viernes, 1 de enero de 2010

Improperios sentimentales


En el 26, que recorre desde Diego de León hasta Tirso de Molina, una mujer de cabello escardado y lentes oscuros se interpone entre la puerta de entrada y una fila de empapados viajeros que desean entrar. Ella no encuentra su billete, el resto no consigue pasar. Afuera diluvia y un enjambre de abuelas reparte paquetazos para saltarse no sólo a la escardada mujer que ha perdido su billete, sino al resto de los que esperamos para picar el nuestro.

Dentro reina el desorden, los paraguas aún sin cerrar y los ojos caídos de quienes los sostienen. Todo luce decembrino y neurótico: bolsas cargadas con cajas de turrones, regalos muy bien envueltos, tubos enteros de papel para envolver, lazos, cajas , nueces, dátiles, periódicos doblados por la mitad. Intento asirme a la barra, inútilmente. Me sostengo en la punta de mis pies, esperando que el apretado pasaje me sostenga con su asfixia.

Pero el intento falla y mis dedos terminan en el fondo de ese cabello escardado y tieso que acaba de cruzar el pasillo a empujones. Justo cuando el 26 frena en Menéndez Pelayo con la Plaza del niño Jesús, la mujer del comienzo del viaje se atraviesa en mi vértigo. Siento un asco momentáneo y fugaz, una especie de sarpullidlo de quien escarba en la piel de un animal muerto. La mujer apenas nota que mis dedos están entre sus cabellos. El asco se queda, silencioso, entre las sillas.

Los vidrios del autobús están empañados. Es mediodía y el año está a punto de acabar en medio de una tormenta de uvas, frutos secos y buches de cava. En una o dos noches, quizás. Por eso la prisa, los paquetes y el corazón helado de las cafeterías de las calle Menorca. Y justo cuando deseo encender fuego en esa cabellera en donde he metido los dedos por error, ocurre el milagro de las doce.

El chico, de unos ocho o nueve años, vestía gafas cuadradas e impermeable amarillo. Entró empujado por su madre, que apenas y pudo abrirse paso. La ensayada tolerancia urbana abrió un pasillo invisible en el apretado pasaje de las doce. Finalmente, y después de muchos esfuerzos para encajar la enorme silla de ruedas, la madre y el hijo encontraron sitio en el lugar reservado para los pasajeros con discapacidades.

Alrededor todos resoplaban indignados. Un rebufo colectivo y espeso colgándose desde las ventanas. La razón del enfado tenía que ver con el niño, la madre y un anciano sonriente que nunca se levantó de su silla para hacer más fácil la entrada de la silla de ruedas y al que todos desaprobaron con el acostumbrado resoplido de la multitud ofendida.

Lo cierto es que el anciano permaneció sentado más por necesidad que por falta de cortesía. En todo el trayecto, nunca se puso de pie. Sus piernas mudas y retacas se quedaron quietas como troncos. Tocó su gorra un par de veces, como si fuera a quitársela. Sus ojos, en cambio, se encendieron en un saludo tierno y lisiado.

El niño del impermeable y el anciano se miraron frente a frente en un autobús lleno de gente cansada. Yo estoy cansada, y les miro. Sus piernas durmientes, sus edades remotas, su irónica vecindad en el transporte público; todo anegándose como un milagro en el malhumor de las doce. Llevo un paraguas entre las manos. Al llegar a la esquina, ya lo habré abierto, la gente habrá olvidado porqué resopla y el viaje comenzará, de nuevo, otra vez.

1 comentario:

Unknown dijo...

KSB..........conocemos esas miradas!!!!!!!!!!!!Te quiero.