Nueve-tres. Esos eran fáciles. Cuatro, cinco, nueve… Paré. Y oprimí el siguiente: uno. Al sexto dígito gané seguridad. Disqué el número completo, esperando a que, como esta mañana, comunicara.
Repicó. Una, dos, tres, cuatro. “¿Sí?” Es Josefina, pensé. Dije buenas tardes como pude. Expliqué, sin que me lo pidieran, quién era y porqué llamaba. Sólo después pedí hablar con Marsé. Joaquina, supongo yo que sería ella, su mujer, me pidió que aguardase. Lo hice.
Quise, con toda mis fuerzas, que Marsé hubiese salido a comprar el pan. Que no le apeteciera ponerse al teléfono. Que sintiera el desdén que sienten por el mundo los que saben describirlo.
Desde mi silla, en la redacción, pude escuchar el eco de pasos en una casa que imaginé grande y desolada. Una casa de suelos brillantes y fríos, suelos de una ciudad con mar. No sé porqué. “Juan, Juan…”. Sin su apellido, qué insípido e íntimo sonaba ese nombre. Sin su apellido sonaba a mal de huesos y a sal de frutas. Sin su apellido, ese nombre era eso, una pantufla torcida o un periódico sin doblar en la mesa de un viernes de otoño a las ocho de la tarde.
“Juan, te llaman…”. Perdí nitidez. No supe qué contestó el escritor, pero lo daba por hecho. A hacer puñetas. “Te llaman…”. Marsé debió de preguntar quién. “Ah, no sé, alguien …”. Josefina me pidió, como quien hace un mandado a disgusto, que llamara en diez minutos. Colgué con más ansiedad de la que ya tenía. Bajé a fumar un cigarrillo, que fueron dos.
Nueve-tres. Cuatro-cinco-nueve… Al primer toque, cogió Marsé. Sentí que entre el auricular y mi corazón latían miles de satélites. No había cruzado palabra jamás con el hombre que había escrito El embrujo de Shanghai. Y ahí estaba, lehjos en su caserón de suelos fríos de una ciudad con mar.
2 comentarios:
"Sin su apellido sonaba a mal de huesos y a sal de frutas. "
!!!
Dime, ¿no suena un poco así?
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