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Una canción es capaz de un paisaje. Y puedo cometer un desvarío gramatical al escribir esto; es cierto. Pero en esta ocasión, el accidente de mis palabras podría ser correcto (aunque no por ello menos arbitrario). Una misma melodía conduce y es conducida hacia un lugar, por algo, por alguien. Levanta consigo geografías afectivas, lugares portátiles. Se puede estar rodeado de antipáticos y demasiados desconocidos en un espacio ambiguo y pequeño. Se puede renunciar a la propia soledad que exige escuchar o leer. Se puede andar, por ahí, apretado entre la necedad, y aún así, todavía es posible dejarse llevar -dulcemente- a los lugares que ciertas canciones reproducen para nosotros. "Forastero siempre/ que dificultad", le he escuchado cantar -a veces ojos muy abiertos, otros muy cerrados- al Sr. Chinarro. Y aunque se trate de la misma, El Lejano Oeste, su sonido cambia de aspecto a la vez que transcurre. Que sea una canción camino, una de esas que se desandan y se reanudan -ésas a las que se vuelve y desde las que se vuelve- agrava el gusto por su repetición, por el hecho simple, de querer escucharla, una y otra vez. Entonces oír es recorrer. Supone atravesar el paisaje, cambiándolo y dejándose cambiar, a bordo de un "dos caballos". Desbocar, extrañar, cantar en voz baja e insistente el mismo verso. Canción libro, a veces, para viajeros que no saben volver a casa. Por eso, quizás. "Adelante, dije entonces, nunca más". Tal vez.
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