El otoño no ha llegado aún al Café El Comercial. Un termómetro marca 18 grados a las siete menos cuarto de una tarde con lluvia. Cinco hombres sentados en una mesa recuerdan. Al fondo, un golpe de fichas difumina sus voces y su enfisema. Hablan unos por encima de otros, y aunque todos están de acuerdo, algo parece desordenar su plática. Por eso gritan; o al menos eso parece.
Zapatero les encabrona; y mucho. Más que el presidente de Gobierno, su vocación por recordar la Guerra Civil los enfurece aún más. Les incomoda que todos se sientan autorizados a recordar, porque –aunque parezca- la memoria no es un privilegio al que todos puedan acceder. Los cinco hombres piden churros, también chocolate. Remueven sus tazones, mordisquean una porra. Ejercen su jubilación impunemente, con gusto. Defienden, si no la desmemoria, al menos sí el derecho al recuerdo que unos detentan por encima de otros. Y parecen preferir el olvido, como quien escoge una almohada para recostarse. “Cuando se nos escarba, sacamos lo nuestro”, dice uno.
El actual ejército les parece una vergüenza, una pandilla de niñas. Si hubiesen visto el ejército del Generalísimo. Eso sí era un poder militar, refunfuñan con su humor de pantuflas. Un mesonero trae otra taza espesa y humeante. El mayor de la mesa subraya su derecho de palabra, desdeña al resto por considerarles sólo los testigos. Generalísimo sí, pero tampoco tanto. Su condición de actor le autoriza a interrumpir la gallera decrépita: “Os voy a contar algo. El campo de tiro nuestro se llamaba Matabueyes, allí llegaban los tanques de Segovia. No había ninguna coordinación, el único que sabía qué hacer era el cura. No teníamos ni agua para afeitarnos”.
Para no quedarse atrás, alguien toma el testigo, exagera el tono de voz. “En el desfile de la victoria caminaron doscientos mil hombres. Comenzó a las nueve y terminó a las ocho de la tarde. Hubo gente –lo repite tres veces para abrirse paso y evitar ser interrumpido-. Te digo que hubo gente que marchaba codo con codo para poder entrar, completo hasta el Palacio Real”, pierdo sintonía, un sonido de copas deshilacha las frases. Alzo la vista. La glorieta de Bilbao ha oscurecido. Luces de coches encienden y apagan la tarde. Regreso sobre las páginas de una novela que me aburre, lo hago sólo por llenar el tiempo. Mi café no llega, me impaciento. Enciendo otro cigarro. Y de pronto vuelven las voces. “Ese soldado de infantería analfabeta ya no existe, porque Franco los educó”. Y algo en sus voces parece decir: Cuidado con lo que recuerdas.
Hay una paz que sólo incumbe a la gente muerta. Los sobrevivientes administran el privilegio que pierden los difuntos. Ahora alguien recuerda por ellos, ordena el tiempo según le parece y distribuye la historia como peones alrededor de una partida de ajedrez. La historia pasada es útil. Caduca como está, siempre será posible echar mano de sus facturas. Diestros y siniestros se acomodan para sorber su chocolate. Saborean el otoño como un tiempo pasado, algo que almacenan en sus vidas como si de una despensa histórica se tratara. El problema no es lo que se recuerda, sino la autoridad de quien lo hace. Los motivos están de más. Siempre que haya churros habrá democracia, aunque ya no lo noten. Aunque su taza civil se enfríe, ya no notarán la diferencia. Alguien vendrá a reponerla. En el Café El Comercial las fichas han dejado de sonar, las voces de los cinco hombres también. Y sin embargo, recuerdan.
3 comentarios:
Hermana... mientras quede churro habra democracia... Gran frase... Gran reflexion...
Un abrazo por ese blog..
Te doy la bienvenida a este mundo cibernético,espero que disfrutes.Estoy con tu compañero,gran reflexión,visita mi pag¡¡¡,y comenta¡¡¡chaooo
Esos veteranos de guerra no solo deberian remojar los churros, como su memoria en el chocolate espeso del pasado, tambien deberian poner sus barbas en remojo.
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