Un hombre de plata arroja papelillos en el aire. Hace tanto
calor que hasta parece que estallarán como palomitas. El viento, cuando sopla,
lo hace flojo y caldoso. La plaza entera se abanica, como si aplaudiera para
llevarle la contraria al sol. Mis compañeros de tendido llegan algo más tarde
que yo; minutos antes del paseíllo de los alguacilillos. Nos
saludamos, como si fuésemos parientes. A Javier, el que fuma y ha leído todo el
policiaco publicado en español por Alfaguara, le gusta el libro que acabo de
cerrar sobre mi regazo. ¡Hombre, Loriga!, exclama. Pero vamos justos de tiempo
para compartir lecturas. Porque en la décimo cuarta de San Isidro el cartel enchufa corriente en quienes hemos llegado justos de fuerzas
para freír el corazón sobre la piedra.
Justo entonces aparece Talavante, el hombre que torea en endecasílabos. Dos, tres, cuatro chicuelinas. Y esa cara de cuchillo.
Tobillita, un salinero de Núñez del Cuvillo, trota albino sobre
la arena. Un toro claro, como boa desteñida recién salida de toriles. Veo a Juan
Bautista, con esas piernas combadas que a mí me parecen a punto de quebrarse.
El francés brilla como un canutillo en los medios. Algo me distrae, porque capote
y picador sobrevienen como un parpadeo. El siete pitorrea, como siempre. Miro
la cruceta del hombre a caballo. Presencio el castigo, sin dolerme. La sangre
que mana del lomo de Tobillita es más
roja que la de un Ribera; es el pelo sin color del lomo, que todo lo amplifica.
Justo entonces aparece Talavante, el hombre que torea en endecasílabos. Dos, tres, cuatro chicuelinas. Y esa cara de
cuchillo. La mucha mandíbula cortando la fruta de la tarde con el filo de una
tela. La faena del primero de Juan
Bautista viene a menos, como una pólvora
despilfarrada. No la recuerdo. No me entero. No rima. No me habla en verso. Yo,
claro, he venido por el extremeño.
Apunto en mi libreta cosas que no sirven de nada, pero que yo me empeño en comprender. El dogma del entusiasta; aunque en el fondo, yo me sienta siempre la más rubia del tendido
Mientras apuntillan a Tobillita, sigo a Talavante con la
mirada. El diestro salta sobre un adoquín del callejón. Se retuerce como un
tornillo vestido de seda. Apunto en mi libreta cosas que no sirven de nada, que
explican asuntos que los que están a mi alrededor ya saben de sobra, pero que
yo me empeño en comprender. El dogma del entusiasta; aunque en el fondo, yo me
sienta siempre la más rubia del tendido. El segundo de la tarde sale de
toriles. Pesa 518 kilos. Un jabonero abrochadito de cuernos, como dicen los que
saben. ¡Ay!, palmas de tango. Que el toro no gusta. Y yo sin saber muy bien por
qué. Pero apunto, como si eso me diera luces en esta tarde caldosa, que arde
como un puchero de enero.
“Talavante: eres grande, grande, grande”, grita un hombre que sigue al matador allá adonde vaya. Bonita fe la de quienes gritan al viento verdades casi científicas.
El segundo astado da un
paseíllo inapetente por el ruedo. Talavante, hombre alambre, recibe con un capote sin arrugas. Tantea, olisquea
con telas lo que yo no acabo de entender sobre la piedra. Cambia al tercio.
Entran los picadores y salen, otra vez, invisibles ante mis ojos. Pero llega la
muleta y empieza la sustancia. “Esto es
como el paté y el foie-gras, los dos se untan pero no saben igual”, escucho a
mi alrededor. Sin duda, entre el francés y el extremeño hay una zanja. “Talavante:
eres grande, grande, grande”, grita un hombre que, según los murmullos, sigue
al matador allá adonde vaya. Bonita fe la de quienes gritan al viento verdades
casi científicas.
Miro el reloj; se me antoja que pudo haberse detenido de la misma forma en que los papeles estallan como palomitas bajo el calor de mayo
Tristón, el sabonero que le toca al extremeño, sangra hasta
la pezuña. Está bien picado, dicen. Y aunque se duele de las banderillas,
aguanta su destino de filete. En la suerte de muleta, Talavante torea al
natural; algo que creo haber comprendido, no porque sea capaz de explicarlo
sino por lo mucho que enciende en mí el vapor de una idea. Es su mano
izquierda, enguantada de negro casi siempre, la que me hace entender una misma
cosa con todos los sentidos: el oído –oleeeee, que recitan los tendidos-; la
vista, esa bella curva del toreo cuando parece cierto; el tacto –la piel de gallina
bajo un sol de 36 grados-; el olor a tierra que levantan estas tardes y el
gusto ferroso de una boca ansiosa, seca de tanto mirar. Miro las tandas de los
pases como si untara mantequilla sobre pan caliente. El extremeño tira la
muleta hacia las tablas –no hacia la plaza-. Suerte contraria, me explica don
Javier. Miro el reloj; se me antoja que pudo haberse detenido de la misma forma
en que los papeles estallan como palomitas bajo el calor de mayo. Las mulillas
arrastran al jabonero y mi corazón se enciende con un pasodoble. Cursilerías
mías, que no nací en esta tierra pero me pueden sus travesías, por pintorescas
que suenen.
Roca Rey recibe al tercero con su mucho arrojo de Principito
limeño, mezcla de Saint-Exupery y Manongo Sterne de Bryce Echenique. El
muchachito va a toda prisa, como los que hacen el olivo con 21 años. El toro
entra al caballo empujando poco y en banderillas, Juan Bautista hace un quite
de bostezo. EL peruano recibe en la faena de muleta con cuatro estatuarios y un
desmayado que me retiene. Citando de lejos, Roca Rey se lleva a Aguador –un toro siglo de oro cuyo nombre me
recuerda al de Sevilla que pintó Velázquez- a los medios. Transcurre la faena
hasta, ¡ay,! la espada. “Que aquí se abre el Cossío y ya está. Por como estaba colocado,
cantaba el bajonazo”, dicen los que saben.
Mientras el cuarto de la tarde ocurre, el segundo del
francés, se intercambian bocadillos. La alegría del pimentón frito en las
comisuras de gente que apenas se conoce pero comparte merienda. Relatero, un
colorado chorreado que a mí me parece más un tigre que una res, persigue a la
cuadrilla del francés por todo el ruedo. El asunto da cierto pudor, por aquello
de salir corriendo. Pero llegan las banderillas y el asunto quiebra. “Cuidado,
que ahí viene Talavante”, dice don Javier, sacando su cigarrillo de la
pitillera plateada. Tres delantales y una remolera se inventa el extremeño en
esta tarde sin viento. EL francés se pica y pide réplica, pero es poco lo que
hay que hacer cuando compartes cartel con la cuerda de un violín. Alguien que
hace arpegio en cada lance.
“Entre Talavante y el toro no cabe el pelo de una gamba, y mira que son finos”, dicen al arrancar la muleta
Y llega el quinto, que nunca es malo –dicen-. Como lo han picado
poco, el negro listón del Cuvillo llega crudo a la faena de Talavante. Es su segundo
y su oreja, la segunda de San Isidro hasta hoy para él. Algo vibra en el aire,
va a tocar pelo el matador. O al menos eso me repito, sobando mi escapulario
del ignorante. “Entre Talavante y el toro no cabe el pelo de una gamba, y mira
que son finos”, dicen al arrancar la muleta. La primera tanda de pases con la izquierda –enguantada de negro,
siempre-, resulta untuosa. En la segunda, el toro avisó que iba a por el matador.
Ole, Ole, Ole. La plaza baila como la sopa al son de la cuchara.
Iba ya pálido el toreo cuando ejecutó la suerte de recibir. Cayó Nenito a la arena y entonces arrancó a nevar en la plaza.
Ya en la tercera tanda de pases, la plaza se deja hacer como
un caldo, el agua en la que algo guisa a los corazones exhaustos. Fue ahí
cuando el cuvillo prendió a Talavante y le hincó el pitón. Se negó el matador a
ir a la enfermería. Y así como un Cristo que cumple su pasión vestido de
canutillos, Talavante completó la faena como el mismísimo Gran Poder. La sangre
le llegaba a la manoletina, tiñéndole la media roja de pura borgoña. Iba ya
pálido el toreo cuando ejecutó la suerte de recibir. Cayó Nenito a la arena y entonces
arrancó a nevar en la plaza. Telas de
mayo que se inventan blancos en el aire. Salió la oreja para el extremeño, que se fue,
por su propio pie, hasta la enfermería. Lo que siguió no lo recuerdo. Ni me
importa. Me quedo con lo que cuelga del pelo de una gamba, esa hebra tensa cual
arpegio entre un toro y un torero. Ese lugar en el que bailan los papelillos cuando arde el sol de la tarde.
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