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Viernes, ocho de la tarde. Me desplomo sobre el sofá; bajo una manta roja. Sintonizo el canal 24h. Comienza a llover cuando me detengo en la historia de un hombre que espera su turno para incinerar a su mujer y su hija. En la ciudad de Higashimatsushima, en la prefectura de Miyagi, no hay combustible suficiente para quemar los cadáveres del terremoto. Tampoco lo hay en el resto de Japón.
El hombre sin nombre -la reportera es capaz de preguntar muchas cosas, pero no su nombre- ha esperado cinco horas en una larga fila de personas que, como él, cremarán a los suyos en cuanto sea posible (¿hoy? ¿mañana? ¿pasado?). En el corte siguiente, se le ve salir con dos cajas azules. El hombre ha podido, al fin, terminar su espera. Aunque empiece otra, ésa, justo esa, ha terminado. Una vida entera en dos cajas azules. Abatida en el sofá me descubro imaginando la vuelta a casa (¿tendrá una, todavía?) de alguien que quizás no vuelva a aparecer en esa pantalla. Alguien que existe en otra vida muy lejana de esta butaca.
Golpeo mi cigarrillo contra el paquete vacío para retirar la columna de ceniza que crece, como un mal chiste. No he dejado de pensar en este hombre cuando la vida pasa a otra cosa. A la Unión Europea, la invasión libia y el campeonato de Fórmula Uno que debía de comenzar hoy. Y sin embargo, el hombre sin nombre está ahí, con las dos cajas azules en cuyo interior cada movimiento podría sacudir los restos de una hija y una esposa muertas.
Me siento ridícula. Me siento lejos. En un lugar y un tiempo doméstico, remoto, perdido. Lejos de ese hombre y sus fúnebres paquetes. Jamás llegaré a entender qué puede sentir alguien que sale de un horno crematorio tras hacer una larga fila que no le traerá alivio, tampoco consuelo. Mi repertorio sentimental es demasiado escaso para entender el color celeste de sus cajas. Soy un espectador. El público de una tragedia que duraría, a lo sumo, 40 segundos. ¿Quién me ha dado el derecho para entumecer a boca y taparme bajo la cómoda manta roja de mi cansancio? ¿Quién? Nadie. Y sin embargo, sigo pensando en dos cajas azules de un hombre que no tiene nombre. Afuera llueve. Tengo frío. Sigo lejos. Y sin embargo, pienso. Una y otra vez, pienso.
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7 comentarios:
¡Ay Karina! como me ha conmovido tu escrito. Especialmente porque hoy a ésta hora, hace ocho días, estaba enterrando a mi papá, apenas a dos años de hacerlo con mamá y a cinco de mi hermano Alfredo. Me conmovió particularmente lo de "toda una vida en dos cajas azules". Al ver la fosa donde enterraban a papá y donde están mamá y Alfredo, sentía algo similar, pero si algo hace ese dolor "tolerable", es que es un dolor propio, de tu vida, con nombres, recuerdos felices o tristes, pero al fin y al cabo con sentido de pertenecia. Eso es lo único que nos proteje del vacío. Sucede que hoy nos enteramos de muchas cosas, pero en el dolor enterarse no es suficiente porque no hay HILO que nos apegue. Un abrazo, y como siempre, lo que escribes me apega y me conmueve.
Diana, lo siento mucho. De verdad, mucho. Un abrazo enorme y suficiente hilo que nos ate, que nos sujete.
sencillamente conmovedora!
es como si el dolor ajeno nos quitase el permiso para estar bien, te entiendo perfectamente. Eso se llama comunión con el dolor. Una comunión angustiosa pero adictiva. besos KSB
Sra. Sáinz, es que debajo de su cobija roja Ud. también es un ser humano y es capaz de conmoverse ante el dolor de los demás.
Es difícil hacer algo útil con esa comprensión o con esa solidaridad. Ni siendo millonarios ni yendo allá a levantar escombros serviríamos de algo.
Quizás lo pertinente y lo más certero sea orar con sinceridad por todo lo que rodea a esas dos cajas azules.
Un beso, Sra. Sáinz.
Raúl: muchas gracias por escribir. Chase, mi Chase, esa sensación es completamente cierta "como si el dolor ajeno nos quitase el permiso para estar bien", completamente.
Roberto... es cierto, que al menos quede un silencio dónde pensar las cosas.
UN abrazo a todos, muy grande.
Piensas... La vida se puede ir cuando menos lo esperas. No somos nada en este mundo. Sólo dos cajas azules. ¿Qué he hecho con mi vida? ¿Estoy en el camino correcto? ¿Actúo bien, de acuerdo a Dios, o me dejo llevar por los hombres? Preguntas que nos debemos hacer ante estas tragedías. Hoy, son los japoneses, mañana puedes ser tú. Por eso, conviértete, vuelve a Dios, si estás alejado de El y cumple los diez mandamientos, que nos los dio para nuestro bien, nuestra felicidad.
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