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Antonio Diez practicó la coreografía de los detectores de metales. Contestó la verdad y nada más que la verdad. No llevaba cocaína en el estómago y no tenía intención alguna de secuestrar un avión para estrellarlo contra una torre. Que la funcionaria le rociara con el tufillo del imitador le ofendió. No tenía intención. Y en el caso de que deseara cometer un atentado, ya se le ocurriría algo mejor. Con escribirlo ya era suficiente.
La pista de aterrizaje brillaba como un tenedor recién pulido, mientras la turbina del vuelo de American Airlines rascaba los vidrios con su ronquera. El reloj del pasillo daba las dos de una tarde sin baterías. Antonio Diez miró al resto de los pasajeros. Mataban el tiempo tocando las pantallas de sus móviles con la yema de sus dedos. El aeropuerto se convirtió en un enorme cementerio, un horno crematorio con aire acondicionado en el que alguien quema sus últimos cartuchos. Antonio Diez no tenía municiones, tampoco blanco para descargarlas. Apagó el teléfono.
Se dirigió con pereza hacia su asiento. Lo recibió un olor dulzón, mezcla de azúcar ahumada y pan frío. Esquivó, aceptó y pidió disculpas, hasta dar con su fila. Cayó derrotado en la butaca y acercó su nariz al cristal. El despegue no le pareció lo suficientemente largo. Cuando giró su cabeza para buscar un libro, la cabina se convirtió en una estampida de vasos plásticos, botellitas, menús enjaulados en bandejas y frutas tristes para viajeros sin hambre.
A llegar a Newark llamaría a Federico. No recordaba la dirección exacta. Su única esperanza era no tener que compartir el sofá con un francés lleno de monte hasta los oídos. En ese caso, él saldría perdiendo. El francés seguramente habría pagado por el sofá. Antonio Diez no.
Abrió su libreta y repasó las notas. Tachaduras, transcripciones. Lo que buscaba estaba en el portátil, pero la pereza y la desgana le podían. Igual no escribiría nada hasta pisar Manhattan, como no escribió nada cuando estuvo en Panamá, ni en Valencia, ni en Baltimore. Rebuscó, despeinó la libreta y leyó un rato. Se setuvo en una de las hojas marcadas con un postip. Sanoja ya no vive para confirmarlo, pero la verdadera razón, dicen, por la que el cónsul arrojó la primera edición de su novela al río Hudson no fue para protestar por el canal de Panamá. De haber sido así, con un ejemplar era más que suficiente.
Como Antonio Diez, el cónsul estaría dolido. Por eso pensó que los peces del Hudson apreciarían sus páginas más que sus enanos e ingratos compatriotas. Era imposible alimentar semejantes cardúmenes... de pirañas, plagas incapaces que se alborotan con tan sólo oler a la sangre ajena; la suya, la del cónsul. En el Hudson, abajo, muy profundo, alguien habría de picar algún anzuelo. ¿Alguien, no?
-¿ Carne o pollo?
-Pez , por favor–hubiera dicho Antonio Diez, de no ser un cobarde
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4 comentarios:
oooooh ooooh ooooh mi adorada KSB, me encantan tus recurrencias-cuentos tristes, mil gracias por iluminar mi día, por recordarme la verdadera razon para escribir.
Chase... ¡soy yo la que está muy muy muy muy muy muy agradecida! ¡y no sabes cuánto ni porqué!
Creo que yo tampoco hubiese pedido pez.
Besitos Kari :)
¡Ay, mi Laya! Este complejo mío de sujeto acuario
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