“Yo no sabía que había tanto odio en aquellos samanes”
Yolanda Pantin, País
A mi hermano Juan Carlos, prométeme que alguna vez entenderemos
Tenía once años, un corbatín de flores y la profunda certeza de que el general Páez y los jinetes de las Queseras del medio cruzarían la puerta principal y me llevarían por delante. No tenía muy clara la línea de los presidentes ni de los edificios desde los que despacharon[i]. Aún así, para mí era lo mismo, todo me parecía venerable, incomprensible y cierto: los pasillos, la guardia de honor, los enormes espejos y sillas doradas, la marca de las balas en los vitrales, el empíreo y el supremo autor. Una puerta se abría tras otra. Edecanes, despachos de caoba, pasillos de mármol, papel sellado, soldaditos aburridos, peces que escupían agua desde la fuente central. El día que conocí el palacio de Miraflores tenía once años y un corbatín de flores que consideré adecuado para la ocasión. También tenía miedo, mucho miedo.
En aquellos días, el Tribunal Supremo de Justicia comenzaba un ante juicio de mérito contra el presidente socialdemócrata Carlos Andrés Pérez; las garantías apenas empezaban a ser restituidas luego de los dos intentos –en menos de un año- de golpe de Estado, mientras el resto del país se movía con sus patas de dinosaurio extinto. En las páginas de política de El Nacional, mi madre leía con cuidado una columna en cuya viñeta se leía: “Miraflores a la vista” y recuerdo que todo cuanto tuviese que ver con el país ocurría de los hombros para arriba, con la imagen de un político que declaraba en la tele entre comiquita y comiquita ante su propio jardín de micrófonos.
No recuerdo el orden del recorrido de aquella visita, sólo dos salones: el del Sol del Perú – por la tortícolis, de tanto mirar los frescos del techo- y el Salón Ayacucho, ese día completamente a oscuras, y al que mi hermano me había guiado con el sólo propósito de explicarme: “Mira, por aquí tuvo que escapar Pérez el día del Golpe”. Hubo algo en ese momento que nunca pude olvidar: la sensación que producen las funerarias, los cementerios y las capillas en las carreteras oscuras. Ese olor a fantasma que dejan otros al pasar. Sentí que, en ese momento, mi hermano me confería un poder especial. Me elevaba a mí y a mi corbatín a la categoría y la autoridad de los testigos, las velas y las coronas florales. Y así lo reconocí porque, hasta ese entonces, mi propia ciudadanía había sido siempre fúnebre: memoricé las fechas de un Bolívar siempre mártir, heroico, tuberculoso y traicionado, incluso alguna vez me pregunté si no estaría cansado de sus patillas y adversidades de libro primario; coleccioné muchas de nuestras estampas desgraciadas en mis apuntes de quinto y sexto grado y hasta el himno nacional me parecía quejumbroso, como si lo patrio fuese una prueba contra la calamidad que cantábamos todos los días a las ocho de la mañana en el patio del colegio.
Y aunque mis ojos sólo entendían que se trataba de un salón cubierto con una enorme moqueta beige, me impresionaba la sola idea de pensar cómo escapa un presidente de un salón de luces idas como aquel. Qué solos debimos habernos sentido todos esa noche. Solos, empijamados y a oscuras. Mis padres dormían, mis hermanos y yo también. Todos teníamos dulces sueños cuando sonó el teléfono esa madrugada en la que Pérez debió atravesar el Salón Ayacucho, así como nosotros, a oscuras, mientras una enorme tanqueta chocaba contra las puertas del Palacio, intentando derribarlas. En ese instante, mi hermano me regaló, desde ese día y hasta hoy, el estatus de testigo en medio de aquel palacio fantasma.
Desde los ocho años comenzaban a pasar cosas fuera de lo común, porque de alguna u otra forma, cuando ocurrían eventos de fuerza mayor, la gente en el país comenzaba a quedarse dormida, o al menos esa era mi idea del asunto. En primer grado, un día, de golpe, dejamos de ir al colegio. Mi madre comenzó a racionarnos el pan y las papas guisadas, mientras mi padre nos ordenaba que no nos asomáramos a las ventanas, no fuera que una bala fría nos diera en la cabeza. ¿Bala fría? La palabra me fascinó, me pareció graciosa, ilógica y equivocada, hasta que mi padre nos enseñó un proyectil con la punta vencida y doblada que había encontrado junto a un muro en el jardín.
Los cerros habían bajado, así lo explicaron las maestras al volver a clase, uno o dos meses después del 27 de febrero de 1989. Recuerdo que una de ellas, nos puso como ejercicio un dibujo libre para ilustrar qué hacían nuestras familias a partir de las seis de la tarde –la hora del toque de queda- para divertirnos. Para darnos un ejemplo, nos dio que ella, su marido y sus hijos tomaban Frescavena y jugaban dominó en el suelo, también por lo de las balas perdidas. Todo ese año fue nuevo: mi primera mudanza, mi primer año de colegio y mi primer estallido social, que fue finalmente el nombre que le dieron los medios –no las maestras- a los interminables días de saqueo.
El 27 de febrero de 1989, durante el Caracazo, inauguré mi visión de lo que con el paso de los años fui perfeccionando hasta entenderlo como el síndrome de los bellos durmientes. Comencé a relacionar una cosa con otra, hasta entender por qué en las noticias todos aparecían dormidos, desplomados en las aceras de las calles, con el cuerpo suelto y sangrante como una morcilla. Tuvo que pasar el tiempo para entender, poco a poco, el significado de nuestras pertenencias cívicas y darme cuenta que los desmayados no era tales, que nadie caía dormido. Tuvo que pasar el tiempo.
Y entonces, así, llegó por completo 1992, el año de los dos intentos de golpe. Fue en ese entonces, a los diez años, cuando sintonicé a mi primer y más impactante bello durmiente. Lo recuerdo perfectamente. Su cabeza hacia atrás, caída y colgante en el borde de una de las aceras de la base aérea La Carlota, justo en la autopista que atraviesa la ciudad en sentido oeste-este. Todavía hoy existe su foto de soldado raso, pobre, flaco, casi adolescente, con los ojos cerrados y la sangre oscura empozándole las cejas.
Nunca he sabido porqué, desde que la vi, sentí que me había enamorado de aquella mirada cerrada del soldado muerto que el reportero gráfico Fraso había capturado para siempre en aquel papel poroso y de mala calidad. Pero él no sería mi primer ni mi último bello durmiente. Un río mucho más grueso de nuevos adormecidos comenzaría a anegarse a los pies de mi cama, acumulándose en el largo pozo de mis desamores. Por eso vuelve, de vez en cuando, a mi mente, aquel domingo en el Palacio de Miraflores. Ese día, en aquella visita de corbatín y poema bajo el brazo, mi hermano abrió la puerta de un episodio fantasma. Aunque a veces dudo y no sé cuánto tiempo más seguiremos escapándonos en la oscuridad hacia el país de los bellos durmientes.
[i] El Palacio comenzó a ser construido en 1884 por órdenes de Joaquín Crespo.
En aquellos días, el Tribunal Supremo de Justicia comenzaba un ante juicio de mérito contra el presidente socialdemócrata Carlos Andrés Pérez; las garantías apenas empezaban a ser restituidas luego de los dos intentos –en menos de un año- de golpe de Estado, mientras el resto del país se movía con sus patas de dinosaurio extinto. En las páginas de política de El Nacional, mi madre leía con cuidado una columna en cuya viñeta se leía: “Miraflores a la vista” y recuerdo que todo cuanto tuviese que ver con el país ocurría de los hombros para arriba, con la imagen de un político que declaraba en la tele entre comiquita y comiquita ante su propio jardín de micrófonos.
No recuerdo el orden del recorrido de aquella visita, sólo dos salones: el del Sol del Perú – por la tortícolis, de tanto mirar los frescos del techo- y el Salón Ayacucho, ese día completamente a oscuras, y al que mi hermano me había guiado con el sólo propósito de explicarme: “Mira, por aquí tuvo que escapar Pérez el día del Golpe”. Hubo algo en ese momento que nunca pude olvidar: la sensación que producen las funerarias, los cementerios y las capillas en las carreteras oscuras. Ese olor a fantasma que dejan otros al pasar. Sentí que, en ese momento, mi hermano me confería un poder especial. Me elevaba a mí y a mi corbatín a la categoría y la autoridad de los testigos, las velas y las coronas florales. Y así lo reconocí porque, hasta ese entonces, mi propia ciudadanía había sido siempre fúnebre: memoricé las fechas de un Bolívar siempre mártir, heroico, tuberculoso y traicionado, incluso alguna vez me pregunté si no estaría cansado de sus patillas y adversidades de libro primario; coleccioné muchas de nuestras estampas desgraciadas en mis apuntes de quinto y sexto grado y hasta el himno nacional me parecía quejumbroso, como si lo patrio fuese una prueba contra la calamidad que cantábamos todos los días a las ocho de la mañana en el patio del colegio.
Y aunque mis ojos sólo entendían que se trataba de un salón cubierto con una enorme moqueta beige, me impresionaba la sola idea de pensar cómo escapa un presidente de un salón de luces idas como aquel. Qué solos debimos habernos sentido todos esa noche. Solos, empijamados y a oscuras. Mis padres dormían, mis hermanos y yo también. Todos teníamos dulces sueños cuando sonó el teléfono esa madrugada en la que Pérez debió atravesar el Salón Ayacucho, así como nosotros, a oscuras, mientras una enorme tanqueta chocaba contra las puertas del Palacio, intentando derribarlas. En ese instante, mi hermano me regaló, desde ese día y hasta hoy, el estatus de testigo en medio de aquel palacio fantasma.
Desde los ocho años comenzaban a pasar cosas fuera de lo común, porque de alguna u otra forma, cuando ocurrían eventos de fuerza mayor, la gente en el país comenzaba a quedarse dormida, o al menos esa era mi idea del asunto. En primer grado, un día, de golpe, dejamos de ir al colegio. Mi madre comenzó a racionarnos el pan y las papas guisadas, mientras mi padre nos ordenaba que no nos asomáramos a las ventanas, no fuera que una bala fría nos diera en la cabeza. ¿Bala fría? La palabra me fascinó, me pareció graciosa, ilógica y equivocada, hasta que mi padre nos enseñó un proyectil con la punta vencida y doblada que había encontrado junto a un muro en el jardín.
Los cerros habían bajado, así lo explicaron las maestras al volver a clase, uno o dos meses después del 27 de febrero de 1989. Recuerdo que una de ellas, nos puso como ejercicio un dibujo libre para ilustrar qué hacían nuestras familias a partir de las seis de la tarde –la hora del toque de queda- para divertirnos. Para darnos un ejemplo, nos dio que ella, su marido y sus hijos tomaban Frescavena y jugaban dominó en el suelo, también por lo de las balas perdidas. Todo ese año fue nuevo: mi primera mudanza, mi primer año de colegio y mi primer estallido social, que fue finalmente el nombre que le dieron los medios –no las maestras- a los interminables días de saqueo.
El 27 de febrero de 1989, durante el Caracazo, inauguré mi visión de lo que con el paso de los años fui perfeccionando hasta entenderlo como el síndrome de los bellos durmientes. Comencé a relacionar una cosa con otra, hasta entender por qué en las noticias todos aparecían dormidos, desplomados en las aceras de las calles, con el cuerpo suelto y sangrante como una morcilla. Tuvo que pasar el tiempo para entender, poco a poco, el significado de nuestras pertenencias cívicas y darme cuenta que los desmayados no era tales, que nadie caía dormido. Tuvo que pasar el tiempo.
Y entonces, así, llegó por completo 1992, el año de los dos intentos de golpe. Fue en ese entonces, a los diez años, cuando sintonicé a mi primer y más impactante bello durmiente. Lo recuerdo perfectamente. Su cabeza hacia atrás, caída y colgante en el borde de una de las aceras de la base aérea La Carlota, justo en la autopista que atraviesa la ciudad en sentido oeste-este. Todavía hoy existe su foto de soldado raso, pobre, flaco, casi adolescente, con los ojos cerrados y la sangre oscura empozándole las cejas.
Nunca he sabido porqué, desde que la vi, sentí que me había enamorado de aquella mirada cerrada del soldado muerto que el reportero gráfico Fraso había capturado para siempre en aquel papel poroso y de mala calidad. Pero él no sería mi primer ni mi último bello durmiente. Un río mucho más grueso de nuevos adormecidos comenzaría a anegarse a los pies de mi cama, acumulándose en el largo pozo de mis desamores. Por eso vuelve, de vez en cuando, a mi mente, aquel domingo en el Palacio de Miraflores. Ese día, en aquella visita de corbatín y poema bajo el brazo, mi hermano abrió la puerta de un episodio fantasma. Aunque a veces dudo y no sé cuánto tiempo más seguiremos escapándonos en la oscuridad hacia el país de los bellos durmientes.
[i] El Palacio comenzó a ser construido en 1884 por órdenes de Joaquín Crespo.
1 comentario:
Que impronta nos ha dejado esta historia contemporánea.
Memorable relato!
Aún recuerdo las imágenes de cómo los “bellos durmientes”, caían abrazando la tierra que les llamaba. Pasó hace años, hace meses y por desgracia pasa hoy.
¿Este cuento no tiene fin?
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