jueves, 18 de agosto de 2016

V, de verano: no hay que olvidar la noche

Foto: KSB

 No hay que olvidar la noche. Tampoco darse de baja en sus modales de vertedero, mucho menos perder la forma ni  hacerse fofo en la amnesia de la oscuridad, ese sprint que separa la celebración del garrotazo; ese dique que aparta a los vivos de los muertos y confina a los que quedan entremedias a la dehesa del espanto –fantasmas elevados en plataformas; esperpentos tatuados; la tumba de la minifalda sin depilar-. No hay que olvidar la noche ni perderla de vista. No hay que afelparse. No es posible renunciar a la pregunta sobre cuánto de nosotros hay en ella: la lenta frustración de los trenes y los ascensores, los besos agusanados que se dan los desconocidos  y los nudillos rotos de los que se dan puñetazos porque temen volver solos a casa, aunque no lo sepan.

"No hay que olvidar la noche... Ni los besos agusanados que se dan los desconocidos  y los nudillos rotos de los que se dan puñetazos porque temen  volver solos a casa"

Son las cuatro de la madrugada de un 14  de agosto. Las fiestas de verano purgan Madrid con su santiamén de pañuelo y eructo: pasacalle, abanico y borrachera. La pira de los días en el desafuero del sol. Un sujeto de pecho tatuado tira del cabello a una rubia con el alma desdentada; ella intenta golpearlo, él tira con más fuerza. Tropiezan. Ruedan. Se pegan. Llega la policía. Acaba el espectáculo que nunca nadie consiguió grabar con el móvil –fue todo tan rápido, maldita sea-.  Son las cuatro de una mañana sin luz, ni luces. Esa hora en la que todos parecen querer algo que no irían a comprar vestidos de sí mismos.

Un hombre de camiseta roja y aspecto británico tropieza con una chica que parece cobrar en céntimos los malos besos y las plegarias de portal –la calderilla de ponerse de rodillas-. Su rostro me resulta familiar. No es la primera vez que lo veo embestir contra una dama esta noche. Pero a esta hora –ya se sabe- a la hoguera se le olvida que arde feamente. Sentado a una mesa a la que nadie lo ha invitado –la joven de los céntimos está acompañada de algo que podría ser un grupo de clientes o una familia con malas pintas-, el caballero británico de camiseta roja delata estropicio en cada gesto. Luce un bronceado infierno; vacaciones con quemadura de tercer grado. Despliega, cuando la borrachera se lo permite, una sonrisa tiesa y carbonizada. En su sangre, seguro, la ginebra pasó de gasolina a monóxido.

"En la carrera de San Francisco, convertida ya en dehesa de muertos vivientes, los entresijos chisporrotean en los calderos y Pitbull resuena como una ventosidad en los oídos" 

En la carrera de San Francisco, convertida ya en dehesa de muertos vivientes, los entresijos chisporrotean en los calderos y las últimas tiras de tocino se asan sobre una plancha de metal. A esta hora, las cuatro de una madrugada de agosto, todos tenemos algo de San Lorenzo: nos arrancamos la piel a tiras para arrojarla a alguna parrilla dónde arder más rápido. El asunto, claro, es quemarse.  Olvidar que la vida tiene botones y ascensores. Eso: perder el conocimiento mientras ocurre el infierno y un cantante con nombre de perro –Pitbull- resuena como una ventosidad en los oídos.

El sujeto de aspecto británico y camiseta roja prodiga mordiscos a los gomosos calamares de algo que parece sacado de la basura.  La joven que cobra por desabrochar, así sea una mirada, se ríe de la manifiesta borrachera del estropeado señor. Él la mira como si fuera un hombre de trapo, como si cada gota de alcohol lo hubiese despojado de la más elemental inteligencia. La mira y se disculpa. Una y otra vez.  Ella enseña su sonrisa sin muelas y los muslos prietos,  rematados con hoyos de salchicha a la altura de una falda mal cortada. Todo avanza hacia el precipicio; hacia esa línea quebrada que dibujan las uves del verano.

"Él la mira como si fuera un hombre de trapo, como si cada gota de alcohol lo hubiese despojado de la más elemental inteligencia"

En su novela La fiesta de la insignificancia, Milan Kundera agrupó a las personas a ambos lados de una línea: los que al tropezar piden disculpas y los que al embestir al prójimo reprochan y manotean. El caballero inglés de los calamares gomosos y la mirada borracha supera por completo esa frontera. Su territorio es el accidente; y a juzgar por los mordiscos y la bocanada de vomito que parece a punto de derramarse sobre la mesa a la que no ha sido invitado, esto tiene pinta de tragedia. Puro verano, sandungueo. Ganas de pegarse y besarse. Verter. Arder.

Derrotado por el bocadillo, el caballero británico saca de su boca una larga tira de pescado procesado. La arroja al suelo. Se mira los pies deformados en las sandalias. Hay desamparo en la piel roja de su rostro. Tiene algo de pobre crustáceo, como una langosta que por querer escapar de la olla de agua hirviendo fue a meterse en un cazo de aceite requemado. Aburrido, con los dedos llenos de calamar masticado, el caballero de camiseta roja  decide abandonar la mesa. Intenta ponerse de pie. Una. Dos. Tres veces. Parece un rascacielos a punto de desmayarse.

"Intenta ponerse de pie. Una. Dos. Tres veces. Parece un rascacielos a punto de desmayarse (....) Lo rodean las risas de los extraños. Un enjambre de aguijones que celebran con veneno que él sea penúltimo payaso de la noche"

Al inglés lo rodean las risas de los extraños, un enjambre de aguijones que celebran con veneno que él sea penúltimo payaso de la noche –el bufón siempre es el otro, claro-. Si pudieran, quienes ahora lo rodean arrojarían monedas a su soledad. Incluso alguien propiciaría un cuerpo a cuerpo con otra alma perdida, para ver cuál desagracia le parte la nunca la otra. Habría risotada, eructos, pedos. El vapor caliente de las cosas que se pudren abriéndose paso en una nube de aceite.

El caballero de camiseta roja consigue, al fin, lo que los homínidos en algún tiempo: erguirse sobre sus dos piernas. Una embestida más de vómito amenaza con regar el asfalto. El hombre saca un cigarrillo e intenta avanzar por la carrera de San Francisco, ya convertida por completo en un río de peces muertos, una lenta sopa de cosas que no parecen vivas. Una mano anónima extiende una silla, acaso para evitar el destrozo y asegurarse así algo más de espectáculo. Nunca tres pasos tambaleantes fueron celebrados con tan tabernarias carcajadas. Si el caballero inglés quisiera, podría llenar sus bolsillos con la calderilla de quienes ven en él el mejor payaso de la madrugada.

"No hay que olvidar la noche. Hace falta volver a ella. Ponerse  de pie en ese escalón del día donde la vida traviste en fantasma. Ese momento donde surgen los besos agusanados y los puñetazos  de quienes tienen miedo de volver solos a casa"

En el filo de la acera, con los pies llenos de saliva, sangría y azúcar, miro el lento desolladero. Veo la espalda de este hombre sobre el que alguien ha descerrajado una desgracia nocturna. Observo. Me detengo en el morro sangrante de los que beben, de esos a los que se le va la vida en un vómito de pizza y mojito. Me detengo, intento recordar lo que veo.  Celebro con mi silencio de vestal sin vientre la furia de otros. A las cuatro de una madrugada de agosto, viene a mi cabeza una novela de Salman Rushdie que leí hace años, en un país extinto que me olvidó como olvidan los hogares a los que beben sin parar. El libro de Rushdie hablaba de dos gemelos que nacen al filo de la media noche: ese  segundo que antecede al día y la oscuridad, esa posición del segundero donde si alguien nace, lo hace a la mitad de su vida, siendo el anterior y el próximo, siendo todas las horas en una distancia, a solas con su celaje, como una sombra.


A mi alrededor veo espectros, gente muerta que vino a beber para resucitar de otra forma. Me reflejo en ellos. Me pregunto cuándo me tocará a mí la calderilla, el cuerpo a cuerpo contra otra soledad.  Así, en el filo de una acera llena de babas , pienso lo mismo. No hay que olvidar la noche. Hace falta volver a ella. Ponerse  de pie en ese escalón del día donde la vida traviste en fantasma. Ese momento donde surgen los besos agusanados y los puñetazos  de quienes tienen miedo de volver solos a casa, aunque no lo sepan.

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