Tengo
30 años y la manía de hacerme llamar por las iniciales que forman juntos mi primer nombre y mis dos apellidos. Ansío tener un elefante tanto como los superpoderes narrativos de Mario Vargas Llosa en La
Guerra del fin del mundo, los de Coetzee en Desgracia y los de Fante en Mi perro Idiota. A veces como
mandarinas, porque son dulces y me quitan la ansiedad.
Esta
mañana, en el bar de mi barrio, he leído en el Babelia un trabajo firmado por
Leila Guerreiro. Iba sobre la crónica en América Latina. En tres páginas me encontré con mi abecedario
sentimental entero. Y aunque ahora me parece no haber leído el nombre de
Monsiváis en el reportaje, en el
momento, el creciente y bienintencionado texto me pareció un motivo para recuperar la Fe.
Sí,
la fe. Esa cosa que aparece en la Facultad de Periodismo, o antes, y a veces se extravía junto a la toalla exhausta del desaliento. En
su texto, hablaba la Guerreiro de cosas que todos -machacones croniqueros- sabemos: de nombres de libros
perfectos que hoy suenan a mal de amores –Al pie de un volcán…-, de cosas que
parecen ciertas, de no ser porque
en la vida real ocurren de otra forma.
Cuando
creo que ya nada puede removerse todavía más dentro mí, al llegar a la séptima
página, a la penúltima línea del reportaje, siento la potente e incontenible
necesidad de dar un salto, salir a la plaza Tirso de Molina y darle tres
vueltas a toda carrera cuando leo lo que dice alguien llamado Daniel Titinger.
Ignoraba
por completo quién era este sujeto que nació un año después que mi hermana y
que, ahora sé, afirma que Dios es
peruano, se dedica a la crónica y al periodismo deportivo. Dice este sujeto,
así, sin anestesia ni analgésicos: "Y no
escribes por dinero ni por fama. Escribes para no estar triste".
Sentada en el taburete cojo de un
bar de mala muerte, leí, en
palabras de otro, la explicación a
este blog –los barbitúricos, ehem… ehem… un atajo a la no tristeza- que desde
hace cinco años mantengo sin una convicción firme, excepto la de no morir en
ningún intento, aunque ya no recuerde cuál.
Ahora lo tengo claro, como el primer día. Y lo peor de todo es
que no sé qué hacer ahora con todo eso que parece una verdad y que me pilla aquí,
tan pero tan lejos, junto a mi toalla exhausta del desaliento.
Quizás debería abandonar las mandarinas y sentarme, otra vez, a escribir. Si los hombres del Gabo eran capaces de rasurarse con jugo de durazno en una Caracas sin agua, quizás pueda entenderme yo a navajazos con el almíbar que a Guerreiro se le escapó.
3 comentarios:
Hola.
señalar arbitrariamente ciertas narrativas como memorables es un gesto arriesgado que logran hacer algunos con éxito, me ha gustado tu manera disimulada de proferir tus elecciones. Agradezco leerte y agradezco conocer en ti una gran exploradora. me ha gustado el texto, te mando un abrazote y pues sigamos escribiendo para espantar la tristeza.
Es la fe y la toalla exhausta del desaliento, también se ha contagiado en mis entusiasmos. Muchas gracias por leer el texto. Pide escribir, lo aprecio muchísimo. Un abrazote también para ti.
Perdona quise decir "también por escribir", no pide escribir. Esos tropiezos con los tontos correctores de Las tablets
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