¿Cuántas veces caminas, al mismo tiempo, a la izquierda y a la derecha? ¿Llevas la cuenta de las veces que te apetece gritar en los andenes? ¿Sonríes, a solas, cuando los torniquetes están demasiado borrachos? ¿Subes las escaleras mecánicas con ganas de reventar las marquesinas con los puños apretados? ¿Ves suicidas donde sólo hay lectores despistados que pisan la raya amarilla? ¿Te gusta jugar a los ciegos y avanzar con los ojos cerrados por los pasillos desiertos de los intercambiadores? ¿Te dejas despeinar por el viento absurdo que nadie sabe de dónde llega, si estamos bajo tierra? ¿Te quitas los auriculares para escuchar al hombre del acordeón, la mujer de la pista y el micrófono o el predicador que entra en el vagón y luego sacas la moneda que sale, disparada, como un mal trago? Desde hace unos meses, cojo el subterráneo más de lo normal. Lo hago para aturdirme. Para no pasar por alto que, bajo la tierra, todos medimos lo mismo. Además de llegar más rápido a todos sitios, cuando estoy aquí abajo suelo enviar postales y leer con más furia de la habitual. Leo los libros que llevo conmigo, y a la gente que rodea las sangrías de la página. Más a los segundos que a los primeros. Hoy, sin embargo, por más que quiero, no puedo alzar la mirada. Los ojos quisieran levantarse, pero no les doy permiso.
Estación Nuevos Ministerios. Nueve de la mañana. Me he levantado pensando en los pases de fútbol. Es la Dublinesca de Vila Matas. Si algo le agradezco al catalán es que me hable de fútbol en su culta y elaborada novela. Primero, porque tengo días sin leer a un autor que mencione el fútbol como algo normal –eso se echa de menos- y segundo, porque Samuel Riva sería muy árido si no driblara entre sueños y rascacielos. Y así voy, pensando en los pases, justamente en uno en concreto de Fernando Torres contra Alemania en la final de la Eurocopa pasada cuando levanto la vista y noto una mochila del Real Betis. Tras su descenso a segunda división el verano pasado, cuando casi linchan a Manuel Ruiz de Lopera, siento un callado y solidario cabreo con los béticos. Me fijo un poco mejor en el chico que lleva la mochila. Viste, por supuesto, de verdiblanco. Pero al llegar a su rostro, color blanco papel y con los ojos hundidos como canicas en una pálida masilla, desvío la mirada. Le acompaña su padre, un hombre de rostro arrugado, camisa a cuadros y unas manos gruesas que sostienen las, también pálidas -casi verdes- de su delgado hijo. Lleva en uno de sus dedos una delgada alianza dorada. Es un hombre que podría llevar toda la vida sin dormir. Y no me sorprendería que así fuese.
No sé qué hacer con mis ojos. Vuelvo a mirar la mochila del Real Betis. Lo del Real no fue en 1907, fue después. Se lo entregó Alfonzo XIII al club en 1914. Mis ojos trepan el tronco del chaval. Lleva una gorra, también del Betis, con la que esconde una breve y débil pelusa, los restos de lo que fue cabello alguna vez. Bajo la visera, se esconden unos ojos potentes, ojos de un azul revuelto. Vuelvo la mirada al libro. Ya no recuerdo qué dice Vila Matas. Ya no me acuerdo de los pases de fútbol. Ni de la campaña de 1997 del Betis, ni del Centenario, ni estoy segura de si fueron o no el primer equipo andaluz en clasificar en la Champions. Ahora sólo miro los zapatos del bético que viaja conmigo en dirección Alonso Martínez. Y sólo entonces advierto que el pantalón del chándal que lleva puesto es lo único que desentona con su bética combinación. Es una prenda demasiado médica, algo quirúrgica. El vagón se detiene, el padre que probablemente lleve toda la vida sin dormir se pone de pie y levanta a mi bético compañero de viaje, una delgada estampa que los viajeros sacuden con su paso, una silueta de papel cebolla que viaja junto a un hombre de piedra, arrugas y una alianza dorada en el anular. Las puertas se cierran. El vagón se pone en marcha. Yo les veo alejarse. Las manos me escuecen, como si tuviesen cosas por decir. Me bajo en Alonso Martínez. Subo andando las escaleras. Cierro el puño. Pero esta vez no puedo. Hay demasiada gente y además, lo que en verdad hubiese querido no es golpear la marquesina sino acariciar la mejilla de mi bético compañero de vagón. Y sólo entonces me doy cuenta que soy incapaz de suponer una edad. ¿Quince, veinte? Y no sé si la enfermedad envejece o simplemente aparta de la vida. No lo sé.
Desde hace unos meses, cojo el subterráneo más de lo normal. Lo hago para aturdirme. Para no pasar por alto que, bajo la tierra, todos medimos lo mismo. Exactamente lo mismo.
7 comentarios:
La verdad, hay veces que a mi también me gusta montarme en un carrito y en el metro, pero no para aturdirme sino para sentir a la gente común.
Hermoso texto......sensibilidad pura!!!!
gracias, muchas gracias.
Guapa! En días como hoy incluso extraño a los viejitos que llevan el periódico sin abrir desde las nueve de la mañana! :)
Al
¡ALba! Espera... voy a por ti.
Un texto certero y claro que bajo tierra y sobre ella, todos somos exactamente lo mismo.
Un abrazo...
he investigado eso del "real" y es cierto. que curioso! no lo sabia :P
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