Como en Comala, todos estábamos muertos. Aún así, muertos y todo, hacíamos las mismas cosas de siempre. Bebíamos Coca Cola en vasos vacíos; entrábamos y salíamos de las casas sin paredes; veíamos la pantalla oscura de una televisión desconectada; comenzamos a usar caminos de tierra, porque los de asfalto ya no servían; escuchábamos lo mismo, porque ya no éramos capaces de distinguir un sonido de un silencio. Había quienes incluso seguían yendo a trabajar a oficinas que habían cerrado sus puertas. Nunca nos preguntamos de dónde venía la prensa que leíamos y dejamos de preguntarnos por la que dejó de circular.
Lo único que éramos capaces de notar era el calor. Cada vez hacía más, y más. Algunas veces –me cuentan ya- unos hombres tocan a la puerta de las casas para cambiar las bombillas blancas por unas azules. No sé qué tendrán esas bombillas; a lo mejor azules son quienes las instalan. Hubo quienes al escuchar su acento de las antillas, les dieron un portazo. Otros fueron amables, pero se negaron. Al menos eso es lo que me llega por los correos electrónicos que recibo, día tras día.
Dice Juan Villoro, en su libro El Testigo, que el sobreviviente queda para dar cuenta de los restos. Y quienes me hablan, dicen cosas terribles. Lo hacen para que no vuelva. Para que desista de la sola idea de regresar. Todos han dejado de esperar algo. Lo que queda por hacer cabe en dos maletas, eso cuentan. Desde que me fui, aumentó el tráfico y el calor. Hay una estrella de más en la bandera y un canal menos de televisión. Ese día, el día del cierre de la estación, recibí un link con un video. En él, todos los artistas, locutores, presentadores y actores cantaban el himno, luego la pantalla se disolvía en negro. Era como una propaganda de navidad echada a perder.
La última vez que estuve en la ciudad, había ranas y saltamontes de colores sobre el río Guaire. Luces, papel celofán, papel de aluminio. La cloaca se convirtió en atracción. El mayor vertedero de desechos de la ciudad se hizo punto de reunión. Padres, hijos, familias enteras aparcando automóviles a lado y lado de la autopista, brindando y sonriendo. Fotografiándose. Celebrando. Toda aquella mierda iluminada me dio temor. Y eso que aún no era de noche.
Hace poco pregunté por los conocidos. Tres se marchaban, dos estaban en proceso y cuatro se lo pensaban. Gustavo cambió de partido, desde ese entonces le iba mejor. Miguel había dejado el periódico, Juan Carlos la radio. Henry y Lázaro seguían presos. Jorge seguía muerto y su asesino se convirtió en parlamentario. Luego pregunté por los desconocidos. El Gobernador había dejado la política y aprendía a usar Photoshop. El alcalde había sido inhabilitado. El Gobierno seguía igual. Crecía y crecía. Los ministros seguían siendo los mismos pero diferentes. El presidente tenía ya nueve años de gobierno seguidos y escuché que pensaba en extender la duración del mandato. Las noticias iban y venían, anegándose en mi puerta como una pila de recibos viejos. Y yo sentía que seguía muriéndome, como si Comala existiese.
Si regresaba, ¿me quedaría? ¿me quedaría entre los vivos? Quizás nunca entendí que incluso antes de irme, cargaba encima las costumbres de un muerto que no sabe aún cómo vivir fuera de la isla doméstica de su césped. Entonces me di la vuelta en Alcalá y crucé directo a Gran Vía. Miré las flores que plantan por primavera. Estiré los dedos. Me di la vuelta. Volví a casa. Como todos los días, torpedee mis propios pasos. Sentada en mi sillón miro la televisión apagada. Aún sigo pensando en Caracas.
Lo único que éramos capaces de notar era el calor. Cada vez hacía más, y más. Algunas veces –me cuentan ya- unos hombres tocan a la puerta de las casas para cambiar las bombillas blancas por unas azules. No sé qué tendrán esas bombillas; a lo mejor azules son quienes las instalan. Hubo quienes al escuchar su acento de las antillas, les dieron un portazo. Otros fueron amables, pero se negaron. Al menos eso es lo que me llega por los correos electrónicos que recibo, día tras día.
Dice Juan Villoro, en su libro El Testigo, que el sobreviviente queda para dar cuenta de los restos. Y quienes me hablan, dicen cosas terribles. Lo hacen para que no vuelva. Para que desista de la sola idea de regresar. Todos han dejado de esperar algo. Lo que queda por hacer cabe en dos maletas, eso cuentan. Desde que me fui, aumentó el tráfico y el calor. Hay una estrella de más en la bandera y un canal menos de televisión. Ese día, el día del cierre de la estación, recibí un link con un video. En él, todos los artistas, locutores, presentadores y actores cantaban el himno, luego la pantalla se disolvía en negro. Era como una propaganda de navidad echada a perder.
La última vez que estuve en la ciudad, había ranas y saltamontes de colores sobre el río Guaire. Luces, papel celofán, papel de aluminio. La cloaca se convirtió en atracción. El mayor vertedero de desechos de la ciudad se hizo punto de reunión. Padres, hijos, familias enteras aparcando automóviles a lado y lado de la autopista, brindando y sonriendo. Fotografiándose. Celebrando. Toda aquella mierda iluminada me dio temor. Y eso que aún no era de noche.
Hace poco pregunté por los conocidos. Tres se marchaban, dos estaban en proceso y cuatro se lo pensaban. Gustavo cambió de partido, desde ese entonces le iba mejor. Miguel había dejado el periódico, Juan Carlos la radio. Henry y Lázaro seguían presos. Jorge seguía muerto y su asesino se convirtió en parlamentario. Luego pregunté por los desconocidos. El Gobernador había dejado la política y aprendía a usar Photoshop. El alcalde había sido inhabilitado. El Gobierno seguía igual. Crecía y crecía. Los ministros seguían siendo los mismos pero diferentes. El presidente tenía ya nueve años de gobierno seguidos y escuché que pensaba en extender la duración del mandato. Las noticias iban y venían, anegándose en mi puerta como una pila de recibos viejos. Y yo sentía que seguía muriéndome, como si Comala existiese.
Si regresaba, ¿me quedaría? ¿me quedaría entre los vivos? Quizás nunca entendí que incluso antes de irme, cargaba encima las costumbres de un muerto que no sabe aún cómo vivir fuera de la isla doméstica de su césped. Entonces me di la vuelta en Alcalá y crucé directo a Gran Vía. Miré las flores que plantan por primavera. Estiré los dedos. Me di la vuelta. Volví a casa. Como todos los días, torpedee mis propios pasos. Sentada en mi sillón miro la televisión apagada. Aún sigo pensando en Caracas.
4 comentarios:
ayyyy Karina..
estar y no estar...
somos de aqui o de allá?
nos quieren aqui? nos quieren allá?
somos exiliados endógenos...
me encanta leerte...besos
crónicas barbidoscópicas...
...en este paisaje solo una cosa prevalece y prevalecera hasta el dia del juicio final, hasta el dia que resuciten todos los muertos, las parades se levanten, los vasos vacios se desborden de coca cola light, la pantalla se ilumine de nuevo, y las carcajadas de los amigos aturdan al silencio.
Karina cuando pienses en Caracas piensa en el Avila, es lo unico que resistira.
Bueno, llegando y leyendo esto. Es lamentablemente cierto: cada día somos más los que hacemos el equipaje. Cuando lo conocido constriñe, limita, ahoga y agota... hay que buscar respirar y, de momento, parece que el oxígeno nos queda afuera. Nos vemos. Me ha encantado tu blog.
HOLA
¿ME PERMITES PONER ESTE TEXTO EN NUESTRA REVISTA VIRTUAL "RASGADODEBOCA"?
DALE UNA VUELTA A VER
www.rasgadodeboca.blogspot.com
UN ABRAZO
CARLOS ZERPA
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