No espero que tengan la razón. Tampoco que estén en lo
cierto. Los escucho porque algo en ellos me resulta tan remoto como familiar. A
medida que avanza el buffer, de lo único que estoy segura es que de los chicos que
ahora escucho apenas habían nacido cuando los saqueos del Caracazo. Como mucho
cursarían maternal cuando la Corte Suprema de Justicia juzgó aCarlos Andrés Pérez y apenas estarían en primer grado, si acaso, cuando
quebró el Banco Latino. No más.
Los que hablan son, en total, siete. De ellos, cinco se han
ido del país. Los dos que permanecen hacen una bisagra imposible: el hundido
muchacho que habita un pantano del que todos se marchan y un bonachón mancebo a
quien la ciudad le sigue pareciendo un remanso de cervezas, colegas y pachanga.
En el medio quedan los cinco migrantes y su particular colección de fobias
nacionales sin resolver.
Los que se han marchado no lucen manifiestamente felices.
Están bien. Describen lo que son ahora. Lo que dejaron atrás: caos, suciedad,
hampa, miedo, una montaña, aquel cielo, estas cosas que no saben cómo nombrar;
también lo que echan de menos: amigos, pertenencia, recuerdos, casa. Se
refieren a lo que serán cuando regresen, como un colorín colorado. Al hablar, finalizan sus frases con un latiguillo de interrogación. Su pesada lengua de
bachillerato privado les aniña el habla y creo que, a veces, el corazón.
Volverían, dicen, pero lo patrio –aunque sea lo que ansían- les
resulta un lastre. Cual Pérez
Bonalde del Skype y las millas de Air Europa, los entrevistados confunden país
con capital, y en ella vierten con la misma fuerza e intención, infancia y
adultez, mierda y melancolía, afectos y miedo, la primera vez de todo con las
ganas de no repetir jamás.
Todo esto lo explican mal. Bastante mal. ¿Para qué
engañarnos? Sin embargo, la capacidad de expresarse guarda relación con la
capacidad de dar nombre a lo que vivimos. Articular lenguaje supone la
habilidad –adquirida o aprendida-
para generar y relacionar vivencias. ¿Qué edad tienen quienes hablan?Veintiuno, veinticuatro, ¿veintiséis? No más. Con tan poca edad el repertorio me parece lo suficientemente
confuso como para que el lenguaje se retraiga como la piel ante el frío.
En los últimos ocho años, el número de venezolanos fuera ha
pasado de medio millón a más de
850.000, según cifras oficiales. ¿El dígito de los apestados o los parias? ¿La foto de familia del país de los últimos 15 años? ¿La tribu de los
redimidos o los cobardes? ¿Quién entiende al que se ha ido? ¿Él mismo? La
ausencia total de discurso, la imposibilidad de asignar palabras a lo que estos
muchachos piensan y sienten, es el argumento más potente de documental Caracas,Ciudad de despedidas, hecho por un grupo de jóvenes que intentaron reflexionar sobre porqué tanto su generación deciden
abandonar su país.
Minuto cuatro. Segundo 42. “Un día estaba en una despedida.
Veía a todo el mundo. Y decía como que ‘Marico’. Estos son mis fines de semana.
En esto se han convertido mis fines de semana.: puras despedidas. Ya no son que
si fiestas, o reuniones en un local. Si no, verga, vamos a la despedida de
tal’ Y hasta se volvió como algo
bueno, ¿sabes?”. Escucho. Y aunque no pretendo que tengan la razón. Detengo el
vídeo. Lo mismo nos ocurría. Lo mismo me ocurría a mí nueve meses o seis antes
de marcharme hace ya seis años. Aún no he regresado.
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