Hubo un tiempo en el que me gustaba fisgonear las cosas de
los demás; y si pertenecían a mis padres o a mis hermanos, todavía más.
Asomarme a las gavetas que no me pertenecían; abrirlas; inspeccionar e
inventariar objetos que encontraba a mi paso: un reloj sin batería en el que
siempre eran las dos y cuarto; monedas color cobre – a veces verdosas- apiladas
en la tapa de un desodorante; broches estropeados; pendientes desparejados; libretas
a medio usar; picaduras de pipa envueltas en bolsas parafinadas; pulseras de
fantasía desdentadas. Un reino irrespetuoso sujeto a la gasolina que suponía
ser descubierto.
Objetos dormidos que yo traía a la vida por el solo hecho de
tocarlos. Me entretenía coger uno, cambiarlo de sitio y devolverlo luego a su
posición original. Mi atrevimiento les confería una nueva existencia, espantaba
las tardes de calor y me prodigaba el privilegio de ver sin ser visto, de
poseer aquello que no era mío. Era como comer a escondidas: placer culposo sin
rastro. Apropiarme y luego abandonar, como si nunca hubiese estado allí. Sólo
después de dar buena cuenta de ellos, me marchaba, a hurtadillas, disimulando
malamente… como quien sale airoso de la cocina, sacudiéndose de los labios las
migajas de un bizcocho robado en mitad de una tarde aburrida.
Las gavetas en las que más solía demorarme eran las de mi
madre y mi hermana. Ambas estaban llenas de objetos incomprensibles, en su
mayoría estropeados o a medio usar. ¿Por qué guardaban cosas así? Tras invertir
largas y repetidas incursiones, aprendí a diferenciar cómo gastaba cada una el
labial: mi madre plano y redondeado, como la punta de mis tijeras puntarroma; el
de mi hermana, plano también, pero con la hendidura de un labio insistente y
pequeño... aunque los objetos de mi hermana me resultaban menos sorprendentes,
porque conservaban ese raro estropicio del juguete -nos llevamos apenas cinco años, ambas tuvimos muñecos, a los que mutilé algun que otro miembro, de los suyos claro...-. Pero pasó el tiempo, abandoné -nominalmente- la infancia y me refugié en su biblioteca, la de mi hermana. Me hinché a robar libros de
poesía -los de Humbolt y Darwin me parecían un coñazo. Yo quería poesía; eso que ella sigue siendo: poesía- y camisetas que a mí siempre me quedaban fatal.
El escritorio del despacho de
mi padre no tenía nada qué envidiar al resto: pasaportes, fotos tamaño carnet
redondeadas en las esquinas; retratos de abuelos muertos que llegaron de un puerto y a los que jamás conocí; mecheros de cigarrillos que jamás vi a mi padre encender
–cuando yo nací él había dejado de fumar-. Mi hermano, el casi mayor (el
segundo), tenía un botín –como los poemarios de mi hermana- que comencé a
paladear con más placer a medida que avanzaba el tiempo: desde la pecera a la
que arrojé una pluma Parker, ocasionando un genocidio, pasando por los
espantosos cigarrillos mentolados que robé de tarde en tarde para prodigarme
nicotina, hasta sus volúmenes de ensayo e historia, con los que aprendí cosas
que olvidé o ya no comprendo. (Que uno va a peor es una certeza).
El reto más tentador, la zona límite de mi safari familiar,
tenía su máximo umbral en la habitación de mi hermano mayor. Y la tentación era
tal, justamente porque las suyas eran las gavetas que más me costaba
comprender -y que mayor reprimenda tendría, en el caso de ser descubierta-. Los cassettes apilados por colores, inmensas y tambaleantes torres;
los perfumes –en perfecto orden-, una orgía de olores del que recuerdo, no sé
por qué, la Old Spice; las fotografías recortadas a conciencia, firmes en una pared blanca, fijas con el celo envejecido por el ámbar que imprime sol con el paso del tiempo.
Me tomó mi tiempo reunir el valor para abrir sus
cajones. Todavía recuerdo el primero:
una bolsa plástica llena de billetes rotos: desde la más baja hasta la más alta
denominación. Acaso sabia
premonición de mi hermano: el bolívar –el país representado en aquella moneda-
no valdría nada en unos años. Hagamos con él confeti. Nada más ver aquello, me
quedé helada, plantada como un clavo en la palma de quien no cree. Cerré la
gaveta y eché a correr. Me fui al jardín, a mordisquear un mango maduro de los
que arrancaba de la pequeña mata de la cuestica. Y aunque zampé tres o cuatro, no entendí
nada. Tampoco me tranquilicé. Ahí estaba aquella bolsa, llena de insistentes y
minuciosos papelitos. Pensé en chivarme –porque delatar a los hermanos encierra
un placer oculto- pero me callé.
Si empecé a escribir, alguna vez, fue para propiciar una
tormenta, para gritar como se hace en las pesadillas, para levantar una casa de
paredes blancas que echaríamos abajo con una arcada invisible –y yo,
paquiderma, he demolido muchas, pero muchas casas-. Un deslave impecable… e implacable;
imposible. Y hoy, con ese oleaje raro que tienen los sueños y los afectos,
quince años después o puede que veinte, me he asomado a la habitación de mi
hermano mayor.
Él tiene todavía la misma edad. Yo me he hecho mayor. He
ganado cicatrices, y los galones absurdos que se conquistan en batallas
inútiles; también me he vuelto más bruta y diminuta. En fin, que me asomé y
entré. Mi hermano ya no colecciona
perfumes –o al menos los ordena ahora en el baño-, tampoco rompe
billetes –ahora sólo pica papeles, cualquiera de ellos: telechino, telepizza,
ofertas del Carrefour- y de los cassettes, ni rastro.
Y ahí, justo ahí, en su improvisaba habitación madrileña
–esa vida de campamento que nos inventamos todos hoy-, me topé con cuatro
objetos. Cuatro. Sólo eso bastó. Y como la niña imbécil que fui –y sigo siendo-,
quise en ese momento huir bajo la mata de mango e hincharme de dulces certezas.
Pero aquí, en la ciudad donde
vivo, de los árboles caen botellas rotas, no mangos.
El silencio glacial, y a la vez jugoso, de tres motitos
Repsol y una reproducción de
Casillas, el portero del Madrid –su jugador favorito, siempre ha amado a los
porteros- me dejaron enterrada en el piso de madera, cual colilla atornillada
en un cenicero. Y no supe qué hacer, excepto sonreír. Espantar las preguntas
con eso que se parece a la ternura, ese sentimiento poroso que nos empuja a
proteger.
Puestos así, en perfecto orden, aquellos objetos hicieron lo
que cualquier tormenta. Hablaron un idioma remoto con el que quise arroparme y
arroparlo. Salí de su habitación porque un guasap presagiaba una tormenta sin importancia:
Premios literarios, cabreos de jefe, erratas en el titular y esas cosas que en
el fondo no valen nada... Luego, me asomé a la ventana. Busqué con el corazón
un árbol de mangos, que no conseguí… y sigo sin hallar.
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