Que aquí pasan los días al revés. Que no entiendo. Que las escaleras siempre bajan y en Cibeles los autobuses pasan de largo. Que el andén dos me da miedo y ha llovido muy poco en estos días. Que comienzo a perder el habla, aunque no lo notes, aunque no lo parezca. Que extraño las alturas y este lugar no me conoce. Que me gustaría dejar de dormir y escribir toda la noche; ser una mujer maravillosa y sonriente. Ser todo lo que siempre quise. Que me importa un bledo el alza o la caída. Que esto y aquello me dan igual. Que no vine desde tan lejos para.... Que algo está o ha dejado de estar. Que me muero de frío mirando cómo envejece mi corazón en un banco de Recoletos.
jueves, 27 de marzo de 2008
lunes, 24 de marzo de 2008
Querido Antonio:
Llevo quince días sin escribir, creo que tengo gripe y extraño las montañas. Leí tu último libro. Me pareció incomprensible. No puedo reprocharte nada, excepto la repetición; la colección de maravillas que se parecen a otras maravillas y esa manía de que todo lleve viento y rabia en las solapas. En verdad, Antonio, no puedo criticar ni pedirte nada, excepto que entiendas porqué escribo esto.
Me rebullí entre los brazos de Anselmo –mi sofá - y terminé como pude las doscientas páginas. Una infancia alucinada y excesivamente reflexiva; el papá con ganas de morirse; el campo, siempre el campo; los puños, los zapatos y los pantalones de pana; tu hermana de risa batiente y dientes de leche; el fuego en los ojos y el frío en tu corazón de niño. ¿Sabes que ocurre lo mismo cuando sueño? Como en tus cuentos, nada se fija. Todo anda por allí, borroso.
La infancia se cuela. Mi papá se va antes de que amanezca; a mi hermana le golpean el estómago y los caballos blancos desaparecen del patio de tierra. Se hace de día antes de tiempo y todos duermen cuando quiero hablar. Eso, Antonio, no está nada bien.
El otro día imaginé a otro tachándote palabras, pidiéndote que fueses claro, que explicaras de dónde viene el niño Tigre y qué hace sobre el árbol del jardín; de dónde sale la abuela malvada y la madre valiente. Me imaginaba cómo te pedía que fueses trabajador y consecuente con el lector. Que faltan acciones, Antonio, y ya sabes tú de sobra que la literatura son acciones… no palabras. Sí, como lo oyes.
Llevo quince días sin escribir, creo que tengo gripe y extraño las montañas. Se hace de día antes de tiempo y todos duermen cuando quiero hablar. Eso, Antonio, no está bien. Nada bien. Leí tu último libro. Desde entonces, no escribo.
domingo, 9 de marzo de 2008
Mi padre, el inmigrante (*)
Poster electoral en la Plaza de San Cayetano, Madrid, marzo de 2008.
“Se ve que estas montañas son los hombros de América.
Aquí sucede algo, nace o se ha muerto algo...”
Rafael Alberti. “Costas de Venezuela”
Rafael Alberti. “Costas de Venezuela”
En la esquina de Goya con Velázquez, unas diez o doce personas reparten volantes y llaveros con el anagrama de partido popular y la foto del candidato conservador Mariano Rajoy. A todo el que pasa le dan algo: una gorra, un bolígrafo, una pegatina, una chapa... Desde un carro azul suena una cumbia impostora y exagerada, una cumbia demasiado interesada en sonar a cumbia. El sonsonete de la canción dice lo mismo. Rajoy es el hombre. Rajoy presidente.
Tres días atrás, durante el segundo y definitivo debate de televisión previo a las elecciones generales del 9 de marzo, el candidato conservador sacudió el guante de la inmigración contra el candidato socialista y presidente de Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. Después de vincular el aumento de la población extranjera con el índice de criminalidad, Rajoy prometió mano dura en su política de inmigración.
Los extranjeros –decía Rajoy- deben acogerse a un contrato de integración y respetar las costumbres españolas. Por ejemplo, “no practicar la ablación y la poligamia”. En los últimos cuatro años, 700.000 extranjeros recibieron permiso legal de trabajo y residencia. Y aunque toda regularización podría ser un acierto, las condiciones de legalidad suponían -para Rajoy y sus votantes- una merma de los derechos de los españoles.
Sesenta años atrás, en 1947, a Venezuela habían llegado cerca de cinco mil europeos, entre ellos mi padre. Mi abuelo, un oficial de máquinas nacido en Santander, partió junto a mi a abuela y sus hijos desde el Puerto de Le Havre en un trasatlántico que desembarcó veinte días después en el Puerto de la Guaira, en el litoral venezolano.
Cuando llegó, mi padre tenía nueve años y un castellano inexperto, por no decir torpe y falto de práctica. Su nacimiento había sorprendido a mis abuelos en Barcelona, mientras huían para refugiarse en al Sur de Francia. La derrota del bando republicano en la guerra civil los obligó a emprender la ruta hasta Pessac, un pueblo de la zona Burdeos, al que llegaron tras permanecer un tiempo en un campo de concentración.
Buena parte de su infancia –la de mi padre- transcurrió en otro idioma. Y ahora que me cuenta su sorpresa al bajar del barco y escuchar a los demás hablar castellano –una lengua repentina para él-, me pregunto si por alguna razón mis abuelos habrían limitado el español en casa; si es él quien ha fabricado ese asombro, o si soy yo la que se lo inventa.
Ellos no fueron los únicos en cruzar el atlántico. Otros treinta mil españoles partieron hacia América en la misma fecha. Según estadísticas españolas, de los treinta mil españoles que partieron en los años cuarenta, 52% se dirigió a Venezuela. Incluso afirma la Oficina Arquidiocesana de Caracas que para la década habían entrado al país 200 mil españoles, en su gran mayoría gallegos y canarios. En pleno trienio adeco, cerca de dos mil españoles, entre ellos mi abuelo, su mujer y sus tres hijos llegaron al centro de recepción de inmigrantes El Trompillo, en Güigüe, un pueblo del estado Carabobo, a unos 150 kilómetros de una Caracas sin autopistas ni carreteras.
Mi abuelo comenzó a trabajar como albañil en la construcción del hospital de Güigüe y mi abuela, en las ocasiones y de la manera que podía, como enfermera. Corría el año de la primera asamblea constituyente en la historia de Venezuela. Por ley, el Estado se haría cargo de la salud pública, las tierras, la protección social, la construcción, la infraestructura y la educación. El voto universal llegó como novedad a una democracia inexperta. Un Rómulo Betancourt aún demasiado socialista se embarcaba entonces al frente de su propio Falke, en el que cabían por igual exilados políticos e inmigrantes sin nada; criollos y extranjeros.
Luego de la muerte de Juan Vicente Gómez y la desaparición del gomecismo póstumo de López Contrera y Medina Angarita, todo estaba por construirse, desde las carreteras hasta la democracia. Y fue precisamente en las vías de ese país donde mi abuelo consiguió empleo como jefe de talleres de ferrocarril de Aroa, en el estado Yaracuy, muy cerca de las minas de cobre que comenzaban a ser explotadas. Tres años más tarde, luego del golpe de Estado contra el gobierno de Rómulo Gallegos, una Junta Militar de Gobierno derogó la constitución del 47. El voto y los partidos habían desaparecido. Pero el país ya estaba montado en la rueda del progreso, sólo hacía falta brazos para hacerla girar.
La política de puertas abiertas con la que llegaron al país canarios, gallegos, italianos y portugueses trajo consigo al resto de la familia mi padre, a la manera de un trasplante definitivo. Sobre esos años, las estadísticas de hacienda venezolana reflejan un paso de la tasa de ahorro de 25% en 1947 a 59% en 1955. Más del doble en menos de diez años, un espanto moderno para un país entonces palúdico. La rueda del progreso seguía girando. Todo estaba por hacerse, empezando por lo más simple: la confección de una nueva vida. El país entero se construyó con manos venidas de otro lugar, se hizo a pulso, de otra forma, en otro tiempo: un tiempo venido del otro lado del mar.
El archipiélago canario y gallego de La Candelaria; La Floresta y Los Ilustres, sus italianos, portugueses y españoles. Caracas entera se transformó en un Atlántico reposado que olvidaba la vuelta mientras hacía llegar dinero a los que se habían quedado en Europa. Remesas invertidas en tiempos de cemento, lugares de paso que terminaron en patria. ¿Patria? Sí, eso: patria, aunque ahora suene a enfermedad erradicada.
Sesenta años, con todas sus muertes y nacimientos. Sesenta años hace ya de todo aquello cuanto ignoro; del país abolido; de los viajes en barco; de las guerras remotas y los abuelos difuntos. Que yo sea parte de ello me sorprende ahora, justo ahora, que rechazo una pegatina con el rostro de Mariano Rajoy, de la misma forma que rechazo su cumbia y su contrato y su progreso para los españoles. Porque yo, sin saber muy bien porqué, también vengo de otro sitio. Yo, al igual que otros, he venido de un tiempo al otro lado del mar.
(*) Con el perdón de Vicente Gerbasi; y el de Fausto Verdial, por un epígrafe que él encontró primero.
sábado, 1 de marzo de 2008
La dictadura de los sueños y las bicicletas
Huele a guayaba caliente y combustible. Un aire pegajoso y familiar se apropia de las cosas. La humedad en la piel, el tapón entre las cejas, la presión en la cabeza y un dulce mareo de aterrizaje. Damos tumbos dentro de un autobús. La pista del Prat va y viene, como un empujón de bienvenida. He llegado a una ciudad de costa salada y me siento más cerca de casa. Estoy, desde ahora y hasta que la olvide, en la única ciudad en la que para ser un pez nadie te pide que vengas del mar.
En Barcelona las cosas podrían ocurrir como en los sueños, con los ojos cerrados y sin explicación. Cuadrículas y esquinas chaflán, luego un semáforo. Cuadrículas y esquinas chaflán, luego otro semáforo. Y aunque cada manzana es la misma, ocurren en ellas fachadas absurdas. Las aceras lastiman lo justo y las calles parecen venir de otro lugar. Los edificios se inflaman, se desproporcionan. En lugar de fuentes, crecen lagunas de mosaico. Todo es Gaudí y su bate en la mano, golpeando techos y abollando ventanas. Caracoles y lagartijas se deslizan por las columnas mientras La Sagrada Familia vive de su propia intemperie. La ciudad es un arrecife alucinado. Aquí –insisto- todo ocurre porque así lo dice un orden estrambótico y cotidiano.
Estoy en la parada de un autobús cuyo número no conozco mientras miro las lozas marinas del Paseo de Gracia, esperando a que una ballena reviente el cemento y tumbe las farolas. Camino como puedo: un pie tras otro, con la velocidad de las pesadillas gustosas. Si invado el carril, un ciclista me arrollará con su bici roja, pero si traspaso la línea, tropezaré con los periódicos del quiosco. Moriré de gusto, al pie de esta mañana sin frío.
Hay sol y no llevo abrigo. Hay sol y trepo cuestas con iguanas de cerámica y camisetas del Ché Guevara. Hay sol y me sostengo en un pasamos, mientras gente rubia se fotografía con un lagarto que escupe agua. Hay sol y veo un mar de baldosas rotas y palomas pulgosas sobre mi cabeza. Hay sol y quiero una cámara fotográfica. Hay sol y me parece que sueño. Hay sol y, desde la terraza del Parc Güel, me siento más cerca de casa.
Un enjambre de graffiteros, chicos con dreads, patineteros, pitilleros, españoles que parecen alemanes o alemanes que parecen alemanes se arremolinan en una callejuela. Traquetean sus patines, dejan caer sus pantalones bajo el trasero. Se sienten modernos, en una calle moderna, tras una iglesia reventada con pintadas de aerosol. ¿Por qué si en otro lugar sería igual, aquí luce diferente?
Las paredes blancas del Macba parecen un manicomio precioso y anónimo. Entro y salgo de salas que se parecen a todas las salas de museo. Entro, salgo. Salvador mira un desfile: payasos, vacas, policías, mujeres gordas, guerreros feos. Y aunque ya estamos en el comienzo de la rambla, no hemos notado que la comparsa de carnaval -¿estamos aún en día de disfraces?- quedó atrás. Justo antes de llegar a Santa María del Mar, un grupo de gente baila con dragones de papel que arden. ¿De dónde viene todo lo que miro? Del mismo lugar del que vienen el mar, las biciletas y los sueños.
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