El uno ha pasado cuatro veces. Hace cuarenta y un grados, y Ellie está a punto de tener un ataque de nervios antes de salir a escena -Stan ha muerto achicharrado en un edificio de Broadway y ella espera un hijo-. Las páginas de Manhattan transfer enceguecen pero no puedo, ni pienso, parar de leer. En el banco de al lado, una madre y su hija china adoptada –pasean siempre a la misma hora- miran la línea borrosa de las dos de la tarde. Están ahí, sentadas. Los chorros de la fuente lanzan agua en la plaza desierta. No hay nadie, sólo Ellie, el uno con su sonido de buque y nosotras tres.
La chinita se deja abatir por el calor. Sentada en un banco, con la hebilla suelta de su zapato rosa y su mano de panda apoyada en la madera, duerme ajena a todo cuanto ocurre a su alrededor. La madre teclea mensajes en el móvil; yo leo; la fuente escupe agua y la niña duerme. El uno finalmente se ha ido -no ha dejado a nadie en la parada-. Ahora somos sólo nosotras tres, Ellie y este calor.
“¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!, dijo Stan antes de rociarse con una lata de petróleo. Ellie, que ahora interpreta a una dama montada en un caballo blanco que reparte desgracias, no sabe que Stan se ha prendido fuego -piensa que fue un accidente-. Los columpios de la plaza chirrían. Pensando que la niña china se ha despertado para jugar, levanto la vista, pero es sólo el viento que mece un caballo amarillo de metal. Me giro, duerme todavía, incluso aún más profundo. No ha movido su pie siquiera un poco. La madre atiende la pantalla de su aparatito, el caballito rebota suavemente contra la nada, yo vuelvo a mi lectura.
“¿Por qué concluyo que es adoptada?”-, me pregunto mirándola con el rabillo del ojo. Pues porque no se parece en nada a la madre; porque no es la primera niña asiática que he visto con padres españoles y porque es más común que siendo niña, y china, haya sido adoptada. ¿Entiende ella que duerme en una plaza? ¿Sabe por qué? ¿Qué sueña? ¿Sueña? “Llevo mucho tiempo callejeando”-, pienso. Ha de ser por eso que me ha dado por especular. “¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!
En las primeras páginas, Dos Passos escribe, en boca de uno de sus marineros y muertos de hambre: “¿Te vas a hacer ciudadano norteamericano?”, le pregunta el camarero al desarrapado marinero que recién atraca en Nueva York. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”. Miro a la pequeña, me miro a mí misma en el banco de esa plaza. Leo de nuevo. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”.
Es agosto, pronto vendrá septiembre y mi tercer invierno en Madrid. Desde ese entonces, he recibido algunos correos, el más reciente, un envío colectivo. El remitente, un valioso profesor de la Universidad Simón Bolívar, nos pregunta a un grupo de personas si volveremos. Yo no hallo qué responder, y no lo hago. Pasan los meses. De cuando en cuando mi conciencia se topa con el mensaje en la bandeja de entrada. No hallo qué responder, y no lo hago. Hace unos días el profesor ha escrito de nuevo. Agradece las respuestas e interpreta, cabizbajo, el silencio de los que, como yo, no respondimos. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”.
Miro de nuevo a la pequeña china. Me asombra su sueño, demasiado largo y reposado. Esta mañana, en el periódico, aparece la foto de los activistas apresados por reclamar libertad para el Tíbet en uno de los alrededores del lugar donde se celebrarán las Olimpíadas. EL Gobierno chino ha reforzado la seguridad, no quiere sorpresas. Está prohibido volar cometas, descalzarse en el metro y las azoteas han sido clausuradas en toda la ciudad -para evitar suicidios, según el matutino-. El diario decía que algunos atletas llevarían brazaletes para las protestas silenciosas, otros dicen que los atletas no tienen la culpa de que se celebren las olimpíadas en un país comunista. Y qué importa eso, si China parece una metrópoli ahora. A los dictadores les gusta parecer modernos. Vuelvo a pensar en el sueño de la china, en las cartas del profesor Larrañaga y en el piojoso marinero que piensa, ja qué risa, que todo hombre puede escoger su patria.
El periódico también informaba que en Venezuela están por aprobar un paquete de leyes que dan al presidente poderes aún más extraordinarios de los que ya tiene. Se parecen, sí, a muchos de los artículos de la reforma que la gente –incluidos sus propios partidarios- rechazaron en el plebiscito anterior. Con eso podría hacer de todo, comprar, expropiar, deshacer, triturar, machacar, incluso cerrar azoteas también si quisiera.
La madre deja al fin el móvil. Le da unos toquecitos a la pequeña; ella sigue rendida. Al segundo o tercer intento la chinita se pone en pie, vacila y camina de la mano de su madre frotándose los ojos. En la página 396 de Manhattan transfer, Ellie sigue pensando qué hacer con su embarazo y Stan crepita en tempo narrativo. Ya no queda nadie en la plaza. Hace calor. “Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”, pienso de nuevo. Sí claro tanto derecho como deseos, tantas patrias como azoteas cerradas y plazas calurosas. Me pongo de pie, de vuelta a casa. “¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!
La chinita se deja abatir por el calor. Sentada en un banco, con la hebilla suelta de su zapato rosa y su mano de panda apoyada en la madera, duerme ajena a todo cuanto ocurre a su alrededor. La madre teclea mensajes en el móvil; yo leo; la fuente escupe agua y la niña duerme. El uno finalmente se ha ido -no ha dejado a nadie en la parada-. Ahora somos sólo nosotras tres, Ellie y este calor.
“¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!, dijo Stan antes de rociarse con una lata de petróleo. Ellie, que ahora interpreta a una dama montada en un caballo blanco que reparte desgracias, no sabe que Stan se ha prendido fuego -piensa que fue un accidente-. Los columpios de la plaza chirrían. Pensando que la niña china se ha despertado para jugar, levanto la vista, pero es sólo el viento que mece un caballo amarillo de metal. Me giro, duerme todavía, incluso aún más profundo. No ha movido su pie siquiera un poco. La madre atiende la pantalla de su aparatito, el caballito rebota suavemente contra la nada, yo vuelvo a mi lectura.
“¿Por qué concluyo que es adoptada?”-, me pregunto mirándola con el rabillo del ojo. Pues porque no se parece en nada a la madre; porque no es la primera niña asiática que he visto con padres españoles y porque es más común que siendo niña, y china, haya sido adoptada. ¿Entiende ella que duerme en una plaza? ¿Sabe por qué? ¿Qué sueña? ¿Sueña? “Llevo mucho tiempo callejeando”-, pienso. Ha de ser por eso que me ha dado por especular. “¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!
En las primeras páginas, Dos Passos escribe, en boca de uno de sus marineros y muertos de hambre: “¿Te vas a hacer ciudadano norteamericano?”, le pregunta el camarero al desarrapado marinero que recién atraca en Nueva York. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”. Miro a la pequeña, me miro a mí misma en el banco de esa plaza. Leo de nuevo. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”.
Es agosto, pronto vendrá septiembre y mi tercer invierno en Madrid. Desde ese entonces, he recibido algunos correos, el más reciente, un envío colectivo. El remitente, un valioso profesor de la Universidad Simón Bolívar, nos pregunta a un grupo de personas si volveremos. Yo no hallo qué responder, y no lo hago. Pasan los meses. De cuando en cuando mi conciencia se topa con el mensaje en la bandeja de entrada. No hallo qué responder, y no lo hago. Hace unos días el profesor ha escrito de nuevo. Agradece las respuestas e interpreta, cabizbajo, el silencio de los que, como yo, no respondimos. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”.
Miro de nuevo a la pequeña china. Me asombra su sueño, demasiado largo y reposado. Esta mañana, en el periódico, aparece la foto de los activistas apresados por reclamar libertad para el Tíbet en uno de los alrededores del lugar donde se celebrarán las Olimpíadas. EL Gobierno chino ha reforzado la seguridad, no quiere sorpresas. Está prohibido volar cometas, descalzarse en el metro y las azoteas han sido clausuradas en toda la ciudad -para evitar suicidios, según el matutino-. El diario decía que algunos atletas llevarían brazaletes para las protestas silenciosas, otros dicen que los atletas no tienen la culpa de que se celebren las olimpíadas en un país comunista. Y qué importa eso, si China parece una metrópoli ahora. A los dictadores les gusta parecer modernos. Vuelvo a pensar en el sueño de la china, en las cartas del profesor Larrañaga y en el piojoso marinero que piensa, ja qué risa, que todo hombre puede escoger su patria.
El periódico también informaba que en Venezuela están por aprobar un paquete de leyes que dan al presidente poderes aún más extraordinarios de los que ya tiene. Se parecen, sí, a muchos de los artículos de la reforma que la gente –incluidos sus propios partidarios- rechazaron en el plebiscito anterior. Con eso podría hacer de todo, comprar, expropiar, deshacer, triturar, machacar, incluso cerrar azoteas también si quisiera.
La madre deja al fin el móvil. Le da unos toquecitos a la pequeña; ella sigue rendida. Al segundo o tercer intento la chinita se pone en pie, vacila y camina de la mano de su madre frotándose los ojos. En la página 396 de Manhattan transfer, Ellie sigue pensando qué hacer con su embarazo y Stan crepita en tempo narrativo. Ya no queda nadie en la plaza. Hace calor. “Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”, pienso de nuevo. Sí claro tanto derecho como deseos, tantas patrias como azoteas cerradas y plazas calurosas. Me pongo de pie, de vuelta a casa. “¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!
2 comentarios:
Recuerda lo que le sucedio a las torres gemelas ....
Vine para hacer un comentario, pero lei este y se me borró la mente.. jejeje. Dejo este a manera de saludo una semana antes de mis primera visita a Caracas con caracter vacacional. Todo un momento.
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