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EL PAÍS VISUAL
Karina Sainz Borgo
ksainzborgo@cantv.net
Solución
oftálmica
Tras un
proceso de investigación, el Proyecto Armando Reverón editó y presentó a
finales de 2005 su tercer título: Armando
Reverón. Guía de Estudio. Divido
en seis partes y 521 entradas bibliográficas, el volumen reúne y contextualiza los
ensayos incluidos en libros y catálogos
publicados luego de la muerte del artista, en 1954. Precedido del texto introductorio Armando
Reverón y la crítica, a cargo
de María Elena Huizi, el compendio general actúa como un
espejo: a través de la documentación reveroniana, nos planta frente al reflejo
de nuestros propios accidentes interpretativos.
El mayor
aporte de la publicación no se restringe a la demolición de los lugares comunes
construidos alrededor de Armando Reverón y su obra, sino en la extracción de
sentido que puede hacerse de ellos. Lejos de cualquier afán escrutador, la guía
ofrece a quien la recorre nuevos problemas de estudio: la mirada fundacional
que hace, por ejemplo, Alfredo Boulton, o la lectura ideologizante de Marta
Traba, robustecen nuevas preguntas sobre la forma en que nos hemos asomado no
sólo a Armando Reverón, sino también al arte moderno venezolano y, por ende, a
nuestras propias formas de representación.
Accidente 1. Neutralizar la periferia
El nombre
de Armando Reverón inaugura una grieta visual. El siglo XX del arte venezolano se
ha debatido entre el paisaje como
discurso fundacional con la
Escuela de Caracas y el Círculo de Bellas Artes –ambos en el interregno del país
gomero-, versus la abstracción geométrica que surge en la frontera del
perezjimenismo y atraviesa el nacimiento de la democracia.
En el
centro de una disyuntiva teórica –el paisaje catártico y el paradigma geométrico
cual síntoma de progreso- se ubica el nombre de Armando Reverón. Para 1921, ya plenamente de regreso tras su formación
española, el artista había tomado la decisión de pintar de espaldas al Ávila
que Cabré o Monsanto acometían con fruición. Desde la periferia, instalado en La
Guaira, Reverón clausuró un paisaje e inauguró otro. Abolía un discurso para
poner en marcha un universo
complejo, salino y esencial, visible no sólo en el transcurso de la división
periódica que hizo Alfredo Boulton de la época azul (1919-1924), blanca
(1925-1937) y sepia (1937-1946), sino también en sus muñecas y objetos, cuya
conexión de sentido con su obra bidimensional fue tardía.
Esa demora
es descrita por María Elena Huizi,
quien apunta momentos esenciales de la literatura sobre el pintor, entre ellos
los ensayos Armando Reverón o la
voluptuosidad de la pintura, escrito por Alfredo Boulton para la retrospectiva organizada por él y
Miguel Arroyo en el Museo de Bellas Artes en 1955; Armando Reverón, texto en el cual Mariano Picón Salas despoja al
pintor de la “fama de Robinson iluminado”, así como los análisis de Juan
Calzadilla. Sin embargo, Huizi enumera y da cuenta de una literatura
tangencial, demasiado ocupada en las “manías” del pintor e, incluso, una mucho
más ideologizante restringida a la hiper-iconografía de lo anecdótico que rodea
a Reverón.
Si bien
Reverón había hecho de sí mismo una puesta en escena, la diseminación de su
propia teatralidad hizo que la sociedad venezolana lo confinara, primero, al
estricto diagnóstico de su locura para llevarlo luego, y sin intermedios
reflexivos, a la encrucijada del genio encontrado. El resultado era exactamente
el mismo: la neutralización. Una vez muerto, la sintomatología devino en
inmortalidad. Sin duda, una
rápida operación discursiva. Su muerte convirtió el concurrido espectáculo marginal en grandeza, una
operación reflexiva sencilla, abreviada. He allí una parte de la paradoja, el
primer y más poderoso naufragio de la mirada sobre lo propio.
Accidente 2. Ser la periferia
Avanza
Huizi en su recorrido bibliográfico hasta llegar a los hallazgos que se produjeron
a partir de 1980 –Venezuela contaba ya con instituciones museísticas capaces de
generar una mirada sistemática-, cuando la obra de Reverón es, al fin, objeto de un estudio
contextualizado. Cita Huizi la visión que arroja José Balza sobre los objetos
reveronianos; el análisis del peso del autorretrato en su obra descrito por
Rafael Romero y, más específicamente, el camino reflexivo que inaugura Luis Enrique Pérez Oramas en 1989 con De
los prodigios de la luz a los trabajos del arte, ensayo en el cual se
propicia el diálogo de la obra de Reverón con la historia de Venezuela, el
estudio de la imagen y la estética.
La historiografía de Reverón encontraría en la década de 1990 la mirada
atenta de investigadores, entre ellos la de John Elderfield, curador jefe de
pintura y escultura del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el cual está
próximo a exhibir en febrero de
2007 una exposición antológica de Reverón en sus salas.
La
deglución y el análisis de nuestro primer artista moderno consumió 50 años de
retraso desde su muerte hasta nuestros días. Una importante obra bibliográfica
y esta nueva recopilación de las fuentes de estudio reivindican la miopía. Sin
embargo, la desaparición de El Castillete en 1999 arroja la constatación de una
nueva periferia: la que nos separa, de forma literal y metafórica, de los
lugares naturales de estudio. Coleccionistas y curiosos visitaron Macuto.
También cineastas y fotógrafos, quienes reprodujeron su propia obturación
reveroniana: Edgar Anzola en
1938; Roberto Lucca, en 1942 y Margot Benacerraf en 1948, también Alfredo
Boulton, el coleccionista Jean de Menil y Victoriano de los Ríos. En 1953, un año antes de la muerte del
artista y durante una de las crisis psíquicas que le harían regresar donde el
doctor Báez Finol, el fotógrafo Ricardo Razetti capturó con su cámara una
imagen de Reverón, quien permanecía, de pie, mirando su reflejo frente a un
espejo roto. Transcurridos más de 50 años, Reverón resiente el mirar fracturado como una
constatación de nuestros accidentes.
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