Antes de dejarlo en la recepción del hotel, quedamos en citarnos, para hablar de literatura, de happenings, de la izquierda muerta y remuerta en el banquillo. Pero ya había sido suficiente. Así que lo dejé a solas con su vejez.
No supe más nada de él. Soy un público desleal, ya no me quedo hasta el final de la función. Todos los que se sientan frente a mí sostienen su ginebra, brindan con hielos borrosos. Hablan, dicen cosas que nadie les ha preguntado. Creen que les creo. Me piden que aplauda sus discursos. Pero yo sólo quiero correr. En ese momento sonó mi teléfono móvil. Lo dejé timbrar.
Aparqué el coche. Me bajé frente a un quiosco y compré un mechero. Antes de volver por el poeta al antiguo Hotel, cogí el poemario. Leí diez páginas y cerré el ejemplar. Cogí un pitillo de la cajetilla casi entera. Encendí el mechero y prendí fuego al libro, que ardía fácil gracias a ese papel burdo que usaron para editarlo. Lo miré arder y aspiré su lento aroma. Porque en un ciudad donde todo se pudre, el olor a quemado libera. Produce el efecto de las hojas que se queman en los patios de los pueblos. Aleja. Incendia.
martes, 23 de agosto de 2011
S, de sordera.
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2 comentarios:
Mira, chica, tú si escribes sabroso. Yo no sé porqué tardo tanto cada vez en volver a este blog, si escribes tan bien. Da gusto refocilarse acá, es como borrarse un poco, y a la vez salir con un pedazo de la mente reinventada. Un saludo.
Susan: en unos días como estos, en los que me flaquea la voluntad y la fe en la disciplina de sentarme a escribir (no importa lo que salga), no te imaginas el ánimo que me das. En serio. Gracias, muchas muchas gracias.
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