“Las ciudades, como los sueños, están llenas de deseos y miedos”. No recuerdo ahora dónde está la tarjeta en la que escribí esa frase de Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino. La colgué de una lámpara en una habitación, en Ciudad de México. De eso hace ya algunos años. En ese entonces Los detectives ya eran salvajes, Bolaño estaba muerto y a mí me había dado por contar los pasos que separaban el Ángel de Reforma del sofá blanco del número 53 de la calle Niágara. Eran setecientos veinte (pasos, no sofás).
Cuando se averiaron las ciudades y algunos deseos, dejé de militar en los aeropuertos. Entonces me uní a Ulises Lima y Arturo Belano. Me dejé de tarjetas y empecé a buscar a Cesárea Tinajero en los desiertos de Sonora. Pienso en estas cosas ahora que este hombre de americana roja menciona a Ítalo Calvino. Es allí, en el nombre del escritor italiano, donde coincidimos estas anotaciones, algunos destrozos y el resto de las 208 personas (yo soy la 204, lo dice mi vale numerado) que ocupamos esta sala.
No sé qué hora es. No veo nada, excepto a un hombre de americana roja –tendrían que verla, es roja, muy roja- que atraviesa un escenario casi a oscuras. El dueño de tan animada prenda de vestir es Fernando Iwasaki, el escritor peruano de padres japoneses que vive en Sevilla, autor de joyas como Helarte de amar o Ajuar funerario. A su alrededor hay letras blancas. Parecen obcecaciones o aprestos de jardín de infancias.
Iwasaki ha venido a hablar, entonces, de Ítalo Calvino. Hace lo que puede Iwasaki (En 20 minutos hay que domar letras, fieras y lagunas secas). Vinculado en un comienzo al neorrealismo social, Ítalo Calvino se lanzó a buscar un estilo propio a mediados de 1950. Calvino evolucionó desde la literatura comprometida hacia la literatura fantástica: El vizconde demediado, El barón rampante, El caballero inexistente. “Creó una obra capaz de dialogar con el realismo mágico de Carpentier y la literatura fantástica de Borges y Cortázar”. Iwasaki ha sacado un transportador invisible, traza líneas y apura rectas temerarias que me gustan. De hecho, la mayor de ellas está a punto de ocurrir.
Que Calvino naciera en Cuba no es motivo suficiente para vincularle con América Latina. La verdad sea cierta: la geografía nunca es suficiente. Sin embargo, Iwasaki saca de la solapa de su rojísima americana un naipe que revuelve mis mapas, incluyendo al mismísimo Belano.
Dice el peruano que en su ensayo El desafío al laberinto, incluido en el volumen Punto y aparte, Ítalo Calvino define el concepto de vanguardia como realismo y visceralidad, dos palabras que, colocadas en estricta vecindad, dan nombre a la corriente poética en la que prácticamente militan los protagonistas de Los detectives salvajes, la obra central del chileno Roberto Bolaño.
¿Leyó Bolaño el realvisceralismo de la fuente de Calvino? Iwasaki ni afirma ni desmiente, sólo especula. Tampoco creo que una hipótesis lanzada al vuelo la tarde de un viernes desautorice al ahora venerado Apóstol literario del que todos se sienten deudos, incluyéndome.
A solas en un enorme anfiteatro, apretando las teclas de un Iphone que ya no poseo, tomo nota de lo que Iwasaki dice y pienso en los realvisceralistas, en sus poemas enternecedores y fraudulentos, en sus casposos bares de putas, sus fugas permanentes y sus persecusiones a Octavio Paz. Pienso en el movimiento que Arturo Belano y Ulises Lima pusieron en marcha inspirados en los poemas de Cesárea Tinajero, esa india maciza e insolada.
Desde que las ciudades se averiaron, los deseos y los miedos se nebulizan en otro lugar y los sueños -o el sueño, me conformo con eso- se consiguen haciendo trampa. Ya casi nunca dejo frases al azar ni en lámparas ni a oscuras, tampoco en habitaciones o salones, y he dejado de contar la distancia en pasos desde las estatuas públicas hasta los sofás blancos de los números impares. Después de buscar a Cesárea Tinajero me dedico a otras cosas. No sé cuáles, pero a otras. Son más de las diez, Iwasaki termina su conferencia.
Si he clausurado ciertas coreografías, ha sido en parte por Roberto Bolaño. Pero si he regresado de ciertos silencios, ha sido gracias a otros mapas, los que siguen quienes buscan a una mujer que no se sabe si existe o no, una figura que nunca llegamos a saber -¿o sí?- si escribe poemas realvisceralistas o dibuja líneas quebradas.
A veces vengo del vientre que Roberto Bolaño escribió para Cesárea Tinajero. Sólo espero que el bisturí con el que salí de él no lleve puntadas, como sugiere el hombre de la americana, de la aguja de Ítalo Calvino. Porque entonces nadie me habrá dado a luz de nuevo, no habré llegado jamás al desierto de Sonora. No habré salido nunca de los setecientos veinte pasos que separan a los vivos de las estatuas. O eso pienso yo, mientras el hombre de la americana roja toma asiento entre las fieras.