Hace unos años ya, acaso por imitación, escuchaba con especial obsesión Madame Butterfly. Siempre he dicho que ami madre le debo las cosas esenciales, la ópera es una de ellas. Con el paso de
los años, he aprendido a rebelarme en su ley. He conseguido, de a poco, ampliar
el repertorio. Así que sustituí a Puccini por la Norma de Bellini, una tragedia romántica que a mí se antoja una
metáfora de las expectativas incumplidas. Algo así como la catedral doméstica
del arsénico que Emma Bovary levantó sobre sus comisuras, pero con una hornacina
que Flaubert no llegó a conceder a su bella suicida: la esperanza de que
seremos capaces de resistir al derribo.
Inserta en el primer acto, Norma acoge una pequeña joya: Casta
Diva. Esta aria sido utilizada en comerciales de perfume, películas e
incluso para espantar el terror que genera el vacío en los lobbies de algunos
hoteles. La versión más conocida la interpretó María Callas, quien la popularizó en el repertorio lírico tras la
segunda Guerra Mundial, esos años en los que miles de personas sorbieron su
sopa de huesos y muertos.Aquel mundo lleno de fosas debió encontrar en Casta Diva un abrevadero para la culpa;
ese desamor que genera la barbarie en quienes han conseguido sobrevivir
guareciéndose entre los cuerpos de los que ya no viven.
La versión más conocida la interpretó María Callas, quien la popularizó en el repertorio lírico tras la segunda Guerra Mundial
Por eso la cantamos: para desangrarnos en cada arpegio. Cantamos
con la misma intensidad con la que comemos y besamos; con la que concedemos y
abofeteamos; con la que gritamos y callamos. Vivimos desgarrando; demoliendo. Nos hemos hecho paquidermos de trompa triste, seres de jaula. Criaturas que pastan
en un ascensor de cristal y derriban el mundo cuando intentan un abrazo. Somos
bestias de corazón bronco. Somos esa mujer rota que canta en la Scala de Milán.
Por eso cuando corremos vamos al lugar arrancado: a la enorme sabana de la que
nunca debimos salir. Cuando cantamos, huimos hacia la tierra.
Vestida con un imponente modelo de noche palabra de honor
–ay, hueso de mis huesos-, dueña de un collar de piedras preciosas que le
acordona la garganta cual bella y suntuosa soga, María Callas interpreta Casta Diva. Despojada de carnes, enflaquecida
por amor y vanidad; por miedo a no ser querida -y a la vez por unas ganas locas
de serlo-, la Callas se deja la
voz en el desamor de Norma y en el suyo. También en el de quienes volvemos a
esta grabación defectuosa de Youtube para llorar a gritos.
Norma pide a la luna otras cosas. Implora algo que la sujete en el huracán doméstico del engaño, esa otra muerte de los afectos.
En Casta Diva,
Norma eleva una plegaria a la luna. Y aunque la impulsa la pasión por Polión (su marido, un procónsul romano que ama a otra mujer) quien escucha
detenidamente –con la atención que
desarrollan los corazones llagados- podrá percibir de qué forma cuando Norma
canta, no pide amor. O no solo amor. Norma pide a la luna otras cosas. Implora
algo que la sujete en el huracán doméstico del engaño, esa otra muerte de los
afectos.
Cuando canta a la luna, esa escena romántica por
antonomasia, Norma pide claridad. Pide fuerza y pide paz. Norma pide lo que
buscamos todos en las cintas del gimnasio, en el vértigo de los andenes y los
fármacos. Norma pide esa templanza
que apuramos en la última gragea de un bote que ya estaba vacío. Cuando canta,
Norma pide la fuera que obra el milagro de las familias y las gestas. Norma
pide eso que hace posible las cosas que duran para siempre.
¡Casta Diva,
que plateas
estas sacras antiguas plantas,
a nosotros vuelve el bello semblante
sin nube y sin velo!
Templa, oh, Diva
templa estos corazones ardientes,
templa de nuevo el celo audaz,
Esparce en la tierra esa paz
que reinar haces en el cielo.
Fin al rito, y el sacro bosque
sea limpiado de los profanos.
Cuando el numen airado y hosco
exija la sangre de los romanos
desde el druídico santuario
mi voz tronará.
Mientras escribo estas cosas que no pagan la renta, el reloj
del ordenador marca las siete de una tarde de verano. Un día bronco de muertes
y resurrecciones que casi llega a su fin. Un día acordeón en el que cupo por
igual el oleaje de las copas de
una noche extinta y los buenos días de un pan abrasado en el plato del desayuno.
Son las siete de la tarde y escucho la voz de la Callas. Mientras las aspas del ventilador mueven
el vapor infernal del día, percibo incendio en Casta Diva. Acaso porque algo mío se quema en su sonido.
En el verano, todos los días son un incendio. Escrito con la
caligrafía limpia de esa letra quebrada, esa uve que invita al abismo y laresurrección, el verano está hecho para la combustión. Para arder en la paila
de la primera vez y el eterno regreso a la ración recalentada de lo que fue
nuestro corazón cuando descubrimos el mar. El verano es el tiempo de las
fiestas, las comilonas y los excesos. Es la temporada en la que las vestales
salen a hacer la compra para comerse a Orfeo a dentelladas. Son los días en los que las la vida
ocurre exagerándose, para parecer más vida.
En verano, la muerte resulta –como la voz de Norma- atronadora, porque la impulsa la vida en su carrera loca hacia el final.
En verano, la muerte resulta –como la voz de Norma- atronadora,
porque la impulsa la vida en su carrera loca hacia el final. En verano mueren
los amores, las esperanzas, las personas, los toreros, los niños, los plazos.
Mueren los matrimonios. Las promesas que nos hemos hecho. El temple que se nos
ha ido por el desagüe de la ducha o en el lento ombligo de una tripa caída. El
verano es pudrición y caducidad. Es pura belleza de lo que llega a su fin. Es la paz que Norma ansía y pide a
gritos a la luna. Porque Norma no quiere que Polión vuelva a quererla, sino que
sea el de antes. Norma canta para corregir el tiempo. Reclamando ese prodigio,
se pide a sí misma. Invoca la rueda maluca del eterno retorno.
El verano es incendio. Ese tiempo que imprime en la piel las marcas de un fuego que arrasa y renueva. El estío y el hastío. La uve quebrada: muerte y resurrección
El verano incumple expectativas bellamente. Es la vida que
se pudre con las cerezas y las borracheras. Es la estación que nos arropa y
derriba. Es ese tiempo que imprime
en la piel las marcas de un fuego que arrasa y renueva. Lucimos morenos
porque venimos del chapuzón en la paila a la que vamos a purgar lo que el
invierno ha hecho con nosotros. Del verano me gusta el exceso y las óperas
cantadas por la Callas, también la sensación del superviviente. De quien ya
solo espera que los días se enciendan con la brisa caliente que desatan los
vasos con hielo y rodajas de limón cortadas por la mitad.
Escribo mirando el collar de la Callas. Lo miro con codicia
y tristeza. Imagino el peso de cada diamante sobre su garganta lastimada y su
corazón chamuscado. En la voz de la Callas, el verano se responde a sí mismo.
Se revela como realmente es: expansivo, de la misma forma en que lo son las
pasiones y el pesimismo. El verano. Una estación iniciática, a la manera de Pavese. En verano, como
en las páginas de aquella novela escrita por el suicida más solitario, desgarramos
la entrepierna y el corazón, nos preparamos –desde muy pronto- para el mundo
crepuscular que nos ha sido concedido.
Cada año que llegamos a él nos descubrimos distintos: un
poco más viejos y carbonizados. Nos descubrimos merodeando nuevas formas del
incendio. Del estío y el hastío. Por eso Norma. Por eso Casta Diva. Para
pedirle a la luna que nos temple. Que haga de nosotros un clavo ardiente. Para
esperar, acaso, que en el camino hacia la muerte todo vaya a mejor.