Me toqué el entrecejo, varias veces. Sabía que esa noche
tampoco dormiría, como la anterior a esa; y la anterior a la anterior. Durante
el insomnio todo es impar. Y a mí los nones
no me gustan. Sólo lo que puedo dividir sin decimales me tranquiliza.
De aquella noche –pensé- solo podría extraer un jugo
cansado, amargo como lucen los días en los vagones de metro. Me fui a la cama,
arrastrando consonantes y frotándome el entrecejo, como si intentara borrar
algo claveteado con fuerza. Casi con la angustia con la que de pequeña rascaba
mi frente los miércoles de ceniza.
Pero dormí. Sí, ocurrió. Soñé con mi ciudad, Caracas. Recorría tiendas vacías en un centro comercial con vitrinas
relucientes. Creo que buscaba a mi
hermana, a quien imaginaba visitando establecimientos para comprar algo –en
la vida real no se consigue casi nada-.
En mi raro paseo, un hombre con un revólver escondido en su
bolsillo me vigilaba. Yo sabía que llevaba uno –sí, pensé como se piensa en los
sueños, con esa certeza de tragedia griega-. Pero no me importó. Yo sólo quería
encontrar a mi hermana.
El hombre con el revólver se acercó a mí. Era grueso, casi
fofo. Su sobrepeso remarcaba todavía más la empuñadura del arma, que –ahora sí-
sobresalía del bolsillo. Apenas me miró. Entonces sacó su pistola.
Era un oscuro revolver de tambor – un 38, un arma de policía-.
Y entonces lo hizo. Me descerrajó un tiro en la frente. “Toma, catira, un disparo”, dijo justo
antes de apretar el gatillo. En mi ciudad, a las rubias les llaman catiras.
No recuerdo si caí al suelo. Sé que tenía miedo. Sabía que,
de no sobrevivir, no encontraría a mi hermana. Si simulo mi muerte, quizá viva;
razoné. Y ahí me quedé, en los pasillos de un centro comercial, mientras un
pulposo jugo manaba de mi frente.
La hemorragia no era roja. No olía a metal. No tenía la
gravedad de los crímenes ni las desgracias. De mi frente no salía sangre sino
jugo de guayaba, la fruta más dulce y agusanada que un niño haya probado jamás.
Aquella, siempre aporreada en los
abastos, con la que mi abuela componía un azucarado brebaje que yo bebía a
morro –y a escondidas- asomada a la nevera.También hacía con ellas un potente dulce, de melao rosa, que mi madre guardaba como un bien valioso. Lo era.
En el sueño el adormecimiento sobrevenía. Ocurría con la sensación placentera
que tienen las ráfagas de calor en las ciudades con valle. Porque si algo
recuerdo de las guayabas era aquella propiedad de darse contra el suelo como
ninguna otra fruta. Con un golpe pocho y sordo; empalagoso, como el sonido que
producen las cosas maduras al estrellarse contra un patio de cemento. Así han de sonar los corazones cuando no laten.
No recuerdo si viví o no. Sólo sé que me levanté acariciándome
el entrecejo claveteado por el disparo que me propinó en sueños un hombre obeso.
Me levanté de la cama, deletreando, de a poco, la palabra catira… un sustantivo
artificioso, que nombra a las que nos teñimos el cabello y escondemos las cosas
a gritos.
1 comentario:
Me ha encantado... Triste por la realidad que envuelve a esa guayaba, tan presente en nuestra infancia. Tan llena de los mimos de la abuela y del juguito rico hecho por mamá. Espero que algún día, ese charco de sangre se seque para siempre y que solo veamos charcos de guayaba en los pasillos de la fruta de nuestros supermercados. Un abrazo con guayabo venezolano.
Publicar un comentario