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"No hay que olvidar la noche... Ni los besos agusanados que se dan los desconocidos y los nudillos rotos de los que se dan puñetazos porque temen volver solos a casa"
Son las cuatro de la madrugada de un 14 de agosto. Las fiestas de verano
purgan Madrid con su santiamén de pañuelo y eructo: pasacalle, abanico y
borrachera. La pira de los días en el desafuero del sol. Un sujeto de pecho
tatuado tira del cabello a una rubia con el alma desdentada; ella intenta
golpearlo, él tira con más fuerza. Tropiezan. Ruedan. Se pegan. Llega la policía.
Acaba el espectáculo que nunca nadie consiguió grabar con el móvil –fue todo tan rápido, maldita sea-. Son las cuatro de una mañana sin luz, ni
luces. Esa hora en la que todos
parecen querer algo que no irían a comprar vestidos de sí mismos.
Un hombre de camiseta roja y aspecto británico tropieza con
una chica que parece cobrar en céntimos los malos besos y las plegarias de
portal –la calderilla de ponerse de rodillas-. Su rostro me resulta familiar.
No es la primera vez que lo veo embestir contra una dama esta noche. Pero a esta hora –ya se sabe- a la hoguera se le olvida que arde
feamente. Sentado a una mesa a la que nadie lo ha invitado –la joven de los
céntimos está acompañada de algo que podría ser un grupo de clientes o una
familia con malas pintas-, el caballero británico de camiseta roja delata
estropicio en cada gesto. Luce un bronceado infierno; vacaciones con quemadura
de tercer grado. Despliega, cuando la borrachera se lo permite, una sonrisa
tiesa y carbonizada. En su sangre, seguro, la ginebra pasó de gasolina a
monóxido.
"En la carrera de San Francisco, convertida ya en dehesa de muertos vivientes, los entresijos chisporrotean en los calderos y Pitbull resuena como una ventosidad en los oídos"
En la carrera de San Francisco, convertida ya en dehesa de
muertos vivientes, los entresijos chisporrotean en los calderos y las últimas
tiras de tocino se asan sobre una plancha de metal. A esta hora, las cuatro de
una madrugada de agosto, todos tenemos algo de San Lorenzo: nos arrancamos la
piel a tiras para arrojarla a alguna parrilla dónde arder más rápido. El
asunto, claro, es quemarse. Olvidar
que la vida tiene botones y ascensores. Eso: perder el conocimiento mientras
ocurre el infierno y un cantante con nombre de perro –Pitbull- resuena como una
ventosidad en los oídos.
El sujeto de aspecto británico y camiseta roja prodiga mordiscos a los gomosos calamares de algo que parece
sacado de la basura. La joven que
cobra por desabrochar, así sea una mirada, se ríe de la manifiesta borrachera
del estropeado señor. Él la mira como si fuera un hombre de trapo, como si cada
gota de alcohol lo hubiese despojado de la más elemental inteligencia. La mira
y se disculpa. Una y otra vez.
Ella enseña su sonrisa sin muelas y los muslos prietos, rematados con hoyos de salchicha a la
altura de una falda mal cortada. Todo avanza hacia el precipicio; hacia esa
línea quebrada que dibujan las uves del verano.
"Él la mira como si fuera un hombre de trapo, como si cada gota de alcohol lo hubiese despojado de la más elemental inteligencia"
En su novela La fiesta
de la insignificancia, Milan Kundera agrupó a las personas a ambos lados de
una línea: los que al tropezar piden disculpas y los que al embestir al prójimo
reprochan y manotean. El caballero inglés de los calamares gomosos y la mirada
borracha supera por completo esa frontera. Su territorio es el accidente; y a
juzgar por los mordiscos y la bocanada de vomito que parece a punto de
derramarse sobre la mesa a la que no ha sido invitado, esto tiene pinta de
tragedia. Puro verano, sandungueo.
Ganas de pegarse y besarse. Verter. Arder.
Derrotado por el bocadillo, el caballero británico saca de
su boca una larga tira de pescado procesado. La arroja al suelo. Se mira los
pies deformados en las sandalias. Hay desamparo en la piel roja de su rostro.
Tiene algo de pobre crustáceo, como una langosta que por querer escapar de la
olla de agua hirviendo fue a meterse en un cazo de aceite requemado. Aburrido,
con los dedos llenos de calamar masticado, el caballero de camiseta roja decide abandonar la mesa. Intenta
ponerse de pie. Una. Dos. Tres veces. Parece un rascacielos a punto de
desmayarse.
"Intenta ponerse de pie. Una. Dos. Tres veces. Parece un rascacielos a punto de desmayarse (....) Lo rodean las risas de los extraños. Un enjambre de aguijones que celebran con veneno que él sea penúltimo payaso de la noche"
Al inglés lo rodean las risas de los extraños, un enjambre
de aguijones que celebran con veneno que él sea penúltimo payaso de la noche –el
bufón siempre es el otro, claro-. Si pudieran, quienes ahora lo rodean arrojarían
monedas a su soledad. Incluso alguien propiciaría un cuerpo a cuerpo con otra
alma perdida, para ver cuál desagracia le parte la nunca la otra. Habría
risotada, eructos, pedos. El vapor caliente de las cosas que se pudren
abriéndose paso en una nube de aceite.
El caballero de camiseta roja consigue, al fin, lo que los
homínidos en algún tiempo: erguirse sobre sus dos piernas. Una embestida más de
vómito amenaza con regar el asfalto. El hombre saca un cigarrillo e intenta
avanzar por la carrera de San Francisco, ya convertida por completo en un río
de peces muertos, una lenta sopa de cosas que no parecen vivas. Una mano
anónima extiende una silla, acaso para evitar el destrozo y asegurarse así algo
más de espectáculo. Nunca tres pasos tambaleantes fueron celebrados con tan
tabernarias carcajadas. Si el caballero inglés quisiera, podría llenar sus
bolsillos con la calderilla de quienes ven en él el mejor payaso de la
madrugada.
"No hay que olvidar la noche. Hace falta volver a ella. Ponerse de pie en ese escalón del día donde la vida traviste en fantasma. Ese momento donde surgen los besos agusanados y los puñetazos de quienes tienen miedo de volver solos a casa"
En el filo de la acera, con los pies llenos de saliva,
sangría y azúcar, miro el lento desolladero. Veo la espalda de este hombre sobre el que alguien ha descerrajado una desgracia nocturna. Observo. Me detengo en el morro sangrante
de los que beben, de esos a los que se le va la vida en un vómito de pizza y
mojito. Me detengo, intento recordar lo que veo. Celebro con mi silencio de vestal sin vientre la furia de
otros. A las cuatro de una madrugada de agosto, viene a mi cabeza una novela de
Salman Rushdie que leí hace años, en un país extinto que me olvidó como olvidan los hogares a los que beben sin parar. El libro de Rushdie hablaba
de dos gemelos que nacen al filo de la media noche: ese segundo que antecede al día y la
oscuridad, esa posición del segundero donde si alguien nace, lo hace a la mitad
de su vida, siendo el anterior y el próximo, siendo todas las horas en una distancia,
a solas con su celaje, como una sombra.
A mi alrededor veo espectros, gente muerta que vino a beber
para resucitar de otra forma. Me reflejo en ellos. Me pregunto cuándo me tocará
a mí la calderilla, el cuerpo a cuerpo contra otra soledad. Así, en el filo de una acera llena de
babas , pienso lo mismo. No hay que
olvidar la noche. Hace falta volver a ella. Ponerse de pie en ese escalón del día donde la
vida traviste en fantasma. Ese momento donde surgen los besos agusanados y los
puñetazos de quienes tienen miedo
de volver solos a casa, aunque no lo sepan.
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