lunes, 11 de enero de 2010

Sábados, un mal día para las librerías y los armarios



Llevo dos fines de semana seguidos haciendo la misma ruta. Un recorrido recto y sin mayores escalas, desde la Casa del Libro de Felipe II hasta la librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes. Lo hice dos sábados , y luego un domingo por la mañana, como quien quiere y no quiere. Lo hice tres veces. Lo hice sola y mecánicamente.

Lo único que cambié en ambas ocasiones, o en las tres si contamos el domingo, fue el equipaje. El primer fin de semana llevaba Imposturas, de John Banville, el sábado, y el domingo a Javier Marías. El segundo fin de semana, La Montaña mágica, de Thomas Mann. Lo único distinto entre ambas visitas, insisto, fue eso. El resto siguió siendo igual: el clima frío; el paso lento y sin prisa; las aceras desordenadas por la lluvia y esta situación de rehenes que tenemos los transeúntes en víspera de Reyes, rebajas o cualquier tipo de liquidación, sea por cierre, mudanza o derribo.

El primer fin de semana, como el segundo, caminé con la barbilla pegada al cuello. Me cubrí la cara con una pashmina descolorida. Me envolví como un terrorista y metí las manos en los bolsillos. Sólo me dejé los ojos al descubierto, como si fueran inmunes a morirse o matar de frío en una calle de esta o cualquier otra ciudad.

Dándome calor con mi propios resoplidos, caminé pensando en Axel Vander y Marta Téllez primero y en Hans Castorp después, todo eso mientras daba saltos por encima de las alcantarillas de Madrid y me daba a la tarea de romper el hielo de los charcos con el tacón de mis botas. Me detuve un momento frente a Librería Hiperión. La primera vez estuvo cerrada. La segunda también.

Ya en el Palacio Linares, esperé la luz verde en el paso de peatones. No sé si ambas veces, o las tres –porque también fui un domingo-, tardé unos veinte minutos en bajar desde Goya hasta Cibeles. Cuando llegué al Círculo de Bellas Artes serían, acaso la primera vez, las seis y veinte de la tarde. La segunda (o tercera vez, si nos atenemos al domingo impar), es decir, ayer, serían cerca de las seis y treinta.

La primera vez estaba cerrada. La segunda, que sería el domingo aquel, también. La tercera ocurrió lo mismo. Esta vez me molesté en mirar los horarios. Los sábados trabajan de diez a dos de la tarde. Libre de la pashmina, encendí un cigarrillo –igual que las dos veces anteriores-. Lo fumé mirando hacia la calle.

La primera visita, pensé que por tratarse del primer sábado del año era lógico que la librería no abriese al público. Así que no miré el horario. La segunda vez lo atribuí al hecho de que fuese domingo, un mal día para hacer cualquier cosa. La tercera visita, interpreté el asunto como un largo punto suspensivo para estos últimos sábados de invierno, donde todo parece empequeñecerse como la ropa en los armarios.

Quizás vuelva el próximo sábado, otra vez. Es probable que tampoco esté abierto, aunque a veces lo ha estado. Llevaré algo de David Foster Wallace, para leerlo mientras espero el vagón de vuelta. Entonces llegaré a casa. La ropa será más pequeña en los armarios y el fútbol estará a punto de comenzar.

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