domingo, 5 de agosto de 2012

Un abuelo de 37 años

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De la vida me acuerdo, pero dónde está.
Jaime Gil de Biedma. De Senectute. 

Sé poco de la familia de mi padre. Sintonicé mal las historias de una guerra que, hasta hace unos años, me resultó remota y antigua; una guerra de la que quedaban pocos y silenciosos supervivientes. Ahora que puedo hacer preguntas, las respuestas no dan para mucho. 
De mis abuelos, supe que llegaron al Puerto de la Guaira después de una travesía de 20 días en un barco de vapor proveniente de Le Havre, durante  los años cuarenta; que fueron recibidos en un campo para  inmigrantes en El Trompillo; que consiguieron casa, trabajo y que, de ahí en adelante, no quisieron saber nada más de España hasta el día en que murieron. Eso es, a grandes rasgos, lo que sabía. Aunque en verdad sepa mucho más, lo verificable de mis recuerdos es eso.  Lo que me han contado ya es otra cosa.
Hace apenas unas semanas viajé a Santander, la ciudad donde nacieron y crecieron mis abuelos y de la que nunca supe mucho más excepto la forma de la que habían salido  hace  más de 70 años: levantándose de una mesa servida, lista para una cena que no llegaron a probar. Les había tocado escapar en la avanzada de una guerra donde la República perdía terreno. 
Al recorrer Santander resolví  el acertijo acerca de porqué mi abuelo  se había dedicado al mar. Caminándola, entendí la razón por la cual en una ciudad como ésa no había muchas opciones. Aquel que no pertenecía a la burguesía  que dejaba pasar los veranos entre un baño de ola y otro, tenía que conseguir acomodo en otro lugar, y como no fuera en la naval de Reinosa, el Puerto de Santander era al sitio para trabajar; de ahí que mi abuelo fuera  maquinista y que, al llegar a Venezuela, eso le hubiese permitido conseguir empleo en la construcción del ferrocarril.
Un sábado por la tarde, en la Bahía de Santander, dando un paseo por Puerto Chico, mi madre me respondió  algunas preguntas que le hice acerca de mi abuelo. Una de ellas, sobre la edad que él tenía cuando llegó a Venezuela. Serían casi las siete de la tarde. Hacía un sol bobo con brisa fresca y las dos comenzábamos a sentir algo de frío. Mi abuelo había llegado a Venezuela con mi abuela; mi padre, que había nacido en Barcelona en 1938- era el mayor de todos-; y sus dos hermanos, que habían nacido en Pessac. Él tenía 37 años.
Cuando mi madre me dijo la edad, tuve que pedirle que me la repitiera. Se equivocaba ella o yo escuchaba mal, pensé. 37 años, un matrimonio, tres hijos, un exilio -forzoso o impuesto, como fuera-, una posguerra, la necesidad de reinventarse a como diera lugar, la obligación de trasladar todavía a toda una familia que permanecía al Sur de Francia sin posibilidad de volver a España.
Daba vueltas a todas estas cosas mientras pensaba, tonta o acertadamente, en la diáspora que ahora –a la inversa- practicamos mis hermanos y yo. Y no sabía si abofetearme o quedarme callada mirándome los pies. Como el viento continuaba soplando y yo apenas llevaba un fular, me concentré en el frío y no hice mayores aspavientos. Es mejor morirse de frío que sentirse imbécil. Miré el agua que se empozaba sin espuma en las escaleras del puerto. No vi ni un solo cangrejo, tan solo botes amarrados meciéndose con el viento manso del verano.

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