene por escribir más años de los que yo he cumplido. Y sin embargo, ¿qué? Él acaba de revivir a Marlowe. Ha sido bendecido con la propiedad de quienes pueden traer de la muerte a los muertos. Yo, de momento, vivo.
El hombre que pide llega casi a la mitad del vagón. Avanza ortopédico; rara y violenta jirafa sorprendida por la cojera. El niño que aun viaja a mi lado aprieta el pan con sus dedos pequeños, perfectos para triturar con un mazo, para trocear con una linda tijera punta roma. Entonces vuelvo a mi libro como quien se recompone.
(…) y podríamos dejarlo aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo (…)
El placer de narrarlo. ¿Se siente tal cosa? Sí, a veces. Más del que sentimos a veces en otras tareas. Aunque tal hedonismo no sea infalible,  existe. Lo hemos experimentando acaso tanto como la cojera de la jirafa armenia –se me antoja a mí que ese hombre que pide es armenio- o el goce extraño de imponernos  –tirar al suelo el bocadillo sería, ahora, hermoso-. Pero basta una lápida para, contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre. ¿Verdad?
El hombre de piernas metálicas –o plásticas, en parte- llega a mi sitio. Sacude su vasito con ritmo. Yo no despego la mirada de la página. Le temo a su miseria tanto como a la mía –aunque yo, a diferencia de él,  tengo dos piernas que no uso como él usaría las suyas si las recobrara-.
Antes, hace ya mucho, cuando llegué a la ciudad, cada pordiosero me parecía un abismo, un pozo de desolación al que yo podía dar sentido arrojando monedas como los necios arrojan céntimos a una fuente. Ese hombre no quiere mis monedas y yo no quiero sus canciones. A él le faltan piernas y años; yo, de momento, dispongo de ambos.
Sé que nada de lo que escriba me salvará de este vagón que atraviesa la ciudad en hora punta.  Nada, ni una sola de mis palabras. Pero sí, acaso, lo que consiga leer. Eso, sólo eso. Son las monedas que alguien, desde el más allá, arroja a mi vasito de plástico. No sé cuándo el niño se ha marchado. Me bajo en la siguiente parada. Me elevo como una mala virgen que asciende en el milagro mecánico de unas escaleras sucias. Salgo a la calle, tarareando la melodía pordiosera de una jirafa armenia.
(…) los detalles siempre se agradecen.
Mientras escribo esto, como el que se arranca pestañas o despega su piel del músculo,  pienso que me gustaría despertar en un hogar extinto. Ser la que ya no seré. De momento, me quedan mis piernas y un libro. Con eso veré pasar el invierno. Con eso.

sábado, 25 de enero de 2014

Manuel Borrás: “La literatura venezolana es rica, poliédrica y viva”

-->


* * * 
Este año, la editorial española Pre-Textos publica la poesía completa de Yolanda Pantín y de Igor Barreto, un inédito de Pérez Oramas y un libro de relatos de Antonio López Ortega. En este entrevista, su editor Manuel Borrás habla de Venezuela y su literatura.

* * *  

Los Pre-Textos de Borrás…“Nadie va a extrañar a un desonocido”, eso dijo cuando le entregaron, hace unos años en Guadalajara, el premio que reconocía su labor como editor, una faena que –en su caso- es larga y fecunda. Hace casi cuatro décadas, este valenciano -con sus amigos Manuel Ramírez y Silvia Pratdesalba- fundó un sello que era puro riesgo: el de los viajes largos e imposibles; esos que alejan y acercan a quienes habitan dos orillas. Se trata de Pre-Textos, una de las editoriales independientes fundamentales al momento de hablar de una literatura hispanoeamericana y acaso también para esa otra –universal- que necesita descubrirse, alimentarse de traducciones eseciales, como las que él ha hecho de autores rusos, ingleses, franceses.

Rubén Darío fue su guía para conocer América, y para amarla. Y lo ha hecho como pocos. En su catálogo ha publicado a los escritores esenciales de la literatura venezolana. En las páginas de Pre-Textos autores como Eugenio Montejo o RafaelCadenas han cruzado varias veces el Atlántico. Ida y vuelta, así como viajan los héroes; esos que acuden a la muerte y regresan de ella sólo como pueden hacerlo las palabras. Este año, Manuel Borrás publicará la poesía completa de Yolanda Pantín y de Igor Barreto, un inédito de Pérez Oramas y un libro de relatos de Antonio López Ortega. Con Borrás hablamos de Venezuela, de su literatura, pero también del quehacer editorial, del papel que juegan los libros en ciertas afecciones –personales y colectivas-.


- Pre-textos nace en 1976, prácticamente con la democracia en España. Hay en ello algo de signo, también una pulsión. Ha dicho usted, muchas veces, que su intención –y la de sus socios- era recuperar las voces literarias del exilio español. Transcurridos más de 30 años, le pregunto, ¿puede la literatura realmente convertirse en un lugar de reconciliación? ¿Cuál es el papel del editor en ese proceso?
-Sin lugar a dudas. Creo que en el ámbito de la cultura, por el carácter ecuménico de ésta, es en el único marco donde se podrían dirimir muchos conflictos. Pruebas de ello las hemos tenido a lo largo de la historia. El problema radica en que la mayoría de las llamadas élites adolecen de una falta de cultura que espanta. Sólo hay que fijarse en nuestro país y en muchos de los países latinoamericanos, dentro del ámbito de nuestra lengua, y analizar un poco a su clase dirigente. Su falta de educación, pues un hombre educado nunca miente, y en consecuencia su falta de cultura de verdad, es moneda corriente entre esa gente (por no usar el término gentuza), a la que además no le duele prendas en que los otros la consideren élite. ¿Élite de qué, en qué? ¿En el fraude, en el dolo? Creo que antes se ponen de acuerdo dos personas educadas, es decir, cultas, que dos mal encaradas y empecinadas en sus respectivas verdades. El problema está en que la mayoría de las veces en ese enfrentamiento los que pagan los trastos rotos son los más inocentes, y entre ellos hay que contar, cómo no, a una inmensa minoría educada, equilibrada. No creo que el editor en ese proceso desempeñe un papel esencial. Considero que el que tendría que ocupar ese lugar protagonista debería ser el hombre verdaderamente culto y educado. Quizá los editores no respondamos a ese modelo, a menudo somos demasiado soberbios. Y la soberbia nunca ayuda a dirimir conflictos. Con todo, el editor, si es auténticamente culto, puede, aun con modestia, contribuir a esa labor benemérita. ¿Cómo? Muy fácil: tratando de compartir aquello que no pudo olvidar, es decir, aquello que le ha servido en su vida y que es susceptible de ser útil también a los demás.

-¿Una sociedad enferma (hablo de cualquiera que esté secuestrada por la polarización y el enfrentamiento) es realmente capaz de leerse? ¿Puede? ¿Obra la literatura ese milagro?
-A la sociedad, enferma o no, no le corresponde esa labor, pero sí a los individuos que la constituyen. Me explico: aquellos que en los momentos más críticos no olvidan a los más próximos, al prójimo, son los que pueden favorecer de verdad ese cambio en profundidad. Aunque también es cierto que para que eso se dé, se necesita hacer un esfuerzo mucho mayor que el que se lleva a cabo para educar a los ciudadanos. Al ciudadano habría de asumírsele como tal, no como un votante o como un cliente para después olvidarse de él.

-Ha dicho usted que, en aquellos años –finales de los 70 y comienzos de los 80- conseguir textos de los autores españoles –que estos los cediesen- resultaba complicado. Fue necesario recurrir a las traducciones, algo que la España de entonces necesitaba como el agua. Pre-textos tradujo en España autores fundamentales. ¿Puede la precariedad ser fértil para sembrar un lugar de reflexión?
-Sin duda. Para bien o para mal, la precariedad ayuda. Habría de recordarse que la necesidad precede siempre al invento. En tiempos conflictivos como en los que vivimos la literatura siempre actúa en nuestra ayuda. Y no tanto, como falsamente se piensa, porque nos abstraiga, nos enajene de la realidad, sino al contrario: porque la buena literatura, a pesar de sus detractores, que los tiene, nos vincula siempre con el mundo, con la vida.

-Pre-Textos comenzó con apenas cuatro colecciones, si no me equivoco. Hoy alcanza 23 y más de mil títulos. Su apuesta fueron y siguen siendo las voces nuevas.
-El editor literario que no apuesta por voces nuevas no tiene, a mi juicio, razón de ser. No puedo entender la tan cacareada edición "independiente" y "literaria" si uno se limita a seguir el canon, las modas o la información. Para editar hay que tener cierto espíritu aventurero y una buena dosis de generosidad; de lo contrario, más vale dedicarse a otras cosas, a aquellas que además resultarán más rentables y harán más felices a quienes ven la cultura simplemente como una operación financiera. 

- La vocación hispanoamericana de Pre-Textos queda más que retratada en su catálogo.¿Qué invisibilidad prevalece la de los españoles en América Latina o la de América Latina en España?
-Si no fuese por la demagogia nacionalista, populista, proteccionista del lado americano, que en el fondo lo que oculta es toda una operación anticultural, la visibilidad de la mejor literatura que se escribe en nuestra lengua desde las dos orillas sería mucho más evidente de lo que es. Si, asimismo, sumamos a ello cierto prurito neocolonialista cultural que anima a determinadas empresas de la Península, tenemos el dibujo perfecto de lo que está aconteciendo, con el triste resultado de que la foto nos llega a unos y a otros de todo punto incompleta.

- Usted ha editado a dos de las generaciones literarias venezolanas más compactas. Aquellas que, de alguna manera, hicieron bisagra ¿cómo percibe literariamente ese tránsito entre ambas?
-Creo que la cultura escrita venezolana es y ha sido una de las líneas de fuerza de la mejor literatura que se ha escrito en nuestra lengua. La evidencia la tenemos en que esa línea no se circunscribe a una generación, sino que la trasciende, y ojalá —no lo dudo ni un ápice— se perpetúe. Venezuela cuenta con uno de los mayores veneros de literatura española en la actualidad. Ojalá los peninsulares se aperciban de ello y algún día asuman la necesidad de distinguir a algún autor de esa república tan amada con el mayor galardón de nuestras letras. Es más, y voy a tener la osadía de decirlo: si no lo hacen pronto eso se va a convertir, tarde o temprano, en un baldón para España. Y ojalá los venezolanos, sean del color que sean, fueran conscientes de que antes que del petróleo gozan de un tesoro mucho más valioso: el de su literatura.

-¿Le dice algo la poesía o la escritura venezolana de los últimos 20 años?
-La poesía que se ha escrito en los últimos años en Venezuela me llega fundamentalmente por vía personal. Mantengo una red de contactos amplia, al margen de grupos, tendencias, etcétera. A mí siempre me interesó la buena poesía, no las, digamos, escuelas poéticas. Con todo, estaría encantado de establecer más lazos con lo mejor que allá se esté haciendo.

- ¿Percibe usted en al literatura venezolana una cierta “imposición” de la poesía como género? ¿No le parece que, en comparación a la poesía o la prosa poética, hay poca narrativa?
-Hasta donde conozco, la poesía venezolana ha dado muestras más que suficientes de su salud (aunque es posible que yo ignore la existencia de algunos excelentes narradores). Comoquiera que sea, no podemos olvidar nombres como los de Ednodio Quintero, Antonio López Ortega o Camilo Pino, entre otros, que nos indican que la narrativa que se escribe en ese país no es en absoluto desdeñable.

-No hace falta que le explique de qué forma la situación política  en Venezuela ha obligado a editores y autores a repensarse, casi reconstruirse.¿Percibe eso en la literatura venezolana actual de alguna forma?
-La literatura venezolana goza de tal salud que esas cuestiones puntuales —porque, aunque duren en el tiempo más de lo deseable, son temporales— no van a perturbarle lo más mínimo. La buena literatura se sobrepone a todos los obstáculos que se le crucen. Lo lamentable es comprobar que todavía hoy se valore antes la afinidad política que la calidad literaria y que en función de esa distinción espuria se repartan sinecuras. Comprobarlo resulta doloroso.

-¿En qué momento, como editor, comienza usted a mirar a Venezuela? Me gustaría incluso ser más precisa ¿Fue Montejo el primer autor venezolano que publicó?
-Empecé a mirar a la América Hispana, no a Venezuela en particular, desde el primer momento. La vocación americanista de la editorial siempre ha sido evidente y a nuestro catálogo remito a aquel que quiera comprobarlo. Eugenio para mí no sólo fue un gran poeta y autor de la casa, sino un gran amigo. Aquel que con su inmensa generosidad no únicamente me confío sus libros, sino que me abrió también a otros muchos de sus maestros y amigos. Sólo tengo que recordar a los añorados Sánchez Peláez, Gerbasi o a mis otros muy admirados y queridos Rafael Cadenas, Alejandro Oliveros, Yolanda Pantín, Igor Barreto, Luis Enrique Pérez Oramas, Gustavo Guerrero... Y confío en que la lista continúe. 

- ¿Qué nuevas ediciones y publicaciones venezolanas formaran parte de Pre-Textos próximamente? Entiendo que existe una antología en marcha.
-Existe, en efecto, una antología en marcha, también la edición de la poesía completa de Yolanda Pantín y de Igor Barreto, un inédito de Pérez Oramas, así como un libro excelente de relatos de Antonio López Ortega. Eso por el momento, e insisto, espero que no sea lo último.

-¿Cómo definiría, literariamente, a la Venezuela a la que usted se ha acercado como editor?
- Rica, poliédrica y viva.