domingo, 30 de enero de 2011

Sobre el Foie servido como crema catalana y las enseñanzas de Mrs. Robinson

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"Ya no se trata de tener una habitación propia. No.
La única obligación que tenemos las mujeres del siglo XXI
es perderle el miedo a la soledad"
Marta Sanz. Susana y los viejos (2006)


Hace unos días partía el crujiente de un foie servido como crema catalana. Primero suave, casi torpemente. Fracturando el cristal del azúcar morena con los golpecitos inexactos de una cucharilla tímida, falible. Justo después de llevarme a la boca la primera incursión de mi cubierto, entendí el orden que adquieren las palabras en el alma de algunos personajes.

Mientras sentía cómo se disolvían sobre mi lengua la compota de -algo que podría ser- manzana, el caramelo y el hígado de pato, pensé en la doctora Renán; la rubia doctora Renán a horcajadas sobre sus ancianos pacientes; pensé en Mrs. Robinson, una mujer de cuarenta años, divorciada, con un hijo que tiene la misma edad que su amante, y que en medio de una sesión de yoga llega a la conclusión de que la "única obligación que tenemos las mujeres del siglo XXI es perderle el miedo a la soledad”.
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Repaso estas cosas. Repaso veloz, fragmentada e hipotéticamente estas cosas, mientras el salado y el dulce recorren, en mi lengua, la trayectoria inversa de una campana. En su corona, el caramelo se deshace del fuego que lo hizo una lámina firme y se vuelve tan solo azúcar morena; la grasa del foie abraza los laterales, la cintura de esta campana invertida y viviente que es ahora mi lengua. Entonces todo tañe en la boca. Fuerte y furiosamente. Como las horas o las vocaciones.

Me preguntan, acaso, si me gusta lo que pruebo. Me toca salir al paso con tozudeces, palabras averiadas, adjetivos opacos. Me ha encantado, claro, por supuesto. Está riquísimo. Estupendo. (Me siento desarmada, con esa cucharita de metal en mi mano derecha).
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Parto otro poco del crujiente de caramelo. Recibo el sabor como un segundo oleaje, más agudo, de sensaciones. Bebo un poco del Syrah para barrer de mi boca los empalagos. Después bebo agua, con gas. Pienso en
La Susana y Los viejos del Veronés , la misma que retrataron Rembrandt, Rubens y Tintoretto. Esa Susana, desnuda, entre el ofrecimiento y la indefensión, sorprendida por dos viejos jueces, Arquián y Sedequía. Deseo y salivación. Susana Renán. Susana y los viejos. Foie, caramelo y algo que podría ser manzana. Todo junto, como un beso a punto de ocurrir.

La cucharada se disuelve, se unta, se esparce sobre un triángulo pálido de pan. Me cuesta recuperarme del crack crack del caramelo que choca contra mis muelas. Escucho -¿escucho?- la explicación acerca de la compota de algo que podría ser manzana; los detalles sobre las temperaturas bajo las que se cuecen las pieles y almíbares. Al calor todo pierde su forma, de la misma manera que en la tibieza de mi lengua una película de azúcar se disuelve, de a poco.
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En una mesa para dos, se sienta una boca ahora muda –la mía-, una boca ocupada en entender lo que avanza entre la saliva. El plato aún es una página en blanco en la que me gustaría volcar el volumen del azúcar, las texturas de la grasa, el ácido lugar común de quien disfruta un foie preparado como crema catalana.
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Un tema para untar. Mujeres amargas para platos dulzones. Susana Renán. Susana y los viejos. Fracturo el crujiente dulce de un aperitivo. Siento que hay oleaje de saliva; degusto el naufragio de los sentidos. Transcribo en mi lengua el orden que adquieren las palabras en la boca de otros personajes, más fuertes y ciclópeos. Foie, caramelo... Todo junto, a punto de ocurrir. Todo tañe, en mi boca, a punto de ocurrir, como las horas en un campanario.
Foie, caramelo y algo que podría ser dulce, o no, como las manzanas o los huesos rotos.
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De la serie El recetario de Mrs. Robinson