domingo, 30 de octubre de 2011

Cosas a las que las personas no se resisten

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A que la miren. No conozco un ser humano que sea capaz de huir de la mirada de otro. Por más desaliñada que sea la situación, se dejará estudiar con nervio, rehuirá y mirará a los lados, consciente de que es observado, batirá el polvo del aire con las pestañas y quizás, si es valiente, levantará la vista del gratuito que lee en el metro.

A morder el extremo de la barra de pan que sobresale de la bolsa de papel. No hay edad típica para esta rara costumbre de hacer de pájaro. Hombres. Mujeres. Ancianos. Todos reinciden en pellizcar la barra tibia, casi siempre recién salida del horno, que han comprado para llevar a casa. Hoy he contado cinco. Tres hombres y dos chicas. Y me pregunto por qué.

A que le griten. Es casi seguro. Si la madre grita, el niño lo hará también. Y más fuerte. Si una pareja discute, alguien retrocederá, sobándose por dentro, el roce de la humillación. Esperará, quizás, a que las cosas se calmen, y caminará el trecho de calle con algo atorado en la garganta –el grito que no salió-. Puede, también, que el aullido de uno contagie al otro –es lo que más suele ocurrir-. Si un grupo discute, alguien buscará hacer que su voz trepe sobre las otras, aunque lo que diga ya no tenga sentido. Y si celebran, repetirá la operación. De lo que no estoy segura es de cuánto tiempo resisten los que gritan cuando pelean y cuando celebran.

A la última vez. Hay dos tipos de finales, los que se sabe que ocurrirán –el último trago de la caña, el pedacito de tarta que sigue a esta cucharada, el libro pésimo que no finaliza o el novelón que alguien estira para no acabar, la vuelta a casa tras las vacaciones, algunas rupturas, la muerte de los ancianos y el desmayo que sufren las flores- y los que aparecen a lo bestia –las derrotas, los chubascos, las verdades que eran otra cosa hacía apenas un momento-. No sabemos realmente las personas qué hacer con el último trozo que nos queda, y aun creyéndolo, lo desconocemos. El último pedacito que dejamos solo en el plato –aunque no haya más comensal que nosotros-. La última vez de cualquier cosa que pensamos se repetiría, justamente porque lo ignorábamos. Si mañana se acabara el mundo, y lo supiésemos, corregiríamos falsamente, nos apuraríamos, creeríamos que hicimos lo correcto. Y no será así. Es lo que tienen las últimas veces.

A los fines de semana. No hacer -o hacer otras cosas. Usar vaqueros los viernes. No tender la cama. Beber café sin cepillarse los dientes. Ver como maravilloso un sábado por la mañana lo que un lunes sería una tragedia. Resistirse a hacer la compra. Visitar librerías y leer seguidas veinte o treinta cuartillas de un libro que no compraremos. Tener el mismo tiempo que el resto semana, pero creer que éste es más. Y todo esto hasta que el mundo, por su cuenta, retoma la forma natural de los días laborables. Las cosas que vuelven a los cajones. Las zapatillas que retoman, a regañadientes, su sitio.

A los recuerdos. Vienen solos. Pillan en bragas y con las manos ocupadas. La ráfaga de aquella colonia que no pensaríamos volver a oler. El momento justo en que comenzamos a hacer lo que dijimos que no haríamos jamás. Lo libros subrayados y la certeza de que esa frase, justo ésa, ya no dice lo que nos dijo. Las canciones que podemos volver a cantar de memoria sin errar un verso, aunque hayan pasado años. Los barquillos, los juegos de mesa y el algodón de azúcar –nadie fue inmune y todos lo hemos olvidado-. El mertiolate. La novalcina. El primperán. El atroberán. Las rosquillas con anís. Los techos de madera. La luz de diciembre. Los envoltorios. Los moños usados de regalos que ya abrimos. Las fotos impresas, guardadas, entre libros. Las ovejas de un pesebre hecho, hace años…

A agolparse. ¿Qué raro mecanismo hace que, al esperar, los que forman una fila se acerquen demasiado entre sí? ¿Qué empuja a los que aguardan a hacerse piña, juntos muy juntos, como si hacerse montón nos guareciera de algo? Viajo, en el metro, me tropiezo. Me dejo llevar. Cojo el 176 y, de nuevo, algo me lleva, entre sí, como una sopa triste de días y billetes? Miro la calle. No espero nada de ella y, sin embargo, se acerca. Mucho. Se acerca.

A adivinar formas en las nubes. Pero también... a chuparse los dedos. A pisar los charcos. A fantasear con premios que ganan otros. A recoger las migajas con la mano. A mojar las oreos en leche. A escuchar la misma canción más de cinco veces seguidas. A acariciar el extremo del cabello recién cortado, el nuestro y el de otros. A morder un padrasto invisible. A los toboganes. A patear latas. A hacer canastas con las servilletas de los bares. Al olor invisible de la víspera de Navidad. A la luz de los festivos. Al sonido de la lluvia bajo la manta. A leer en los sofás y quedarse dormido en las alfombras. A la primera calada. Al sonido que hace el azúcar cuando caminamos sobre ella.

domingo, 23 de octubre de 2011

Yo crecí en lugar así


"(...) Creo en las monedas de chocolate que atesoro secretamente
debajo de la almohada de mi niñez"
Aquiles Nazoa


No más de veinte minutos, pensé al atravesar la puerta. Un día largo, una semana larga, un vagón kilométrico, escaleras de Odessa que desembocan en calles con estancos. Noches que acaban a las cuatro y que hay que estirar hasta la cinco, o seis, por esto de que el insomnio no está bien -¿pueden ustedes dormir?, porque yo, a veces, no- . Veinte minutos, pensé. No más.

Caminé treinta números hasta el portal acordado. Subí unos peldaños. Cuatro o cinco. Giré a la derecha y entré. Virgilio, el hombre de americana y ojos claros que me ha invitado aquí, conoce al que ha pintado estos cuadros. Yo no.

Avanzo empujada por la fuerza que imprime la calle en sus supervivientes. Y de pronto me descubro, ahí, dando vueltas como un coyote que ha perdido a Beuys. Rodeada de gente que desconozco y que no me conocerá jamás, en una coqueta galería de la calle Almagro, me descubro, sola, recitando, de memoria, mi infancia.

El cuadro que miro no mide más de dos metros de ancho y, sin embargo, quepo muchas veces ahí dentro. Para estas cosas soy paquiderma. Una elefanta. Miro la imagen y alzo mi trompa. Me hago enorme y vulnerable, cualquier dardo podría alcanzarme ahora. Miro la imagen.

Es un valle. Hay chaguaramos y varias ceibas que el pintor ha sembrado en otros lienzos. Un jinete, diminuto, cabalga hacia algo que podría ser mi infancia. La bestia lleva atada a la montura una cesta. Huele a azúcar machacada, también a hierbabuena. Los desconocidos beben mojitos. Yo no bebo nada.

Mientras todos sorben, el jinete del lienzo se dirige hacia algún lugar veinte o veinticinco antes de este momento. Junto a la verja de la hacienda -la granja, ¿la recuerdan?- un camión cargado de caña de azúcar desordena la tarde. Los perros ladran, persiguen furiosos el lento camión que despierta de su siesta el caserío de Santa Cruz de Aragua. Han recogido ya casi toda la caña de azúcar. La llevarán para molerla, en el trapiche, y sacar de ella almíbar y algo de zumo, supongo.

Mi hermano lleva su cuchillo afilado de explorador. Lo saca de su estuche negro y corta con él la vara que ha cogido del suelo. La rama pringosa suelta una melaza morena aunque pálida. El almíbar se pega a la hoja de metal y, ahora, a los bordes de mi corazón. Mi hermano reparte tres trozos, en partes iguales. Mi hermana y yo cogemos el nuestro.

Un dulce mareo me empalaga los dedos. Y no importa cuánto ni cuán fuerte muerda. Nunca saldrá suficiente azúcar de esa rama.

En la sala inmensa de suelos de madera, un golpe de calor me devuelve a la horma de mis botas. No hace frío, en verdad. Pero el verano se ha ido y hay que ser precavido. Miro mis sucias botas. Después el enorme valle impreso como una instantánea en esa tela de poco más de dos metros.

Y me parece que en cualquier momento, mi madre regañará a mi hermana por haberse ido sin permiso al gallinero. Me parece que, en cualquier momento, su pelirrojo caballo comenzará a dar coces de nostalgia. Creo que, sin saberlo, volveré a treparme al árbol de ciruelas de huesito. Y volverá la tarde, con su lento sonido de chicharra, a esta vara dulce que vuelvo a morder, en un valle remoto de Aragua.

Vuelvo a mirar a mi alrededor. Ni yo bebo ni quienes beben me conocen. Y la esbelta ceiba de esta pintura, sus chaguaramos silenciosos, me recuerdan que fue una elección. Que decidir es alejarse. Que escoger es abolir. Que dejar atrás nunca es del todo reversible y que en todos los valles que conozco nunca será posible ver caer la tarde sin su espeso cielo de zancudos de las seis.

Debería de hablar del hombre que ha pintado todo esto. Debería, sí, decir que se llama Santiago Vázquez y que probablemente tenga mi edad. Debería escribir que este hombre pinta y vive en un valle en Cuba que está a muchos kilómetros de donde ahora le miro. Debería decir todo eso, pero no puedo.

Tengo ahora cinco, seis años. Muerdo la dulce vara de caña de azúcar que mi hermano ha cortado en una tarde lejana. Mis manos pequeñas se pegan. Mis dedos se tropiezan, glotones. Los perros ladran, furiosos. Y todo está lejos. Y todo se queda ahí, en ese lento jinete que avanza hacia un lugar que ocurrió veinte o veinticinco años atrás.

No más de veinte minutos, dije. Y me fui llorando a casa.

martes, 18 de octubre de 2011

Antonio Díez escribe una carta


Año 1932.

Ya el escritor sospechaba que no llegaría a ser tal. Y como quien vive con miedo, daba grandes atajos al poco tiempo disponible, pasándole de lado a los textos con paso rápido y cobarde. Atravesaba la vida como quien no puede escribirla, no por falta de tiempo sino de talento. Tal era su temor a constatar lo que ya sospechaba, que rasguñaba cuartillas en blanco con cosas que seguramente consideraba menores, sólo para hacerlas pasar por escritura. Metía tripa el escritor frente al ovalado espejo de su escritorio. Contenía a tal punto su aliento, que terminaba perdiéndolo por completo. Y él mismo escocgió la sospecha como una vocación. Bartleby sin compañía.

Me estás asustando Bartleby. Quítate de ahí. Sal de una vez de donde estás.

sábado, 15 de octubre de 2011

93... 459...

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Nueve-tres. Esos eran fáciles. Cuatro, cinco, nueve… Paré. Y oprimí el siguiente: uno. Al sexto dígito gané seguridad. Disqué el número completo, esperando a que, como esta mañana, comunicara.

Repicó. Una, dos, tres, cuatro. “¿Sí?” Es Josefina, pensé. Dije buenas tardes como pude. Expliqué, sin que me lo pidieran, quién era y porqué llamaba. Sólo después pedí hablar con Marsé. Joaquina, supongo yo que sería ella, su mujer, me pidió que aguardase. Lo hice.

Quise, con toda mis fuerzas, que Marsé hubiese salido a comprar el pan. Que no le apeteciera ponerse al teléfono. Que sintiera el desdén que sienten por el mundo los que saben describirlo.

Desde mi silla, en la redacción, pude escuchar el eco de pasos en una casa que imaginé grande y desolada. Una casa de suelos brillantes y fríos, suelos de una ciudad con mar. No sé porqué. “Juan, Juan…”. Sin su apellido, qué insípido e íntimo sonaba ese nombre. Sin su apellido sonaba a mal de huesos y a sal de frutas. Sin su apellido, ese nombre era eso, una pantufla torcida o un periódico sin doblar en la mesa de un viernes de otoño a las ocho de la tarde.

“Juan, te llaman…”. Perdí nitidez. No supe qué contestó el escritor, pero lo daba por hecho. A hacer puñetas. “Te llaman…”. Marsé debió de preguntar quién. “Ah, no sé, alguien …”. Josefina me pidió, como quien hace un mandado a disgusto, que llamara en diez minutos. Colgué con más ansiedad de la que ya tenía. Bajé a fumar un cigarrillo, que fueron dos.

Nueve-tres. Cuatro-cinco-nueve… Al primer toque, cogió Marsé. Sentí que entre el auricular y mi corazón latían miles de satélites. No había cruzado palabra jamás con el hombre que había escrito El embrujo de Shanghai. Y ahí estaba, lehjos en su caserón de suelos fríos de una ciudad con mar.

martes, 11 de octubre de 2011

5-B, Con B, de Barcelona


La pregunta que más me interesaba, la única que valía la pena, la que no iba a publicar, la dejé para el final. Justo en ese momento dejé de hacer anotaciones -las cosas que realmente importan las memorizo-. Los ojos azules del escritor me parecieron los de alguien al que le habría gustado enloquecer y no tuvo el gusto.

Su primer libro lo publicó a los 34. Fue un poemario. No era un niño; mucho menos en aquellos años, en los que la infancia le estaba permitida sólo a los que podían soportarla por más de dos décadas seguidas.

Vivía entonces el escritor en Londres. Ahí, estudió Bachelor of Arts en filosofía y trabajó como teleoperador del Banco Urquijo durante once años. Sabía, dice, que para volver, debía de hacerlo con algo bajo el brazo. Con un libro. Uno potente, me dice.

Mientras hablo, repaso lo que me rodea. Miro la estatuilla del Premio Planeta, magnético como una palabrota. Hay instantáneas y retratos con el rostro del mismo hombre, en diferentes paisajes, actitudes; a veces rodeado por personas; a veces solo, íntimo o desafiante. Con un niño. En un jardín. El mismo hombre.

Dos bibicletas cacarean a solas en un pasillo mientras yo, ahí, sentada en aquel sofá repasado por mantas tejidas, me decido a preguntarle porqué Rosa Regàs y Juan Benet fueron, según ha dicho, tan importantes en su regreso a España en 1977.

La respuesta era más sencila y remota de lo que pensaba. Mucho más. Antes de contestar, el escritor se levantó. Podría llamarle el anciano. O el hombre que he despertado de su siesta por haber llegado media hora antes de lo pactado. Podría o debería llamarle primero en la lista al senado por Madrid. O sencillamente referirme a él por su nombre.

En fin, que debería de emplear una fórmula menos suntuosa o parcialmente menos provinciana. Pero me entretienen estas ceremonias en las que el mundo queda dividido, absurdamente, entre lectores y escritores, aunque los segundos sean lectores la mayoría del tiempo o a veces no existan diferencias entre ninguno de los dos. Me da igual.

Decía, entonces, que el escritor se había puesto de pie para correr la cortina. Un potente sol de comienzos de otoño se cuela por la ventana de un piso habitado por libros y claraboyas. Ahora, de vuelta en su sillón, el escritor responde.

Gracias a Benet, Pombo, el escritor en cuestión, logró entrar en relación con la escritora catalana Rosa Regàs, quien en aquellos años tenía una editorial, La Gaya Ciega, con la que Pombo pudo acceder al círculo de publicaciones que le darían algo con qué volver bajo el brazo.

"No podía volver sin un libro", dice refiriéndose a Variaciones. "Ya después edité el libro de cuentos Relatos sobre la falta de sustancia". Vuelvo a mirar el retrato del mismo hombre múltiple que decora esta casa.

"¿Sabe? Antes, ciertas cosas eran muy difíciles. Aunque ahora tampoco dejan de serlo". Me quedo con los dos trozos de la misma frase, con la lenta ceremonia del publicado. Me despido del hombre de ojos azules. Doy un repaso veloz y codicioso a un ejemplar de Yellow Dog que me gustaría tener en mi biblioteca y me dirijo a la puerta de salida entre comentarios sobre Hugo Chávez.

Ya en el ascensor. De vuelta al portal. Pienso, muy dentro de mí, cuánto miedo le he tenido siempre a Juan Benet. Pero yo, afortunadamente soy eso, un asustadizo y cobarde lector. Soy la delgada loncha que no toma apuntes y que memoriza, de vuelta a casa, respuestas remotas y sencillas.

jueves, 6 de octubre de 2011

Abecedario para un metro. Eme.

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Cada día me topo con gente que no veré nunca más. También con otras con las que seguiré tropezándome -gracias a Dios, a veces-. Viajo en un vagón infecto, un lugar que hiede a falsa limpieza, a perfume estropeado.

El hombre de pie frente a mí no tiene dientes y viste una camiseta roja, de algodón, alusiva a la selección de fútbol. El caballero en cuestión es de Vigo. Así lo ha hecho saber a quienes le escuchamos y también -porque hay que decirlo- a la mujer con quien pretende intimar.

La mujer en cuestión es venezolana -reconocería ese dulce y antipático acento aun bajo el agua-. Ella insiste: no ha conocido un gallego en su vida -y eso que nuestra tierra sabe de diásporas-.

Los dos se dejan decir y hacer. Los dos se miran. Discuten como si realmente fuera importante el tema que les convoca en este, insisto, infecto vagón de las ocho de la mañana. Él censura, con energía, los bailes de la duquesa de Alba.

Ella no se entera. O no desea, no le apetece. "Me da vergüenza que un personaje como ese represente a España", dice él. Ella, con su ropa vieja y sus zapatos sucios, le mira como si vistiera un corsé de satén y celosías. Ella le mira, con todos sus ojos, como si su destino final estuviese por llegar.

Los dos apestan. Un agrio sudor de cuerpos cansados les recorre. Yo me río, dentro, muy denro, de los hombres y mujeres que intercambian miedos y deseos. Me río, discreta y tontamente, de los fuegos que se encienden de la mano de un tren que está por llegar a aglún lugar. A alguno, cerca o lejos.

Cuerpos cansados, sonrisas desdentadas, mapas que no llevan a ningún lugar. Y en este vagón, como nunca, apostaría por el silencio, me quedaría escuchando el lento sonido de mis zapatos, mientras río, dentro, muy dentro.

Cada día me topo con gente que no veré nunca jamás. Quizás sean ellos, mis entrañables desconocidos, los rostros del día que está por comenzar. Yo me río y me muero, como ellos, de ganas y miedo. Miedo...esa intermitente palabra en el insistente vocabulario de mis días.