Cada vez que subo por el Paseo de Recoletos, vienen a mi mente historias de mujeres tristes. Aún no he logrado entender porqué aparecen en mi cabeza. He llegado a pensar que Cibeles las conduce hasta aquí. No creo que una diosa que atraviesa Alcalá en un carro tirado por leones tenga algo que ver con esto, aunque tampoco sé si es ella la primera y la más triste de las mujeres que cruzan hacia Colón. Nunca me he detenido a preguntárselo; a la diosa, quiero decir. Me conformo con que sus leones sigan allí, con la boca bien abierta.
El caso es ése: no más atravesar el paso cebra, siento que cruza, como una ola a mis espaldas, un pelotón de altas y espigadas caminantes a quienes alguien debe una explicación. Me parece que salen a la calle no porque necesiten obtenerla, todo lo contrario, lo hacen precisamente, para olvidar que la necesitan. Es difícil caminar entre mujeres tristes, nunca se sabe si uno encabeza la marcha o huye de ellas. A veces es mejor no preguntarse quién lleva la delantera. Mucho menos en Madrid, tan poco propensa a la mala facha sentimental. Pero no miento, así como hay fantasmas en el Palacio Linares, existen mujeres tristes, cual retazos de botones y amuletos. Existen. Las he visto, las veo caminar perdidas mientras el letrero de Metrópoli tartamudea perfecto sobre la noche de Alcalá.
Se les suene reconocer por ese sonido de pato perdido en la tela de sus faldas; por la curvatura infantil de sus ojos aniñados; el flequillo infaltable; esas uñas sucias, trasquiladas por dientes nerviosos. Todas visten igual y hasta podría pensarse que sus ojos están lejos de cualquier lugar. A ésas no hay que detenerlas. Se les ve cruzar las calles, atravesar un metro, dejar olvidado un periódico, acomodar sus opacos anillos, ajustar los audífonos envueltas en la sordera de su MP3, como portadoras de cabelleras grasosas y cejas dispares. Su silencio no tiene consecuencias. Si dejasen de hablar, no habría nada qué lamentar.
Otras, en cambio, regresan de otro tiempo; se atornillan en la esquina de Correos a la espera de taxis que nunca viajan libres -¿podría existir el milagro de conseguir uno, acaso?-. Se mantienen de pie como un recuerdo relavado, como una criatura viajera de ésas que abundan en el Manhattan de Elisa Lerner. Y a mi mente vienen por igual suicidas y sobrevivientes, jóvenes y viejas, pequeños pedazos de algo que flota en el ambiente, un no se qué ensartado por la Diosa y su carruaje. Si me tocara cruzar la calle junto a ellas, preferiría esperar al próximo turno, no sea que su paso me lleve; que al darme la vuelta descubra un parentesco o adivine un lunar que nos delate y acerque. Pero de las mujeres tristes no se huye, tampoco de los árboles pelados o de los vientos fríos. Ha de ser por eso que, a veces, siento que una ola empuja mis pasos y descose los botones de mi abrigo. Es ese viento de las mujeres tristes. Son los leones; acaso la diosa. Es esta manada de algo que atraviesa Recoletos.
El caso es ése: no más atravesar el paso cebra, siento que cruza, como una ola a mis espaldas, un pelotón de altas y espigadas caminantes a quienes alguien debe una explicación. Me parece que salen a la calle no porque necesiten obtenerla, todo lo contrario, lo hacen precisamente, para olvidar que la necesitan. Es difícil caminar entre mujeres tristes, nunca se sabe si uno encabeza la marcha o huye de ellas. A veces es mejor no preguntarse quién lleva la delantera. Mucho menos en Madrid, tan poco propensa a la mala facha sentimental. Pero no miento, así como hay fantasmas en el Palacio Linares, existen mujeres tristes, cual retazos de botones y amuletos. Existen. Las he visto, las veo caminar perdidas mientras el letrero de Metrópoli tartamudea perfecto sobre la noche de Alcalá.
Se les suene reconocer por ese sonido de pato perdido en la tela de sus faldas; por la curvatura infantil de sus ojos aniñados; el flequillo infaltable; esas uñas sucias, trasquiladas por dientes nerviosos. Todas visten igual y hasta podría pensarse que sus ojos están lejos de cualquier lugar. A ésas no hay que detenerlas. Se les ve cruzar las calles, atravesar un metro, dejar olvidado un periódico, acomodar sus opacos anillos, ajustar los audífonos envueltas en la sordera de su MP3, como portadoras de cabelleras grasosas y cejas dispares. Su silencio no tiene consecuencias. Si dejasen de hablar, no habría nada qué lamentar.
Otras, en cambio, regresan de otro tiempo; se atornillan en la esquina de Correos a la espera de taxis que nunca viajan libres -¿podría existir el milagro de conseguir uno, acaso?-. Se mantienen de pie como un recuerdo relavado, como una criatura viajera de ésas que abundan en el Manhattan de Elisa Lerner. Y a mi mente vienen por igual suicidas y sobrevivientes, jóvenes y viejas, pequeños pedazos de algo que flota en el ambiente, un no se qué ensartado por la Diosa y su carruaje. Si me tocara cruzar la calle junto a ellas, preferiría esperar al próximo turno, no sea que su paso me lleve; que al darme la vuelta descubra un parentesco o adivine un lunar que nos delate y acerque. Pero de las mujeres tristes no se huye, tampoco de los árboles pelados o de los vientos fríos. Ha de ser por eso que, a veces, siento que una ola empuja mis pasos y descose los botones de mi abrigo. Es ese viento de las mujeres tristes. Son los leones; acaso la diosa. Es esta manada de algo que atraviesa Recoletos.
2 comentarios:
Qué imágenes Karina. Es una belleza de relato en blanco y negro. No conozco esa sensación de caminar entre las mujeres tristes de Madrid; pero te juro que algo muy parecido he creído sentir en Barcelona y en París. En ese tiempo yo las hubiera abrazado de buena gana a casi todas.
Sentido relato, acabo de volver a recorrer las calles de Madrid de a mano entrelazada con la melancolía de esas mujeres tristes.
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