domingo, 21 de diciembre de 2008

Vencidos anónimos, ¿en qué podemos ayudarle?


En 2003 el gobierno cubano condenó a Alejandro González Raga a cumplir una condena de 27 años de cárcel. De esos, uno lo pasó en un calabozo de dos metros de largo por dos de ancho. Cinco años después, sin mediar razón, un funcionario llegó a su celda para decirle que podría marcharse, con una condición: no volver jamás a Cuba. Al día siguiente, el 17 de enero de 2008, González Raga llegó a Madrid en un avión de la fuerza aérea Española.

Lo cuenta todo con distancia y cautela: “En Cuba no hay libertad de expresión. La mejor prueba es que a mí y a 26 compañeros más nos metieron a la cárcel por decir cosas que no le gustaban al Gobierno. Y la cárcel, como el silencio, es casi la muerte. Por eso me considero un sobreviviente”. Entre el auditorio del master de Periodismo de El Mundo que le escucha, están sentados también su padre y su mujer, a quienes mira al decir esas palabras.

Periodista de la agencia independiente de noticias de Camagüey y compañero en la cárcel junto a Raúl Rivero, Alejandro González Raga trabajó en el Proyecto Varela, una iniciativa para pedir al régimen la ampliación de las libertades. Apoyándose en los artículos 67 y 88 de la constitución cubana, recogieron 25.000 firmas para solicitar la libertad de expresión, agrupación, asociación y empresa, además de la realización de elecciones libres. La respuesta, según Alejandro, fue contundente: “Fuimos a prisión 75 personas, de las cuales más de 50 participábamos en el proyecto”.

Desde su llegada a España –adicta, como el resto de Europa, al safari ideológico-, González Raga, como el resto de los cubanos, no ha tenido noticia de los que permanecen en prisión. “La prensa cubana no habla de presos políticos; tampoco hay denuncias, ni nada”, dice sin dejar escapar ni un poco de rabia. Y aunque dice no sentir temor, su excesiva discreción le contradice.

Sólo una pregunta altera su pacífica y aburrida voz. La intervención, hecha por una periodista cubana, pedía a Raga aclarar si él o algunos de sus compañeros había recibido “dinero de otros gobiernos” para publicar sus “noticias independientes”. El periodista fue rápido y corto: “Lo que tú dices –espetó increpando a la joven- es lo que repite el gobierno cubano para confundir. Vivimos como apestados, tanto que tú, siendo cubana, has tenido que venir a España para conocer a un periodista independiente. Y para que lo sepas: la pasamos muy mal”.

Hablar de cambios en Cuba le parece exagerado, pues a su juicio, las “medidas cosméticas” de Raúl Castro no son signo de nada. El porqué lo tiene más que claro: “Mientras Fidel siga vivo, seguirá diciendo qué se hace y qué no”. Para él sólo la intermediación europea, especialmente la española, puede servir. “Por eso, por lo importante que ha sido para nosotros, vemos con dolor que la Unión Europea haya levantado algunas sanciones, que aún siendo sólo un simbolismo, dejan al cubano a merced del gobierno”.

Comentario al margen en una cafetería de Pradillo
Alejandro González Raga no es nuevo en el destierro, pero éste, a diferencia del que ya llevaba a cuestas, pasa factura con el invierno. Todas las mañanas, este hombre moreno, delgado y de dientes separados, compra la prensa. Hoy, en su edición de papel, EL País publica a una columna la posibilidad de que Raúl castro use algunos presos cubanos –muchos de ellos amigos y colegas de Raga- para cambiarlos por espías capturados por Estados Unidos.
En la portada, una foto ilustra a Castro dejándose dar palmaditas en el estómago por Hugo Chávez. “Chávez a nosotros no nos afecta, porque ya lo hemos perdido todo. Pero a ustedes sí. Nosotros, si se quiere, estamos terminando, ustedes están empezando”. Sus palabras se me hacen amargas. Esta solidaridad de sociedad anónima de los vencidos me cae de la patada. A mi alrededor, mis compañeros españoles abren su boca, asombrados de que exista un mercado negro del pollo, o de carne, o de cigarros. Quisiera decirles que no han visto nada, que el Ché no es tan cool como se ve en los muros de la Barceloneta y que deberían darse con un canto en los dientes por tener un rey para quemar sus fotos cuando estén aburridos. Pero me callo. De nada sirve; de nada.
No quiero hablar con este hombre ni con nadie más, así me marcho a solas, sobándome la derrota con una taza de algo que no me sepa tan amargo. Y mientras le doy vueltas al café, una operadora imaginaria me pide que permanezca a la espera. La línea de los vencidos anónimos está saturada
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