Mi sobrino solo duerme si le cantan al oído el Gloria al Bravo Pueblo, el himno de un país que él no conoce y yo ya no reconozco; uno que visito cada vez menos, acaso porque los países también se vacían, como los edificios en los incendios. Que a mi sobrino lo calma el Gloria alBravo Pueblo lo he descubierto en este viaje, uno relámpago que hemos convenido, al fin, para que pueda conocerlo.
Mi sobrino es un niño de ojos negros y un año y medio de
vida que le recorre el cuerpo; uno que atraería a todas las avispas del mundo, de pura melaza que es; uno que pinta caramelo hasta en la piel y los cabellos y que huele a vainilla
incluso cuando el pañal rebosa de mierda y enfado. Mi sobrino es un niño que
mira como las ventanas en diciembre:
limpio, transparente, inmenso.
No llora mi sobrino, casi nunca, pero cuando lo hace, usa el
cuerpo entero. Se enrojece y se revuelve, como la vida que aprendió a retener para que no se le fuera
por el desagüe de una incubadora; como los carbones cuando les
pega la brisa. Es valiente mi sobrino, por eso cuando llora lo hace así, como
quien declara una guerra o proclama nación donde antes sólo había conucos y
hombres a caballo, ahí donde sólo reinaban los cables y las enfermeras. Ha de
ser por eso que el himno lo arrulla; ha de ser por eso que sus acordes lo arrastran
al lugar adonde va la ira a remojarse.
Así duerme mi sobrino, decía, con el Gloria al Bravo Pueblo: una canción de guerra que usaron los patriotas y ahora sirve de nana
Así duerme mi sobrino, decía, con el Gloria al Bravo Pueblo: una canción de guerra que usaron los
patriotas y ahora sirve de nana. Una que pide seguir el ejemplo que Caracas dio y que en sus versos conmina a tomar posición
a todos los blandos y cobardes, a todos los viles y egoístas. Los que
pescueceaban entonces en el Cabildo de Caracas mientras se celebraba la Junta Patriótica convocada para desconocer
un poder, uno que terminaría -igual o peor- apeándose en el despotismo que reprochaban a Emparan, el Capitán General. El Gloria al Bravo Pueblo interpela también
a los que pescuecean hoy. Y es que
en aquel entonces –como ahora-, aquel poder afiebraba a los patriotas
de un país palúdico y desdentado al que ya no le queda nada que llevarse a
la boca.
Hay quienes dicen que el Gloria
al Bravo Pueblo, compuesto por
Vicente Salias y Juan José Landaeta como canción patriótica para enardecer la
emancipación en 1810, fue en verdad una canción de cuna. La tesis la defendió José Antonio Calcaño en una conferencia
en la Universidad Central de Venezuela. Era el año 1958, el mismo en que cayó el dictador Marcos Pérez Jiménez y que da nombre a una generación poética entera, la de mi amada
Miyó, aquella mujer que se mató por no ir a una guerra. En aquella fecha que
todo lo prometía, el historiador consideraba probable que el origen de la música del Gloria
al Bravo Pueblo estuviera en una antigua canción de cuna que nanas y madres
venezolanas entonaban popularmente en el siglo XIX para arrullar a sus hijos.
"Quizá por eso se pegó al paladar de los que querían emanciparse: porque ya todos conocían su melodía desde la infancia"
Quizá por eso se pegó a la lengua y el alma de los que querían
emanciparse: porque ya todos
conocían su melodía desde la infancia. Ha de ser por eso que, cuando llora, mi sobrino
se calma con el sonido de un país que está impreso en la niñez de todos cuantos
habitaron esa tierra que él aun no conoce. Si todos pedían libertad cantándola,
no sería de extrañar que la más absoluta de las insubordinaciones, el sueño, acuda a
los que la entonan hoy. ¿Quién no consigue borrar las injusticias y romper cadenas al
cerrar los ojos? Para los desgraciados y los insomnes, dormir es una conquista.
En la víspera de mi regreso, a las diez de la mañana, en el
salón de estar de una casa fresca emplazada en una ciudad con volcanes, mi
sobrino y yo compartimos soledad. Yo leo en el sofá, él trastea con su tableta
sentado en su sillita de comer, ésa
en la que nunca come. No nos miramos. Nos arranca al uno del
otro la atención puesta en otras cosas. Pero estamos en paz. Estamos
tranquilos. No lloraremos, ni él ni yo. No ahora.
En la planta de arriba, sus padres se beben -como si fueran tragos apurados y urgentes- los pocos minutos libres de los que ahora disponen. El sobrino mayor ha ido a la guardería y el menor está abajo, con su tía abracadabra, la que vino de muy lejos como un viento inesperado. Apura, apura, parecen decir sus espaldas, muy rectas ante las pantallas de los ordenadores.
Teclean, teclean, teclean: trabajos por entregar, correos por responder, informes por revisar, un mundo por hacer que nada tiene que ver con este otro de sábanas limpias y comida caliente que han levantado puertas adentro. En el porche, envuelta en sus vapores de almidón pulverizado, Mercedes, la nana nicaragüense que se sabe de comienzo a fin la canción pacificadora, se inclina con sus brazos robustos, haciendo presión con la plancha sobre una camisa que da demasiada guerra.
Todos tienen algo que hacer, por eso la paz se derrama
lechosa, gustosa, dulcita. Yo soy la guardiana de esa Paz. De mí depende que el
infante no revire. Que nada falte en su mesa de comer donde nunca come: ni la
risa, ni las galletas; ni los carritos ni la calma. Por eso estamos callados. Porque nos
sujeta ese mundo que huele a detergente y bienestar. A pesar de eso, levanto la vista cada dos o
tres minutos, para montar mi guardia aficionada de mujer sin hijos. Pero de pronto, sin aviso ni motivo
aparente, rompe una tubería de disgusto. El llanto se trepa a su silla y a mí
me levanta del sofá.
"Y canto, canto en silencio, una canción olvidada. Una que nos da por entonar cuando nos matan como perros, una que emitían las televisoras, a las doce de la noche , para despedir las emisiones o para anunciar los golpes de Estado"
Cojo a mi sobrino en brazos, lo bato suavecito como a una Coca Cola,
le pregunto, arrastrando las palabras de azúcar que no tengo: ¿Qué pasa mi
sobri, qué pasa? Entonces Mercedes sale, cobriza e india como una roca.
“Cántele, cántele Doña Karina”. Y empieza ella: “Gloria al bravo pueblo/ que el yugo lanzó/ la
ley respetando, la virtud y honor”. Yo, que no quiero que las camisas queden
sin planchar, le digo que no se preocupe. Que vuelva a sus labores. Yo me
encargaré de hacer lo que no he podido: sembrar la paz ahí donde se revuelve la
angustia, o el hambre, o el sueño.
Y canto. Canto una canción olvidada. Una que
nos da por entonar cuando nos matan como perros, una que emitían las
televisoras, a las doce de la noche , para despedir las emisiones o para
anunciar los golpes de Estado. Canto como si tuviera ocho años e hiciera fila
en el patio de un colegio que ya no me asusta y ya no odio. Canto para que él
se duerma. Canto concentrada en arrancar el cansancio de su cuerpo oloroso a
vainilla.
Una vez que el enfado remite, que se retira de a poco en los
párpados que se cierran, subo a mi sobrino hasta la habitación. Entre
indicaciones de sus padres –“Sigue cantando, sigue cantando. No pares, este
momento es crucial”- lo acomodo en su
cuna. Él apenas llora. Vuelve la calma en el goteo de la siesta matutina. Entonces aquella letra pomposa y
epopéyica se infla, ahí, en ese lugar en el que van soldándose la infancia, la
memoria y la nación.
Ya nadie llora y sin embargo sigo cantando, lo hago con el tono apagado y desigual de los que no saben. Y me avergüenzo de mis notas quebradas, de la poca voz que me sale de la garganta. Sueno mal. Sueno terrible. Ha de ser por eso. Porque yo no sé cantar o, acaso, porque las cicatrices siempre desafinan. Siempre.