sábado, 10 de julio de 2010

Una gargantilla de clavos de olor


Sabíamos cuándo quemaban las hojas secas por el olor caliente de campo y sol ahumado. Todas las tardes, a la hora de la plaga y las culebras, el fuego asomaba su cresta amarilla. A veces cerca del portón, a un lado de la siembra de caña y los columpios.

La quema ocurría, puntual, para amodorrar el tedio de las chicharras, los jejenes y los perros, que a esa hora ladraban, aburridos, a las vacas y las bicicletas.

Santa Cruz (Estado Aragua) era todavía un pueblo, una pausa para los sábados, los domingos y los dulces de leche con clavos de aroma. Santa Cruz, un lugar entre mi lengua y esta tarde; un pueblo entre Cagua y Palo Negro donde el tiempo resistía ésas y otras ceremonias.

Recuerdo la gruesa montaña de ramas secas elevándose como harina cernida. Era toda una provocación, saltar sobre aquel remolino de hojas, las del árbol de guanábana, las palmas de Los Chaguaramos, las ramas caídas de los naranjos, las necias nervaduras del mango, las cáscaras de tamarindo maduro. Quedar mugriento y exhausto, hacer rápido la chapuza de remodelar la pirámide, desaparecer y esperar hasta que alguien viniese a encenderla. Entonces surgía aquel olor a humo y tamarindo que se quedaba en la ropa después de asomarse a espiar al fuego crecer.

A veces, en lugar de quemar las hojas en el patio lateral de la casa, donde guindábamos el chinchorro, lo hacían cerca del canal, en la orilla cercana a las matas de guayaba y martinica, un cítrico muy fuerte – hay gente que insiste en llamarla toronja- . Sus aromas, juntos, daban la impresión de una lucha -¿o una entrega?- de azúcares y amargos.

No sé aún si el calor de la quema aflojaba la piel de las frutas, o si el agua de la quebrada amplificaba el aroma, pero un denso olor convertía en confitura a la tarde y sus zancudos. Entonces todo era dulce e infantil delirio, de esos que uno cree normales, de esos que van a durar para siempre.

Hoy la tarde es calurosa y aunque el olor a césped es casi verde, no conoce los matices del fuego. Me da por pensar en el árbol de ciruelas de huesito. Y me doy risa. Intento leer, pero prefiero concentrarme en el césped. El Palacio de Cristal del Retiro está, como siempre, lleno. Fumo, pensando en los clavos de olor. En las hojas caídas, en el fuego de las seis, los zancudos de las siete.

Vuelvo al libro, pensando en las quemas. La nota preliminar de esta edición de Siruela no se publicó firmada hasta que el propio Italo Calvino lo autorizó. Desde entonces, Los amores difíciles han editado acompañados por las precisiones biográficas de un hombre quien vio pasar los primeros 20 años de su vida en San Remo, donde su padre, que era agrónomo, cultivaba el grape-fruit y el aguacate. ¿Olerían, acaso como las martinicas, bajo el sol?

Calvino creció, también, envuelto en aromas tibios, entre humores cítricos. Nunca dulces, como la guayaba, quizás por eso sufre tanto la Sra. Isotta, castigada por su propio cuerpo en el mar. Intento oler mi vestido, rastreo el olor del tamarindo quemado. Pero no consigo nada. El vapor de guayaba y martinica se escabulle en la edad de los errores. Y si vuelve, lo hace de otra forma ¿Hace cuánto que las tardes no huelen a hoja verde quemándose en silencio? ¿Hace cuánto no regresa la hora de la plaga y las culebras? ¿Cuándo fue la última vez que espantamos a las hormigas con clavos de olor?

Sabíamos cuándo quemaban las hojas, por el olor caliente del campo. Pero ahora, ahora que todo es ceniza, abro el libro, vuelvo a leer y veo arder. Veo arder en mi collar de clavos de olor.

No hay comentarios: