Todas la tardes, al acabar el festejo, me pregunto: ¿qué
haces aquí? ¿qué estás buscando? ¿A qué has venido? Cada interrogación es una
espada en mi lomo flaco de niña fea. ¿Qué has venido a hacer aquí, tú...? Eso me dicen las nubes cuando las miro
con el alma floja de quienes se sienten fuera de lugar. Pero estoy. Observo. Apunto.
Huelo. Disparo con el corazón. Fotografío con la palma de las manos. Vivo.
Suelo pensar estas cosas en el quinto de la tarde. Ese momento en el que he muerto varias veces y en el que una chicuelina enciende mi corazón. Dos horas, ese tiempo en el que he sido animal y matador. Todo lo que nunca seré en un minuto de mi vida cotidiana. Y aunque, a veces, cuando miro los andenes me desangro, siempre me siento el cebo. Soy la presa. Aquí es distinto. Puedo ser ambos a la vez.
Son las ocho de una tarde fría. Mi elefante de plástico color rosa y yo caminamos rumbo al desolladero. Encuadramos nuestra soledad en el espacio. Buscamos el olor de algo que ha sido arrancado de la vida. Algo que delata lucha en su muerte. Bilis. Orina. Sangre. Esa fragancia potente de los que están vivos. Miro alrededor. Luego mis zapatos. Queremos vivir, pero ignoramos de qué forma.
Después de años he entendido que nací queriendo ser caballo. Queriendo ser bestia. Vestal. Nací con ganas de dar coces en el aire. Incapaz de cumplir alguna norma, viendo el engaño en el trapo y embistiendo con fuerza contra todo lo sólido. Porque a mí, a veces, la vida me duele… de otra forma, pero me duele. Como si en lugar de rozarme, me arrancara la piel a jirones.
Yo no voy a trabajar con una espada bajo el brazo. Mi única verdad son mis huesos, mi país lejano, mi tiempo extinto. Soy lo que he dejado atrás. Soy la ira y su reverso. Crecí leyendo, envuelta en mi película de bienestar. Resguardada en aquel país donde lo único democrático era la muerte, yo viví. Y no sabría porqué, pero aquello me sabe mal.
Son las ocho y media de una tarde fría. Me detengo, como siempre, ante un charco de sangre en la puerta de arrastre. Acaso porque soy turista de mi propio infierno, me detengo, hago una foto. Imprimo mi dedo en ese caldo rojo y frío, huelo… y siento el vértigo de la presa. Me pregunto… ¿qué has venido a hacer aquí, quién eres? Y entonces pienso en Hegel. No soy nada. Soy el combate. Soy uno de los dos, el que mata y el que muere. Esa gresca que huele. Que llama. Ese aroma de los que, aún sabiendo que vamos a morir, damos coces en el aire.
Suelo pensar estas cosas en el quinto de la tarde. Ese momento en el que he muerto varias veces y en el que una chicuelina enciende mi corazón. Dos horas, ese tiempo en el que he sido animal y matador. Todo lo que nunca seré en un minuto de mi vida cotidiana. Y aunque, a veces, cuando miro los andenes me desangro, siempre me siento el cebo. Soy la presa. Aquí es distinto. Puedo ser ambos a la vez.
Son las ocho de una tarde fría. Mi elefante de plástico color rosa y yo caminamos rumbo al desolladero. Encuadramos nuestra soledad en el espacio. Buscamos el olor de algo que ha sido arrancado de la vida. Algo que delata lucha en su muerte. Bilis. Orina. Sangre. Esa fragancia potente de los que están vivos. Miro alrededor. Luego mis zapatos. Queremos vivir, pero ignoramos de qué forma.
Después de años he entendido que nací queriendo ser caballo. Queriendo ser bestia. Vestal. Nací con ganas de dar coces en el aire. Incapaz de cumplir alguna norma, viendo el engaño en el trapo y embistiendo con fuerza contra todo lo sólido. Porque a mí, a veces, la vida me duele… de otra forma, pero me duele. Como si en lugar de rozarme, me arrancara la piel a jirones.
Yo no voy a trabajar con una espada bajo el brazo. Mi única verdad son mis huesos, mi país lejano, mi tiempo extinto. Soy lo que he dejado atrás. Soy la ira y su reverso. Crecí leyendo, envuelta en mi película de bienestar. Resguardada en aquel país donde lo único democrático era la muerte, yo viví. Y no sabría porqué, pero aquello me sabe mal.
Son las ocho y media de una tarde fría. Me detengo, como siempre, ante un charco de sangre en la puerta de arrastre. Acaso porque soy turista de mi propio infierno, me detengo, hago una foto. Imprimo mi dedo en ese caldo rojo y frío, huelo… y siento el vértigo de la presa. Me pregunto… ¿qué has venido a hacer aquí, quién eres? Y entonces pienso en Hegel. No soy nada. Soy el combate. Soy uno de los dos, el que mata y el que muere. Esa gresca que huele. Que llama. Ese aroma de los que, aún sabiendo que vamos a morir, damos coces en el aire.
Sí. Coces en el aire.
A eso vine… A dar coces en al aire.
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